Muchacha Ojos de Papel

En este artículo Viviana Demaría y José Figueroa cuentan en primera persona sobre la Escuela de Enfermería de la Fundación Eva Perón que revolucionó las relaciones de género y la actitud ante los
el

¡Mi mamá puso el grito en el cielo! Que ni loca me iba a dejar. Sin embargo, ya era tarde. Me había inscripto en la Escuela de Enfermería de la Fundación Eva Perón. Ser enfermera era algo cuanto menos pecaminoso. Eso de andar con los cuerpos, enfermos, los doctores que eran unos picaflores. Eso no querían mis padres para mí. Pero en mis sueños, lo que yo imaginaba, vivía algo mucho más luminoso. Tal y como lo fue.

Evita nos hablaba. Nos contaba de su orgullo por tenernos como misioneras de la paz. Le encantaba vernos desfilar, todas bonitas y fuertes y orgullosas. En el mundo éramos sus abanderadas, todos quienes habían recibido nuestra ayuda sentían gratitud por nosotros y por supuesto, por Evita. Porque era ella la que se atrevía a soñar más lejos que todas nosotras.

Tras mucho discutir y fortalecerme en mis decisiones, con mis 16 años a cuestas, me fui a inscribir a la Fundación. Mis compañeras me miraban y algunas sonreían por mis patitas esmirriadas y mis ojazos asombrados. Un mundo nuevo se abría para nosotras. No sólo para las futuras enfermeras que seríamos la brigada sanitaria del país, América y el mundo, sino para todas las mujeres porque nuestros derechos se ampliaban paso a paso. Sin prisa pero sin pausa. Y eso nos llenaba de orgullo. Por primera vez éramos tenidas en cuenta y podíamos ser útiles al pueblo y a la patria.

Todas sabíamos, quién más quién menos, que de cada mil niños que nacían en Jujuy, se morían 300. Y eso era una realidad imposible de soportar para nuestra abanderada. La muerte de los niños se había vuelto insoportable para ella, así que nosotras entendíamos que podíamos terminar en cualquier parte del país para llevar la salud, los cuidados y la reparación de los males que aquejaban al pueblo. Mientras tanto, ella desde la ciudad, haría que los planes sociales funcionaran para mejorar la situación de los padres de los chicos. En fin, nos sentíamos parte de un plan conjunto y maravilloso donde todos colaborábamos en la construcción de un mundo mejor.

Y digo un mundo porque claro, cuando algún país vecino sufría una catástrofe, como fue en Ecuador, un grupo fue enviado allí en un tris, porque quienes sufrían eran personas. Sin importar que fueran peronistas o lo que sea, nos habían enseñado que la solidaridad humana no tenía marca y donde fuera necesario allí debíamos estar sirviendo al sufriente.

Nada de esto era sencillo. Primero debimos estudiar mucho, pero mucho. Y al mismo tiempo aprender a hacer cosas que antes estaban reservadas para los hombres. Aprendimos a manejar los jeeps – porque donde estuviéramos necesitaríamos movernos con libertad – , luego las motos, adiestramos nuestros perros que iban a ser nuestra compañía e iban a transportar los botiquines con las medicinas mientras nosotras armábamos las tiendas de campaña transformándolas en hospitales. Cuando llegaran los médicos debía estar todo en funcionamiento y eso era nuestra responsabilidad.

En total logramos ser 850 enfermeras y 430 especialistas. En un país donde la salud no llegaba a todos los rincones de la patria, era una epopeya enorme. Claro que nada de esto fue vivido con tanta alegría. Muchos estaban furiosos. Vernos a nosotras, mujeres que ya no estábamos sujetas al mundo doméstico y que hasta cambiábamos el mundo con nuestras acciones, era incómodo para más de uno. No quiero pensar la cara que hubieran puesto cuando se enteraran que la idea era llegar a 20.000 enfermeras. Creo que por eso pasó, lo que luego pasó.

Además, era claro que día a día nos íbamos formando con más criterio, teníamos posibilidades más ricas de pensar el mundo. Una vez leí en una revista de la fundación que “la alumna es preparada para el civismo pues con la conquista de los derechos políticos de la mujer, adquiere gran importancia la capacitación de la juventud femenina en ese campo”. Claro, esa era la gran utopía. La conquista de derechos, la ampliación del concepto de igualdad. Estábamos camino a ser iguales a los hombres que nos gobernaban tanto en la política como en nuestras casas. Y si lográbamos la igualdad, seguramente nuestra voz debía ser escuchada y nuestros pensamientos tenidos en cuenta y podríamos compartir las decisiones con nuestros compañeros de vida. ¡Es un sueño maravilloso! Y a ese sueño yo me sumé.

Respecto de nuestro trabajo, nos dejaban bien en claro que nada de lo que hiciéramos tenía que ver con la caridad o la lástima hacia el enfermo o al pobre. En absoluto. Era solidaridad pura, cumplimiento del deber del cuidado hacia el que más lo necesita. Por eso nos enseñaron a que cuando una persona se internaba en el hospital, lo saludáramos con su nombre, le preguntáramos como se sentía y que ni se nos ocurriera palmear las manos para pedir orden en las salas porque no eran animales para arriar, sino personas que se les podía pedir silencio y orden. Hablando se entiende la gente. Y allí, todos éramos muy gente.

En definitiva, todas las muchachas que ingresamos en ese sueño llevado adelante por Eva Perón, sentíamos que habíamos sido transformadas. Tal como les conté antes, el objetivo de la Escuela era formar “misioneras de paz”. Y fue precisamente  por este motivo, fue que gran parte de las enfermeras de la patria, partieron en misiones de ayuda hacia distintos lugares del extranjero. Estábamos listas para que cuando en algún lugar del mundo un pueblo estuviera sufriendo por culpa de las inclemencias de la naturaleza, los avatares de la guerra o el padecimiento de las epidemias, nosotras estaríamos listas para hacernos presentes donde el dolor humano nos convocara.

Y así sucedió la historia que ahora les voy a contar: fue el Ecuador de 1949. Un terremoto devastador dejó miles de heridos, muertos, destrozos, epidemias… Sin dudarlo un instante un grupo de Enfermeras de la Fundación, partieron en avión hacia el país hermano para socorrer a las víctimas del terremoto. Estuvieron un tiempo acompañando con sus labores y pericias a los esforzados médicos que trabajaban rescatando y curando a los heridos de las consecuencias del golpe de la naturaleza. Así fue que, luego de tanto trabajo, el 27 de septiembre regresaron a casa en avión desde Ecuador. Pero la vida les jugaría una mala pasada. Cuando estaban por llegar a la base de Morón, la máquina empezó a incendiarse. Evita había estado esperándolas con ansias y quería recibirlas pero en un instante, ante la mirada impotente de los familiares y amigos, el humo se tragó todo: los blancos uniformes, las jóvenes sonrisas, y las alas de aquellos valientes ángeles.

Eva Perón no tenía consuelo. Todas nosotras éramos su orgullo. Éramos sus embajadoras de amor y consuelo hacia el mundo. Perder de ese modo a sus adalides, fue devastador. Pero como es sabido, había fuerza en el corazón que conoce el sufrimiento. Su fortaleza pudo más. Del desasosiego y el infortunio, ella rescató la vida y por eso tomó la decisión de bautizar a la Ciudad de los Niños que sería construida en La Plata con el nombre de una de las enfermeras fallecidas en el siniestro: Amanda Allen. Al mismo tiempo el nombre de Lucía Komel –  la otra enfermera que perdió su vida en cumplimiento de su labor solidaria –  engalanó por mucho tiempo el edificio del “Hogar de Tránsito”.

Después, tristemente, lo que se sabe. Vino el golpe del ’55 y las enfermeras fuimos perseguidas con saña y crueldad. ¡Allanaron nuestras casas, quemaron nuestros uniformes (nuestros amados uniformes), destruyeron nuestros apuntes! y como si fuera poco, destruyeron los legajos de los hospitales con las historias clínicas de los pacientes. Ni qué hablar de lo sucedido a los enfermos mentales: los sacaron a los empujones de los hospitales, los arrastraron hasta una ruta perdida de la mano de Dios y los fusilaron si piedad. Los locos molestaban al golpe militar. No eran útiles. Sobre llovido mojado, todo lo que tuviera que ver con la Fundación, debía desaparecer. En el hospital se robaron todo y no sólo eso, lo rompieron. Vajillas, nebulizadores, aparatos de presión. Todo. Ninguna huella debía quedar del paso de Eva y de la Fundación en la vida del pueblo argentino.

A mi me dejaron regresar a mi casa. Ellos podrán haberme quitado todos los objetos o las prendas, pero hay algo que no me han quitado, ni lo harán jamás: la mirada de esa muchacha, que fue Eva, donde yo veía y sabía que estaban escritos los sueños de  igualdad. Tampoco me van a quitar la dignidad que ella me enseñó y me pidió que defendiera. Ella nos dijo que el pueblo argentino era el legítimo heredero de todos los bienes, de todos los sueños, de todas las esperanzas, las banderas y las utopías que ella sostuvo en su vida. Por eso ahora, yo siento que es momento de ir por ellos y devolverlos al pueblo gracias a la posibilidad que nos brinda este presente venturoso.

Viviana Demaría y José Figueroa

Comentarios