Carlos
Adalberto Fernández,
que ha participado de más
de un concurso literario
emprendido por la revista,
aporta acá un cuento
que da muestra de su maestría
como escritor...
Sus cabezas,
con perdón
“Las
cabezas, arrancadas de sus
hombros, rodaban por sobre
el pavimento. También
las manos, y algunos pies.
Una fuerza incontenible
y devastadora retorcía
y destrozaba cuellos, tobillos,
muñecas. Era el brazo
(los colmillos) de la justicia
vengadora...”
¡Pa! ¡Gozila
está rompiendo todos
mis muñecos de felpa!
Lucía, su hija, ya
de veintipico de años,
guardaba como reliquias
sus amigos infantiles. ¡Delante
tuyo, en medio del patio
y vos no te das cuenta!
Siempre soñando,
vos; no todo es bello como
en tus sueños, ni
siquiera los perros.
“Justicia vengadora...
venganza pura, qué
más justicia”.
¡Lo que tenía
que humillarse, cotidianamente,
por unas monedas con que
mantener a su familia! Y
para colmo su hija reprochándole
por la vida cómoda
que disfrutaban (él,
ella, todos).
Vos tuviste una vida facilitada
por el privilegio, los vínculos
sociales, el contacto con
el poder, que siempre esquilmó
al país cuando a
Lucía le daba un
ataque de conciencia social
había que aguantarla.
A vos, por derecho de aristocracia,
siempre te promovieron,
ahora ya no tenés
horario ni deberes, hacés
lo que querés cuando
querés, sólo
falta que te traigan el
sueldo a casa. Me muero
de vergüenza; un día
de éstos me voy,
sola, al norte.
No es para tanto, y de todos
modos no voy a sentirme
culpable de mi buena fortuna,
llegue de donde llegue Olegario
se defendía sin convicción.
De todos modos su hija en
algo tenía razón,
ya tendría que estar
trabajando.
Se dio una ducha rápida,
sin afeitada, se peinó
tirante para atrás
con abundante gomina, se
vistió ropa deportiva
de marca. Tomó la
mochila de trabajo (algo
abultada), a la que agregó
unos cigarros cubanos y
una petaca de whisky, besó
a su familia y salió.
En la galería de
Av. de Mayo entró
al baño público
del subsuelo (el “salón
de lustrar” estaba,
a esa hora, siempre vacío),
extrajo de uno de los armarios
metálicos (que abrió
con su llave) la bolsa de
arpillera y se encerró
en uno de los cubículos.
Extrajo de la bolsa el mameluco
y las alpargatas roñosas.
Se cambió, se cepilló
el pelo para todos lados
hasta dejarlo como un manojo
de pasto salvaje.
Ya casi estaba, faltaba
la cosmética final:
se quitó la dentadura
postiza (sólo la
superior), que guardó
en su estuche, en la mochila.
Se puso los anteojos viejos,
patillas sostenidas con
piolín. Se refregó
la cara con la manga del
mameluco. Quedó sucio,
rotoso, una miseria. Eso,
perfecto.
Guardó meticulosamente
su ropa sport, junto con
los mocasines envueltos
en polietileno, en la mochila,
que guardó en el
armario. La llave (el llavero,
también con las llaves
de casa), los documentos
y la plata, fueron al cinturón
de seguridad que llevaba
pegado al cuerpo. Los cigarros
y la petaca, a un bolsillo
del mameluco.
Salió a la calle
por Rivadavia, arrastrando
los pies, encorvado, la
bolsa a la espalda, farfullando
súplicas, macerando
odios.
En la iglesia siempre sacaba
algo, además de sermones
laicos. Las viejitas le
reprochaban el olor. Una
lo llevó, hace un
tiempo, a su casa, donde
lo obligó a bañarse
y perfumarse, mientras ella
lavaba, planchaba y zurcía
mameluco y medias. Una lástima,
parecía un laburante
común, pobre pero
indigno de ayuda. Eso sí,
comió bien, que ni
en casa, pero pasó
una semana sin conseguir
limosna.
Los odiaba a todos, les
odiaba todo, su superioridad,
su presunta inmunidad. Parecía
tan miserable que nadie
lo pensaba recuperable.
Nadie lo imaginaba, en algún
momento, normal, un cualquiera
de ellos. No se cae tan
bajo, lo tenía en
los genes, es un miserable
puro, estuvo arriba porque
le tocó; y así
le fue.
Camina las calles pidiendo,
maldiciendo, suplicando,
insultando, en su jerga
ininteligible.. Pero él
fue, alguna vez, un cualquiera
de ellos. Y de éxito.
“Señor Aguerrí”.
Pero le cayó encima
la moderna terminología:
devaluación, racionalización,
marginalidad, desocupación.
De “señor Aguerrí”
pasó a “Aguerrí”,
“Ud.”, “Che”,
“Oiga”. En la
calle, pero orgulloso, no
compartía las ollas
populares ni las reuniones
de los centenares de desocupados
como él, que recorrían
la que había sido
su zona. Era un “ex
señor”. A veces
hasta ellos caen, últimamente.
Por no volver a casa antes
de hora, que no se enteren,
caminaba las calles, dormitaba
en las plazas, en los zaguanes.
Se fue consumiendo la indemnización,
comenzó a consumir
limosnas, que increíble-
fueron engrosando a medida
que perfeccionaba el papel.
Me ascendieron, mis amigos
tomaron la manija decía
para justificar sus mayores
ingresos, mientras Lucía
imprecaba “este país
se va a la mierda”.
Lo tuvo que decir varias
veces.
Hoy es un profesional. Odiando,
pidiendo, farfullando, pocos
lo superan.
Oiga, viejo le dice el cartonero,
empujando la carretilla.
Si me ayuda le paso unos
pesos. El muchacho le ofrece
una mano.
Naazias, Nuedo respondió,
sin cortesía- ¿Volver
a trabajar, ahora?¿Y
qué hizo, durante
décadas, antes de
que la sociedad lo escupiera?¿Qué
amigos, qué vínculos,
si siempre tuvo que romperse,
e inclinarse a un costado
del camino- al paso del
depredador de turno?¿Y
ahora, qué está
haciendo? Él se recicló
sólo. Es su empresa,
no se la van a cerrar.
El chico se encoge de hombros.
Lo saluda y sigue revisando
tachos.
Aguerrí, arrastrando
odio y bolsa, se encamina
al bajo, bancos, cambio,
empresas internacionales.
Pero si ahora es un empresario
exitoso, ¿por qué
el rencor? Porque los envidia.
Lo humilla no ser un cualquiera,
flotando, tragando agua
en el oleaje de los vaivenes
económicos, de las
manipulaciones políticas,
de los manoseos de los líderes
de turno. No son nada, pero
él es menos que nada.
Dicen que vos fuiste, una
vez, ejecutivo, capaz que
con mayor jerarquía
que yo ahora Ironizaban,
pero no mucho; les provocaba
algo así como una
sensación de vacío
futuro, el destino, la mala
suerte. El whisky y los
cigarros, que ofrecía
a poderosos al paso, le
cimentaron fama de “miserable
de nivel ejecutivo”,
protegido tal vez por ex
compañeros de las
alturas.
Le daban limosna como ofrenda
a un santo, para exorcizar
la mufa. Era entonces cuando
los insultaba profusamente,
en voz alta, total, no entendían
nada, creían que
era una oración de
buenos augurios.
Pero ya, aunque la suerte
lo reubicara de prepo, no
podría volver a ser
un cualquiera exitoso, maleable
y flexible. Ya tiene odio
en los huesos, en la sangre.
Mejor seguir siendo un menos
que nada, rencor al aire.
Entra a la galería,
por Rivadavia. Ya anochece.
El único lustrabotas,
sentado en uno de los puestos,
lo saluda. No comenta, no
pregunta, la vida es compleja.
Se limpia someramente, se
pone la dentadura, se cambia
la ropa, se peina a la gomina,
se echa colonia. Reubica
llavero, documentos y dinero
(reserva y “recaudación
del día”, abundante).
Guarda todo. Al despedirse
del lustrabotas le deja
unas monedas, lo usual.
Se saludan hasta mañana.
En la juguetería
de la esquina compra un
monito de felpa, envuelto
para regalo; tiene razón,
Lucía, el perro le
está rompiendo todos
los muñecos. Camina
unas cuadras, en zigzag,
y para un taxi.
Al abrir la puerta de casa
ya lo recibe Gozila, a los
saltos.
Te traje una víctima,
toda patas y brazos, y con
cola le dice mientras le
entrega el paquete.
Saluda a su familia, mientras
les dice:
Vengo cansado pero hice
un buen negocio, nos vamos
el fin de semana a la costa.
Carlos Adalberto
Fernández
Revista
El Abasto, n° 100, julio,
2008.