A
continuación un cuento,
con gran influencia borgiana,
del nuevo libro de Carlos
Adalberto Fernández*...
Las intrusas
En
memoria a Jorge Luis Borges
Los
hermanos Sandoval, Ramón
y Martiniano, vivían
en Balvanera, en los fondos
de un galpón que
usaban como depósito
de repuestos de maquinarias.
A la muerte de sus padres
se hicieron cargo del negocio,
sin descuidos ni desatenciones,
y sin quitar tampoco mucho
tiempo de sus tareas habituales:
la noche, las mujeres, las
pendencias.
Parcos,
sin ser huraños,
distribuían su tiempo
entre la actividad obligada;
atender el galpón,
y sus afecciones de putañeros
y pendencieros, ambas ejercitadas
sin excesos, adecuadas a
su condición de animales
jóvenes.
No compartían ni
se comentaban sus andanzas,
pero todos sabían
que enfrentarse con uno
llevaba a encararse con
el otro.
Frecuentaban
el prostíbulo de
la Colorada, llamada así
no por el color de su cabello
sino porque, dicen, alguna
vez la vieron ruborizarse
intensamente, nadie sabe
cuando ni por qué.
Una pupila nueva, Deolinda,
atraía por demás
a Ramón, que pasaba
mucho tiempo en el burdel,
descuidando algo el depósito.
Algunas indirectas de Martiniano
originaron en los últimos
escarceos duelísticos
algunas aproximaciones peligrosas
de los cuchillos.
Una mañana
Ramón salió
temprano. La noche anterior
no había salido.
Volvió al mediodía,
con una mujer y una valija.
“Ésta es Deolinda”,
dijo. “Se queda conmigo”.
Agregó.
Deolinda no perturbaba,
hacía sus tareas
en silencio, casi no trataba
con Martiniano.
Era joven, activa, carnosa.
Paulatinamente
la relación entre
los hermanos se estaba poniendo
tirante. Las opiniones adversas
se expresaban principalmente
clavando el cuchillo en
la mesa. Era evidente que
la presencia de Deolinda
perturbaba a Martiniano.
Esa tarde
Deolinda se despidió
con un “Ahora vuelvo”.
La mirada interrogante de
Martiniano no pudo evitarla;
motivó de Ramón
un “Fue a hacer un
trámite”.
Volvió Deolinda,
con otra mujer y una valija.
“Se llama Elvira”,
dijo. “Es mi hermana,
viene a hacerme compañía”.
Ramón agregó.
Si te interesa...
Elvira durmió unos
días en la cocina.
Al tercer día Martiniano
le dijo: “Agarrá
tus cosas y venite a mi
pieza”.
La situación
se había estabilizado,
pero los Sandoval eran jóvenes
y codiciosos. Cada uno curioseaba
la relación del otro.
Ese día
las hermanas secretearon
seguido, lejos de los hombres.
A la noche Elvira, después
de lavar los platos, parada
en la puerta de la pieza
de Ramón, dijo: “Con
permiso, si no le molesta”.
Luego de una pausa agregó,
“la Deolinda va para
lo de don Martiniano”.
Ramón la miró,
hizo una pausa larga. “Vení,
acostate” decidió.
Y masculló, entre
inquieto y complacido: “Pucha
con las intrusas, ya tomaron
la manija”.
El cambio
de pareja se volvió
una práctica frecuente.
Las ocasiones eran siempre
decisión de las mujeres,
sin siquiera comentario
de los hombres. Sólo
una vez Ramón, incorregible,
preguntó si no tenían
otra hermana.
La muerte
de Deolinda, una infección
sorpresiva, fulminante,
si bien sentida por todos,
fue pausadamente asimilada.
Elvira alternaba entre las
camas, en ocasiones durante
la misma noche. Vivían
en familia.
La pendencia
con los Linares -familia
de guapos de cuidado- venía
de lejos. Frecuentemente
se encontraban, delegando
en el cuchillo la resolución
del problema. Había
sangre, pero hasta ahora
no hubo nadie a quién
enterrar.
Un sobrino de los Linares,
llegado hacía poco
al barrio, quiso levantar
su cotización en
la familia. Una noche de
tormentosas borracheras
desafió a Ramón.
Inexperto y arriesgado,
una ominosa hoja en el pecho
le reprobó el examen
y lo mandó al cementerio.
Ramón envainó
el cuchillo, saludó
a los presentes y se encaminó
a la casa. La humedad de
los pastos, o algún
presentimiento, hicieron
estremecer a Ramón.
Los Linares lo alcanzaron
cruzando el baldío.
Entre varios lo desangraron
por todo el cuerpo. El grito
final, “¡A la
puta, que me matan!”,
avisó a Elvira, que
terminó de despertar
a Martiniano.
El combate fue infernal
y desigual. Los Linares,
con zarpazos de jauría,
se lanzaban sobre las últimas
energías de Martiniano.
Elvira, leona arrebatada,
finalizó el duelo
con el revólver que
había traído
en su valija. Como en un
cuerpo a cuerpo, clavaba
un balazo sobre quien alcanzaba
con el caño del arma.
Un silencio de noche asustada
corrió el telón.
Ya era tarde para Martiniano.
Elvira lavó
y vistió los cuerpos,
los acompañó
a la fosa, los despidió,
volvió a la casa,
guardó las pertenencias
de sus hombres, y se acostó
a dormir en una cama que
llevó a la cocina.
De permanente
negro, mirada enclaustrada,
siguió ocupándose
de los intereses de la familia.
No estaba muerta, sólo
sin perspectivas ni ambiciones.
Cuando algún
comedido le indicó
que con su juventud y energía
todavía podía
tener esperanzas de una
nueva familia, exclamó:
“¡Por favor!
¿Dónde voy
a encontrar dos maridos
como ellos?”
* Carlos Adalberto Fernández
fue uno de los ganadores
del II concurso literario
de la revista El Abasto,
titualdo: "Pecados
Capitales".
Revista
El Abasto, n° 102, septiembre
2008