Bolivianos,
xenofobia y agricultura
A
principios del 2000, la
revista La primera
dio muestra de su calidad
periodística publicando
un artículo contra
los latinoamericanos pobres
que “invadían”
la Argentina. Exhibía
en su tapa la foto de un
rostro “boliviano”,
que resultó estar
trucada: le habían
“birlado” un
diente para darle un aspecto
más desagradable
del logrado. La “calidad”
de dicha revista quedó
despejada: una falta de
honestidad periodística
absoluta, impulsada por
un sentimiento que enceguece
y envenena: el racismo.
Muy poco después,
y a lo largo de casi todo
el año pasado, se
produjeron decenas de asaltos
y atentados gravísimos
contra quinteros, todos
ellos bolivianos que viven
y trabajan la tierra alrededor
del Gran Buenos Aires. Nutren
así de alimentos
a una megalópolis
de 14 millones de habitantes
que sin el aprovisionamiento
cotidiano y permanente de
los frutos del trabajo de
esos bolivianos difícilmente
sobreviviría. Los
ataques se caracterizaron
por una ferocidad no habitual,
que incluyó amenazas,
golpes, torturas con aparatos
-una técnica no habitual
entre delincuentes-, palizas,
robos, violaciones y en
dos casos al menos, la orgía
de violencia y sangre terminó
en asesinatos.
Se desarticuló lo
que se publicitó
era una “banda”
de más o menos una
decena de malhechores y
sin embargo, los atracos,
las violencias y torturas
prosiguieron. Con lo cual
se demostró que la
oleada de abuso y muerte
contra trabajadores rurales
bolivianos no era el fruto
de un único grupo
de “locos”,
sino que respondía
a un modus operandi. A mediados
del año pasado, informes
de prensa computaban 79
de estas inmundas agresiones.
La detención de una
segunda “banda”
bajó tanto el ritmo
de atracos como para poder
incorporar los siguientes
dentro de la estadística
cotidiana de horrores que
no sólo acaecen a
bolivianos sino también
a argentinos y a la población
en general.
Así llegamos al 2001.
En enero, la empresa de
Trenes Metropolitanos Roca,
TMR, que cubre los servicios
del sur de Buenos Aires
informa del hallazgo en
las vías de dos cadáveres
que resultaron ser de una
madre joven, 20 años,
boliviana, y su bebe de
10 meses. Que califica de
“desgraciado accidente”.
Pero un hombre sale al cruce
de tan peinada versión.
Un argentino, esposo de
boliviana, que se presenta
como testigo de una escena
alucinante: una madre joven
con su hijito a cuestas
y que con alguno de sus
múltiples atados
y bolsos roza a otro pasajero
en el vagón de un
tren es increpada por éste.
La madrecita calla. Pero
los improperios suben de
tono. De nada sirve que
el testigo, precisamente,
procure apaciguar la situación
recordando que es una “señora
con un bebe”, porque
entonces se suman otros
increpando a la mujer y
al ocasional defensor tratado
de “vendepatria”.
El guarda que tripula el
vagón, y se acerca
al oír el griterío,
sin más trámite
le echa la culpa a “los
bolivianos” y se retira
presto. Y el testigo declara
que oyó como uno
de los increpantes le decía
a otro: “-Uy, la puta
que te parió, ¡la
empujaste!”.
Entre la versión
de la empresa y la del testigo
hay algunos datos que hacen
sospechar de la primera:
1) La tardanza con que se
produjo. Generalmente, los
accidentes, cuando son verdaderos,
se publicitan de inmediato.
Incluso hasta para deslindar
responsabilidades. Una sospechosa
tardanza para que todo el
asunto haya tomado estado
público no se explica
si no es porque algo quedó
“tapado”.
2) Otro dato hace todavía
más improbable la
versión empresaria
y totalmente veraz la del
testigo: como la comunidad
boliviana no ha podido quedarse
impávida ante semejantes
hechos, la hermana de la
asesinada y otros bolivianos
se han presentado ante la
empresa y en otras instancias
reclamando el esclarecimiento
de la tragedia. Y aquí
está la prueba del
asesinato doble: han sido
amenazados, procurando amedrentarlos,
anónimamente. En
el caso del testigo, la
empresa ha procurado sobornarlo:
otra prueba del comportamiento
dúplice y cómplice
con el racismo de los titulares
de los ferrocarriles privatizados.
En resumen: en Argentina
existe al día de
hoy toda una red apoyada
en un sector de población,
en instituciones oficiales
y en empresas particulares
que fogonean, subsidian
u ocultan el racismo dirigido
contra bolivianos (aunque
no solamente).
Ese racismo, como en general
todo racismo, es cobarde.
Porque elige deliberadamente
un “enemigo”
chico. Golpeable. En este
caso se trata de un puñado
de seres humanos provenientes
de uno de los países
más empobrecidos
de la tierra. Un racismo
comodón. Un comportamiento
racista dirigido contra
uno de los sectores de población
que más trabaja en
la Argentina. Los bolsos
que tantas bolivianas llevan
en los trenes no son de
“shopping”.
Un trabajo, el de muchos
bolivianos en Buenos Aires,
vinculado con la tierra,
con los alimentos, que usufructúan
buena parte de parásitos
que no son bolivianos precisamente,
que cada día despotrican
contra “bolitas, paraguas
y perucas”. Hablan
mucho de “invasión”
pero no de la verdadera
invasión que sufre
la Argentina. El país
está vendido y vaciado
pero no por la presencia
boliviana, precisamente,
sino por otros extranjeros
(y argentinos). Hablan de
vendepatrias pero encubren
a los verdaderos vendedores,
a precio vil, de los bienes
nacionales.
Al parecer, el afán
de imitar al modelo con
el cual se siguen las relaciones
carnales está llevando
a algunos argentinos a fabricar
su propia versión
de Ku-Klux-Klan: en lugar
de hacerlo con afronegros,
como en EE.UU., con nativoamericanos,
que ya sufrieron versiones
criollas de KKK, como la
“Conquista del Desierto”.
Porque no nos engañemos:
los “bolitas”
son indios o parecen tales
y el racismo es contra tales.
Que muchos racistas lleven
sangre de una abuela india
en sus venas no hace sino
más penosa y ridícula
su actitud, pero no más
disculpable.
Luis.
E. Sabini Fernández
Revista
El Abasto n° 26, agosto
2001.