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La cultura que estamos perdiendo

Una investigación llevada a cabo hace unos veinte años, cuyos resultados se publicaron en la prensa sueca de entonces, reveló que existe una relación inversamente proporcional entre las dimensiones de la empresa que produce alimentos y la calidad de los mismos.
Un aspecto particularmente interesante era que la calidad de los alimentos disminuía, no sólo a medida que aumentaba el tamaño de la empresa sino a medida que ésta se dedicaba a más rubros, a menudo de muy diverso carácter, como es el caso con las empresas multidisciplinarias, los grandes consorcios transnacionales que producen minicomponentes, cámaras de neumáticos, alimentos enlatados y textiles, por ejemplo.
Algo que se advertía en este último caso era la tendencia de la empresa a hacer uso de insumos comunes, forzando la calidad. Es decir, si la empresa produce o procesa, por ejemplo, un aglomerante, va a tratar de usarlo en la mermelada y en almohadillas para asientos.
No hace falta mucha imaginación para entrever los ahorros más nefastos.
Dicha investigación revelaba que los mejores quesos eran producidos por queserías que no se dedicaban a otra cosa, o que los mejores vinos procedían de bodegas a su vez dedicadas exclusivamente a su rubro.
Esta investigación revelaba que el mundo va en sentido equivocado. No es facilitando los ahorros empresariales que la humanidad vive mejor. En rigor, lo que estamos presenciando y cada década lo muestra más claramente que la anterior, es que las empresas gozan cada vez de más ventajas (impositivas, mediáticas, políticas) y que la calidad de vida de la gente no sólo no aumenta a la par sino que en rigor, retrocede.
Cada vez sabemos menos lo que comemos, por ejemplo.
Pero la cultura dominante nos ha ofrecido todo en “escaparate de lujo”, aunque después en los hechos sean sólo algunos los que lo consigan. Y para remate, nos vamos enterando que muchos productos del “escaparate de lujo” no tienen las bondades que nos imaginábamos.
Nos ofrecieron envases de plástico más cómodos que los de vidrio. Pero no nos dijeron que los de vidrio no contaminan y los de plástico sí (y que contaminan nada menos que lo que comemos).
Los hogares fueron hasta casi los de nuestros abuelos, lugares productivos. Lugares donde se cocinaba, se hacían conservas, se hacían refrescos, se reparaban prendas. Ahora dependemos en todo de lo que producen las empresas y el hogar se ha hecho meramente consumidor. Pero resulta que las conservas caseras tienen mejor sabor y calidad que las compradas, que los jugos caseros eran de fruta y los refrescos comprados no tienen jugo (o tienen un 10%) y en todo caso son estimulados con la planta de coca, que a gatas les dejan mascar a los pueblos que la producen, pero que sí es debidamente procesada para alegrarnos o refrescarnos “la vida”.
Los microemprendimientos pueden tener una potencialidad de calidad de la cual carece, en general lo producido en grandes escalas. Por supuesto, no se trata de idealizar nada ni de dar recetas “salvadoras”. Los microemprendimientos son también asiento de la arbitrariedad y la estafa. Todos los veteranos debemos recordar que la eliminación del “lechero del barrio” (el del tambo) sustituido por el reparto de leche envasada (empresaria) fue un alivio, para terminar con la famosa leche “bendecida”.
Los microemprendimientos pueden también ser el asiento de la superexplotación. Porque los trabajadores pudimos empezar a defendernos cuando éramos muchos: cuando en una unidad económica trabaja un patrón (o dos o tres) y uno (o dos) asalariados/as, no hay forma de resistir el abuso, y esa empresa puede resultar el asiento de una explotación repudiable.
Pero si reconocemos las desventajas o los vicios, y vamos aprendiendo a enfrentarlos, tenemos que ser conscientes de las ventajas que nos ofrece el trabajo y la producción en pequeña escala: una mayor responsabilidad por lo producido, un mejor conocimiento de lo que se tiene entre manos, la posibilidad de sentir algo por el producto, con el que uno ha convivido del principio al fin. Todo en las antípodas del trabajo masivo, en serie, despersonalizado.
Algunos de esos rasgos favorables, alentadores, son los que El Abasto ha procurado rastrear en este número. Que todo sea para aprender a vivir mejor.

Luis E. Sabini Fernández

Revista El Abasto, n°43, marzo 2003.


 
 

 

 

 

 

 

 

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