Un escultor
con mayúscula
Juan Carlos Ferraro
Fue para mí una maravillosa
e inolvidable vivencia,
conocer el taller del escultor
y medallista Juan C. Ferraro.
Héroes y santos,
militares y músicos,
cantores y poetas; todos
están allí.
En piedra, mármol
o yeso, como en un grave
y exacto conciliábulo,
parecen estar decidiendo
trascendentales leyes y
doctrinas, en ese inmenso
taller -el más grande
de Sudamérica, según
el escultor- visitado por
contingentes de alumnos
y turistas.
Enumerar las exposiciones,
los premios, las distinciones,
las condecoraciones, los
lugares dentro y fuera del
país, que poseen
obras suyas y los cargos
que ha desempeñado
en instituciones culturales,
demandaría un espacio
tan extenso que ocuparía
toda la revista. Cabe agregar
que algunas de sus obras
fueron divulgadas en estampillas
del Correo Argentino y en
billetes de la Lotería
Nacional.
Fue mi curiosidad la que
me impulsó a conocer
al escultor y a su obra,
porque me informaron que
allí se encontraba
una notable estatua de Carlos
Gardel. La información
era exacta, cuando me encontré
frente a esta imponente
obra de 2,55 metros de altura,
no pude reprimir una honda
emoción: sentí
que ésa era la obra
que realmente merece el
zorzal criollo.
No fue necesaria ninguna
pregunta, porque Ferraro
adivinando mi pensamiento
me informa con resignada
tristeza: “la Academia
Porteña del Lunfardo,
por intermedio del entonces
presidente y su secretario,
estuvieron en trato conmigo,
vieron la estatua y afirmaron
que era igual a Gardel en
la película “Melodía
de arrabal” y que
ésa sería
la obra para homenajearlo.
Averiguaron el costo de
la fundición, salía
75.000 pesos en ese momento.
Y a partir de allí,
nunca más tuve noticia.
Hasta que un día
me entero por La Nación
que la obra la estaba realizando
otro escultor. Nunca recibí
explicación o justificación
por parte de la Academia
ni de ninguna persona”.
Le pido su opinión
sobre el monumento emplazado
en el Abasto y me responde,
mesurada y discretamente:
“para ser un buen
estatuario, es necesario
tener la experiencia de
haber trabajado con grandes
escultores; yo tuve el privilegio
de trabajar en el taller
de Luis Perlotti”.
Le agradezco a Juan Carlos
Ferraro, un verdadero prócer
del arte escultórico,
su amabilidad y bohemia;
y a su señora, también
escultora, su cordial café
y comienzo a caminar por
el apacible barrio, mientras
mascullo interiormente algunas
preguntas: ¿le habrá
parecido mucho dinero a
la Academia Porteña
del Lunfardo? ¿fue
imposible recaudarlos? ¿no
apareció ningún
auspiciante para el más
grande de los mitos argentinos?
¿no hubiese sido
preferible, postergar el
homenaje? ¿tuvimos
que esperar más de
60 años y al final
emplazamos un Gardel “trucho”?,
por supuesto más
barato. No espero ninguna
respuesta a mis peguntas.
P.C.
Revista El Abasto, n°
48, agosto 2003.