El
peligro acecha
Adela y
Aurora, hermanas, ambas
octogenarias, viven en un
amplio departamento del
segundo piso de uno de los
antiguos edificios que quedan
en el barrio del Abasto.
Lo
estrenaron sus abuelos,
allá por 1910, y
ellas tienen como misión
fundamental en la vida garantizar
que la única descendiente
directa herede los valores
familiares representados
por este hogar con todos
sus objetos.
Adela
quedó soltera, Aurora
enviudó hace muchos
años. Ningún
acontecimiento de la vida
les hizo abandonar este
domicilio, verdadero templo
familiar, prolijamente conservado
y cuidado por sus moradoras.
Florencia
es la primorosa sobrina;
eterna adolescente; hija
de la tercera hermana; la
menor de ellas; fallecida
en un accidente de tránsito.
Es la destinataria de los
desvelos de ambas tías.
En
el último año
los vecinos más jóvenes
propiciaron la restauración
del frente del edificio,
por cierto ya muy deslucido,
ni Adela ni Aurora pudieron
evitarlo, teniendo que soportar
los múltiples miedos
que se les despertaron.
Tantos extraños en
el edificio las llenaron
de desconfianza.
Y
ni que hablar de la inseguridad
en el barrio y la ciudad,
que tan bien conocen, más
por los noticieros y otro
poco por las referencias
de los proveedores de la
zona donde hacen sus compras.
He
aquí que la restauración
requirió rodear el
edificio de andamios para
posibilitar el trabajo en
alturas. Los temores de
Adela y Aurora crecieron,
porque se les hizo presente
“el hombre araña”
que trepando por los andamios
podría invadirlas
a través de las dos
aberturas que dan a la calle,
tan bien adornadas con cortinas
y malvones, con persianas
pero sin rejas de seguridad,
porque jamás le cambiarían
el estilo señorial
de origen a la casa.
Largos
devaneos y discusiones sobre
cómo resguardarse
del temido asalto: turnarse
para vigilar ambas ventanas,
contratar alguna cuidadora
de confianza; hasta surgió
la ocurrencia de sacar de
una vitrina la brillante
escopeta que utilizaba en
sus excursiones de caza
uno de los bisabuelos, pero
no se pusieron de acuerdo,
a Adela le daba más
temor que tranquilidad.
En
tanto, transcurría
el segundo día de
estar rodeadas por los andamios
y las telas que los recubren,
tan negros como la negrura
de ánimo que sentían
las moradoras.
Esa
noche, alrededor de las
23 horas, despidieron a
Florencia que había
compartido la cena amablemente,
alegrando la velada con
sus relatos de un reciente
viaje de estudios y las
expectativas de independizarse,
que alegran a la par que
atemorizan a sus tías,
que preferirían un
proyecto de vida más
acorde con las tradiciones
familiares.
La
despidieron apenas ella
tomó su cartera y
el abrigo, sin llegar a
la puerta, no era necesario
porque Florencia tiene llaves.
Sin dejar de comentarle
que era la hora en que el
vecino sale a dar la última
vuelta con su doberman.
Era
prioritario volver a vigilar
las ventanas. Aurora y Adela
tenían pensado descansar
en un sofá de cada
una de las salas que dan
a la calle, tratando de
repartir así la tarea.
A organizar así la
noche se aprestaban.
En
no más de 5 minutos,
la noche fue atravesada
por gritos desgarradores,
mezclados con ladridos y
aullidos.
Adela
cayó desplomada sobre
la mesa ratona del pasillo
de entrada, mientras un
inmenso perro negro le retenía
la pierna derecha con su
poderosa dentadura, comenzando
a sangrar profusamente,
y Aurora desesperada por
ayudar a su hermana recibía
golpes de las patas traseras
del animal. Este soltó
la pierna para darle mordiscos
descomunales a diestra y
siniestra a ambas presas
humanas. En estado de pánico
no podían más
que gritar. Gritos, gemidos,
aullidos, ruidos metálicos
y de vidrios se mezclaban
en un concierto infernal.
Florencia
no escuchó nada,
ya estaba en la calle y
alejada. Solamente se asomó
el joven vecino, dueño
del perro, quien se vio
conminado a un salvataje
múltiple. Ambas vecinas
en situación física
y emocional catastrófica
y la voraz mascota totalmente
descontrolada.
Dos
vecinos de otro piso llegaron
corriendo y atinaron a llamar
a la policía y a
la emergencia médica.
El joven crispado, intentó
controlar a su perro y contener
el pánico que le
generó la situación,
sin éxito. Su perro
no le obedeció, había
enloquecido. Policías
y médicos de emergencia
se hicieron cargo del rescate
de las víctimas;
acorralaron al perro reduciéndolo
a prisión, y sacaron
a ambas hermanas en sendas
camillas.
Nadie
entendía nada de
lo sucedido. Sólo
cuando en el hospital ambas
víctimas eran atendidas
por el equipo de guardia,
un policía interrogó
al único testigo
del hecho: el dueño
del doberman. Con voz entrecortada
y llorosa confesó
que se encontraron con Florencia
cuando ella salía
del departamento de sus
tías, hacía
mucho que no se veían,
entusiastamente se saludaron,
bajaron la escalera. Y al
despedirla en la puerta
de calle, se le soltó
la cadena que sujetaba al
perro, que escapó
escalera arriba. Preguntó
el policía ¿Y
la puerta abierta?
-- No sé... no sé.
Pudo ser una distracción
de la romántica Florencia.
¿O quizá la
curiosidad de las tías?
Las
calles vacías y tranquilas,
las telas negras flameando
suavemente sobre los andamios.
Florencia
con el teléfono desconectado...
Adela y Aurora en Terapia
Intensiva...
Susana
Ragatke
Tercer premio en el III
concurso literario sobre
cuentos de terror.
Revista El Abasto, n°
94, diciembre, 2007.