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Derretimientos polares, pérdida de ozono, calentamiento global…

Complejización técnica y crisis del sentido común

Las sociedades humanas, siguiendo la configuración de los desarrollos técnicos que en los últimos siglos se han ido procesando en Occidente, han ido adquiriendo una mayor complejidad cada vez.
Argentina está inmersa en ese modelo o mejor dicho en ese sistema de vida y circulación económica y cultural.
     Las sociedades que llamamos tradicionales, con economías de producción artesanal permitían que sus miembros y habitantes aprendieran y tuvieran discernimiento sobre los ciclos naturales y los ciclos económicos. La circulación de bienes, por ejemplo, permitía la recuperación prácticamente de todo lo que se usaba, y todos agradecidos porque precisamente el despliegue energético de tales sociedades era escaso y el despilfarro en todo caso quedaba limitado a las cúpulas pequeñas, socialmente aisladas de jerarcas religiosos, políticos o militares.
     Tales sociedades estaban por cierto sumidas, plagadas de errores, ignorancias y supersticiones. Pero tales falencias provenían más bien de sus estructuras políticas y de sus creencias ideológicas.
Campesinos, zapateros, toneleros, conocían la materia prima con que trabajaban, sabían de dónde provenía, cómo tratarla.
El desarrollo industrial introdujo de modo cada vez más pronunciado la especialización. Que ha ido significando por un lado la pérdida de sentido en la actividad laboral; ¿qué puede entender quien por ejemplo procesa una separación de metales o colores a través de un dispositivo mecánico o electrónico, con los cuales, en otra etapa del proceso industrial, tal vez hasta en otra fábrica, se hará un artefacto o se pintarán telas o se procesarán tintas para imprenta?
    La pérdida de conocimiento sobre la producción propiamente dicha implica el debilitamiento del sentido común. Si uno hace o trajina con cosas que no capta o no entiende ni sabe para qué sirven, uno pierde pie en las referencias culturales.
    La tendencia ante ese debilitamiento del conocimiento general y del sentido común aplicado se suele resolver mediante prótesis culturales. En primer lugar, la televisión, que nos “enseña” cómo vivir y movernos en una sociedad cada vez más cruzada por pautas desconocidas.
     Pero la televisión como agente cultural es bastante problemática, por no decir francamente tóxica. Por empezar, porque introduce una falsedad básica: nos muestra como realidad un recorte de lo real. Y el primer peligro es que quien mira la sociedad a través de los mensajes televisivos, va a tender a confundir ese recorte, ese recortecito, a menudo minúsculo y arbitrario, con la realidad propiamente dicha. El poder de la imagen es fuerte, persuasivo, contagioso.
    La especialización, dijimos, debilita el sentido común.
Y la complejización tecnológica, nos aleja todavía más de aquella forma de conocimiento directo, anclado en lo real.
    Para compensar esas dificultades, la vía podría ser un desarrollo o profundización del discernimiento que podemos ir haciendo, produciendo, mediante la educación y la cultura. Pero sabemos que si algo está en crisis en la sociedad moderna, es la educación. Y ya vimos que la cultura corre gran peligro si sigue manifestándose a través de los circuitos mediáticos y la televisión. Que en lugar de ayudarnos a discernir, nos estimula a consumir y a seguir las pautas masivas, que siempre se nos presentan, claro está, como “lo especial que te estaba esperando a vos”, o como “lo que vos estabas justamente necesitando”.
     Un ejemplo prístino es nuestra visión, y nuestra conducta, con los desechos de la sociedad actual. En un momento los dueños del poder aumentaron su tasa de ganancia mediante desarrollos tecnológicos que permitieron pasar de los alimentos a granel a los envasados, del reciclado permanente y generalizado al olvido y la indiferencia por lo gastado. Descubrieron en una palabra que tratar a los desechos irrespetuosamente, como algo despreciable, era rentable.
     Y se dedicaron a expandir ese modelo de consumo. Con enorme éxito; más y más gente se alegraba de poder consumir sin remendar, sin preocuparse por los envases vacíos, sin tener que pensar en vender los diarios viejos, sin pensar en recuperar metales. “Use y tire” fue la consigna. Todo nuevo y flamante, y casi flamante tirarlo, porque el nuevo modelito así lo exige. En Argentina esto así, se desarrolla casi sólo en partes de la capital, en countries y enclaves. Pero en algunos países “desarrollados” (subdesarrollantes) es el pan nuestro de cada día.
    Para facilitar ese estilo de vida, se asignaron enormes espacios a alojar allí los restos de una sociedad orgullosa de su éxito material.
La nueva modalidad, que los sociólogos denominan “consumismo” creó un formidable problema: la montaña creciente de residuos. El único punto al parecer visible desde la Luna, aunque Armstrong y sus acompañantes por alguna razón no lo registraron, no sería la Gran Muralla China, como se creyó durante añares, sino el basurero de la ciudad de Nueva York.
    La acumulación de residuos, que en realidad es más bien la difusión de residuos por todo el planeta, porque los desechos están en la tierra pero también en los ríos, en los mares, en el aire, ha ido creando toda una serie de problemas encadenados al consumismo y algunos muy graves, es decir capaces de matar. Por empezar, sustrajo a la tierra fértil todo el humus que se conseguía tradicionalmente con el estiércol y los residuos orgánicos. ¿Cómo puede la tierra seguir dándonos sus frutos, si por ejemplo el Área Metropolitana de Buenos Aires, con la capital y la veintena de partidos aledaños, sustraen entre cinco mil y diez mil toneladas diarias, ¡diarias!, de materia orgánica sólo bajo la forma de residuos alimentarios y orgánicos, restos de comida, cáscaras de fruta, ramajes, de los desechos sólidos cotidianos? Mediante el volcado a los suelos de material químico de reposición de los elementos y nutrientes que se van con las cosechas.
     La montaña de basura es un negocio redondo para los grandes laboratorios, por ejemplo.
     Y para la petroquímica. Que fue el recurso mágico para invadir todo el planeta con bolsitas de plástico, por ejemplo. El detalle técnico de que no eran biodegradables, de que las tortugas marinas iban a morir intoxicadas porque las confundían con medusas, de que sus partículas plásticas reducidas hasta perderse de vista iban a ser deglutidas junto con alimentos y que alojándose en tejidos de los animales iban a producir diversos daños, en particular cáncer, todo eso no fue ni siquiera entrevisto. La fiesta “tecno” estaba en marcha y nadie la iba a aguar con vaticinios de advertencia.
     Y uno se puede preguntar cómo podía la humanidad vérselas con sustancias no biodegradables si hasta hace apenas un siglo siempre trajinó con sustancias biodegradables. Duras o blandas, alimenticias o tóxicas, el hombre se las veía con sustancias naturales (al margen de algunos que siempre han insistido en relacionarse con sustancias sobrenaturales, pero ése es otro asunto). Tanto era así, que cuando se inventan, porque no se descubren, se inventan los plásticos, ese atributo de no poder biodegradarse no se conocía en la lengua de los humanos, y se inventó el vocablo compuesto de la no-biodegradabilidad.
    Y a los humanos nos ha pasado como a las tortugas. No poder, no saber lidiar con los nuevos desarrollos tecnológicos. Así como nos han vendido las transmisiones televisivas como si fueran documentales de la vida cotidiana, así nos han vendido el consumismo como una forma cómoda de estar en el mundo.
¿Pero alguien podía pensar seriamente que gastar en pañales descartables, no biodegradables todo un camión por bebito se podía hacer impunente? ¿Pero alguien podía pensar un instante que arrojar cada día a la vereda una bolsa con todo tipo de cosas, bien entreveradas, podía ser algo “bueno”? Si alguien “creía” en semejantes soluciones, el grado de estupidización al que llegamos es bastante preocupante.
    Claro que la solución cómoda funcionó, pero a condición que algunos otros empiecen a “pagar” esa fiesta. Los grandes medios económicos que han impulsado estas modernizaciones que van destrozando el aire, el agua, la tierra, el planeta, aliados con los respectivos núcleos técnicos, políticos, comunicacionales, han decidido, por lo visto, deliberadamente o no, poco nos importa, que el gasto lo vayan empezando a pagar los pobres del planeta lo cual no es nada nuevo pero también, los hijos y nietos.
    Será la primera vez en la historia de las familias humanas que en lugar de facilitarle la vida a nuestros descendientes, se la estaremos dificultando. ¡Y de qué manera!

Luis E. Sabini Fernández
[email protected]

Revista El Abasto, n° 95, enero/febrero, 2008.





 

 
 

 
 
 

 

 

 

 

 

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