Era solamente
un pibe cuando cargaba el
carro en el Mercado de Abasto
y luego hacía su
recorrido por los barrios
de la zona sur para vender
frutas y verduras.
El
turquito
Trabajé
en relación con el
Mercado de forma independiente
desde 1943, a los 13 años,
hasta los 16 cuando se pusieron
en huelga los quinteros
y no me daba para mantener
la yegua, el corralón.
Empecé
a los doce con un carrito
a mano. Yo iba y venía
con Palito, Juan Carlos
Paletti, y después
repartía con el carrito.
Me fui haciendo un mango
hasta que un frutero una
vez dejó de vender
y le dije: “Antonio,
te compro la yegua y el
carro” y el tano me
dijo que sí, porque
él también
me había enseñado
el oficio. También
respondió Palito
como garante, “si
no te paga el pibe te pago
yo”. Y en tres meses
le pagué todo, porque
en aquel tiempo se ganaba
guita y no valían
tanto los animales y el
carro. Valía el corralón
donde había que mantener
la yegua y darle de comer,
alfalfa, pasto fresco, pasto
seco, avena, a veces maíz,
había que mantenerla.
A veces se rompía
una llanta y había
que restaurarla. Esas cositas,
que salían guita.
La
atmósfera en torno
al Mercado
Llegaba a
las tres de la mañana,
cuando entraban los mayoristas
por el pasaje que hoy es
Carlitos Gardel. Apenas
llegaba atracaba el carro
con la yegua, la bañaba
le ponía el muchacho1,
para que descansara la yegua
y le pedía al tano
en un puestito dentro del
mercado un sándwich
de matambre con un cacho
de pan francés. Después
me pasaba a enfrente, al
bar del Progreso, donde
se reunían los puesteros,
vendedores, fruteros y decían
“ahí viene
el Turquito” entraba
y decía “hola,
muchachos, ¿qué
tal? Vamos, el vasito de
vino”. Era chiquito
pero ya tomaba vino. Me
morfaba el sándwich
que era repicante, me tomaba
el sova de novi y después
me decían “bueno,
turquito, arriba”
y me subían arriba
de una mesa y como a mí
me gustaba cantar entonaba
“Mi Buenos Aires querido”,
“Volver”, los
tangos que me pedían
los muchachos. Los puesteros
eran todos grandes, habían
tanos, árabes, éramos
una mezcla. Después
nos íbamos a comprar
la merca. Uno por un lado
otro por otro, por ahí
íbamos tres o cuatro,
yo era el pibe, y veíamos
los invernaderos de banana
en los sótanos. Elegíamos
los cachos de banana.
Mirábamos
las pencas, a ver cuantas
tenía. Si eran verdes
era un precio, si eran muy
maduras, pintonas, eran
más barato. Muchas
veces comprábamos
el lote. Después
lo repartíamos entre
los que lo comprábamos.
La banana verde capaz que
salía, es un decir,
10 guitas la docena y nosotros
la vendíamos a veinte,
veinticinco, es un decir.
La pintona la teníamos
que reventar en seguida
porque era tan madura que
la teníamos que vender
enseguida. Después
de repartir la fruta, como
yo no podía cargar
porque era un pibe de trece,
catorce años, llamaba
a los changadores y me lo
dejaban en el carro. Ellos
te cobraban en aquel entonces
diez por bulto cargado y
cinco guitas por cajón
vacío. A veces comprábamos
jaula, ¡qué
iba yo a cargar una jaula!
los cajones de uva sí.
Entonces dejaban la carga,
tantos bultos tanta plata.
Y nadie te afanaba nada.
Vos dejabas el carro con
mercadería, seguías
metiéndote adentro
por más mercadería,
mayormente fruta, éramos
fruteros. Mucha verdura
no vendía.
La
ronda con el carro
Después de la compra
salíamos. A veces
el carro se levantaba por
la carga, y yo me tenía
que sentar en el pescante,
para hacerle contrapeso
a la yegua. Una vez un tano
me decía “no
te va salir esa yegua”.
“Vas a ver que va
a salir, tano”. “Ma´
no me tutease”, me
decía que no lo tuteara.
Y yo a todos los tuteaba.
Entonces había otros
muchachos que decían
“que el turquito la
va a sacar”, “que
a la Chola la saca”.
“Ma´ que va
a sacar, ma´ que te
querés jugare que
no la sacás”.
“Yo te juego, jugamos
la comida, para cinco”.
Y yo ya me había
avivado. El tránsito
era por la izquierda, y
como había media
cuneta en los cordones la
yegua se encajaba y yo le
sacaba el tiro izquierdo
para que trabaje de un solo
lado. El tano: “Ma´
que te va salir”.
Y dando la curva para la
izquierda así salía,
le cambiaba los tiros y
terminaba de salir. Y el
tano debía el morfi.
Después
encarrilaba para casa, había
mercadería de primera
y de segunda, le ponía
un precio dependiendo de
su valor. Y salía
a vender. Tenía mi
clientela, mí recorrido.
Un día por Pepirí,
frente al Hospital La Sardá,
por ahí vivía,
Palito, el que me había
enseñado a vender
a mí, el que me hizo
en la calle, en el Mercado.
Y bueno, yo llevaba banana,
el carro lleno de cachos
de bananas pintonas. Y cuando
iba con el carro pegaba
cada grito: “fruteeeero,
vamos doña María”
o doña Flora o doña
Elisa. Tenía unos
trece catorce años.
Llego a la casa de una tana,
doña María,
que era muy buena clienta.
Le gustaba la mercadería
buena. Y yo la chorreaba
a veces, la chorreaba en
la uva, le manipulaba la
balanza pilón. Cuando
pedía dos kilos capaz
que le terminaba dando un
kilo cuatrocientos y le
decía “tome
doña María,
va esto de yapa y le agregaba
un racimito”, “gracia,
hijo” me decía
sin saber que la estaba
chorreando. Era pibe. Hoy
tenés que estar atento
a la balanza también.
Llego ahí, “a
ver doña María,
que llegó el Turquito,
a ver doña maría,
que no hay banana
como la mía”.
Y se me armó una
podrida, la tana salió
con la escoba, me entró
a correr a escobazos y yo
decía si estaba loca,
no entendía qué
había echo. Me corría
alrededor del carro y la
yegua. Dejé todo
en banda. “¿pero
está loca le decía,
qué le hice? “Asqueroso,
sin vergüenza”,
me decía, “te
voy a matare, te voy a cortare
el cogote”. “Asqueroso,
no te quiero ver nunca más”.
Y zafé. Me subí
rápidamente al carro
y le dije, rajemos Chola,
y empezó a caminar.
Me agarró un cagazo
bárbaro. Ahí
nomás habían
unos vecinos que vieron
y me preguntaron que le
había hecho a la
tana. “Nada, qué
sé yo”. Y así
pasó, seguí
vendiendo y al otro día
fui a cargar al Abasto,
como todos los días.
El sanguchito, el vinito,
a cantar un tanguito y después
a buscar mercadería
en el Mercado. Cargar la
mercadería y a casa.
La
cosa es que volvía
del Abasto, vuelvo para
casa, me tomo un mate cocido.
Vivía con mi vieja
en Grito de Asencio 3459.
Preparé toda la mercadería
y salí a hacer mi
recorrido. Otro recorrido
era de Palito, otro de Mantasí,
otro de Antonio, otro recorrido
era de Pelotita. Sí,
había uno que le
decíamos Pelotita,
porque era chiquito y redondo.
Mi recorrido era por Parque
Patricios. Me encontré
con la mujer de Palito que
era vecina de doña
María, la de la escoba.
Y me dice “hola, turquito,
qué tal?” “Bien,
pero yo ahí no paro.
No escuchó que doña
María me corrió
a escobazos”. “Aha,
también vos...”
“¿Pero, qué
hice?” “Más
bien, qué le dijiste?
Porque vos dijiste algo...”
“No, sé...”
“¿Qué
dijiste de la banana, cómo
gritás, banana buena,
linda?” “Aha,
yo grité ´vino
el frutero, el fruterito,
venga que no hay banana
como la mía´
y ahí me salió
corriendo a escobazos”.
Y es verdad que habían
buenas bananas, cada cacho
de banana. “Ah, por
eso fue”, dijo Chola,
la mujer de Palito, que
se llamaba como mi yegua.
“Ella lo tomó
a mal, creyó que
vos se lo dijiste con picardía”.
“¿Qué
picardía?”
y entré a pensar
y entendí. Pero no
había sido mi intención.
Y se lo expliqué
a Chola. Que verdaderamente
me refería a las
bananas. Entonces ella habló
con doña María,
pero yo tenía un
miedo terrible de que la
tana me vuelva a correr
a escobazos, así
que me puse arriba del carro
como para salir rajando
apenas sale con la escoba.
“Ma´ que quiere
ese sinvergüenza”.
Y Chola le explicó
el malentendido. “Ma´
no me dijiste una porquería”.
“No, no qué
porquería, yo le
dije que no había
más...” y me
callé. “Ma´
no te hagas el porcachún”.
Me pidió que me acerque
yo exigí que muestre
las manos por si no tenía
una escoba detrás.
Había gente que se
había juntado y se
reía. Y ella me dice
“qué dijiste
de la banana?” “Dije
que tenía una banana
pintona, que no había
banana, ¿se lo digo?”
“Sí”
“que no había
banana como la mía,
pero como la que vendía”.
“Bueno está
perdonado, pero nunca más,
¿eh?” “no,
no, seguro que no”.
Y había gente que
se reía y me decía:
“turquito, cantate
la de la banana” Y
yo les decía que
“no había manzanas,
peras, naranjas como la
mía pero que no cantaba
más sobre las bananas”.
Y la recuperé como
cliente. Aunque siempre
mantuve un poco el temor.
Nostalgia
de un tiempo pasado
Era linda
la vida de frutero en el
Abasto, fue lo más
grande que hubo. No había
peleas, no habían
pendencieros. Habían
otros pibes, pero yo ya
me había independizado.
Me crié mucho en
la calle, me avivaron los
fruteros y salí.
Padre y madre buenos, pero
humildes. Con el tiempo
me puse un puesto en Grito
de Asencio y San Francisco,
y se lo dejé atender
a mi hermano, Jacinto. Era
buen tipo, pero no le gustaba
laburar. Yo ya tenía
quince años. Antes
de cumplir los dieciséis
años entendí
que tenía que estudiar
para terminar el sexto grado.
De tarde. Un día
le lleno el puesto y al
otro día había
poca guita, y no quedaba
casi mercadería.
Se fue quedando con la guita.
Después se vino la
huelga de los quinteros.
No había laburo y
yo tenía que mantener
la yegua en el corralón.
Y la huelga duró
como tres meses y mis pequeños
ahorros se me fueron, me
fundí! Tuve que vender
la yegua y el carro. Y me
fui de peón de un
frutero, iba también
al Abasto, pero ya no era
como antes cuando era independiente.
Un día me cansé
y me di a trabajar a una
fundición. Me dolía,
extrañaba la fruta,
la yegua. Sabés lo
que me hacía la Chola,
le daba una ciruela o durazno
y le decía “dame
el carozo” y ella
relinchaba un poco y me
lo daba en la mano. Si no
se lo pedía se lo
tragaba. Era muy noble,
aunque un poco floja de
mano y algo asustadiza.
Para
mi la época del Abasto
fue grandiosa, ¡el
Abasto, viejo, inmortal,
como Carlos Gardel!
1 Palo sobre el que se
apoyaba una vara del carro.
Anécdotas
de
"El Turco"
Ismael Súcari.
Transcirpto por Rafael Sabini
Revista El Abasto,
n° 34, mayo 2002.