El
mundo empresarial ahorra su
dinero en contestadores automáticos
que no sirven salvo para quitarnos
el tiempo a los usuarios consumidores...
Fechorías
telefónicas
La modernización se
nos presenta siempre como
una mejora de nuestras condiciones
de vida. Ya sea que nos enriquece
a todos, directa o indirectamente,
ya sea que nos hace la vida
más llevadera o como
se dice ahora, que aumenta
nuestra calidad de vida.
Llama la atención empero,
que el mundo jamás
haya tenido tanta gente con
hambre y en pésimas
condiciones de trabajo y de
vida como en nuestra época,
con lo cual podemos empezar
a sospechar que la modernización
tal vez favorezca a algunos
pero no nos enriquece a todos.
Incluso empobrece a algunos
otros.
Basta ver los cordones urbanos
de las ciudades argentinas
para darnos cuenta.
Pero,
¿y la calidad de vida?
Tomemos
un ejemplo de una modernización
que se ha implantado con bombos
y platillos: la supresión
de los servicios de atención
telefónica por telefonistas,
por voz viva, humana, y su
suplantación por el
régimen de contestación
con cintas grabadas.
En
primer lugar, el mundo empresario
que la promueve, tiene ganada
la batalla cultural, es decir,
el común de la gente,
como usted lector, o yo, la
acepta como “expresión
de los tiempos”, “piqueta
fatal del progreso”
o como guste llamarla, pero
en todos los casos, como algo
inevitable, un peldaño
superior en nuestras sociedades,
etcétera.
Las
cintas grabadas siempre presentan
su servicio como una forma
mejor de atención al
público, que ahora
tiene a su disposición
un verdadera canasta de ofertas
u oportunidades.
Generalmente,
por la ley de Murphy, cuando
uno no tiene más remedio
que llamar a un servicio público
tanto a manos del estado como
de empresas particulares,
o cuando tiene que llamar
porque una compra efectuada
ha presentado un inconveniente,
o llamar a un aeropuerto porque
un telefonazo le anuncia un
cambio de horario, o alguna
otra razón inesperada,
toda la “canasta de
ofertas” no suele servir
para nada y uno escucha la
letanía; si quiere
comprar disque 1, si quiere
comprar financiado disque
2... si quiere ofrecer sus
servicios disque 8, sin encontrar
exactamente el dígito
que encarará su necesidad.
Entretanto,
sin embargo, salvo en los
casos de algunos cero 800
gratis, habrán pasado
unos cuantos segundos o algunos
minutos que no sólo
ha perdido al santo botón
sino que habrá pagado
religiosamente un servicio
que usted ni pidió
ni le sirve.
La
vida de una sociedad es (afortunadamente)
mucho más compleja
de lo que una lista de posibilidades
en una cinta grabada ofrece,
por más larga y presuntuosa
que sea.
Voy
a otro caso, absolutamente
concreto: he querido contactarme
telefónicamente con
una radioemisora que, como
tantas otras, no aparece en
los tomos de guía,
una AM, de las menores. He
llamado al 110 y no he podido
responder claramente al punto
1 que pregunta dónde
está el abonado, y
he contestado “En capital
o la provincia de Buenos Aires”.
He respondido sí claramente
al punto dos que pregunta
por el nombre del presunto
abonado o su razón
social: he dicho el nombre
completo y el número
de AM.
Pues
bien: en tres intentos sucesivos
he logrado que doña
cinta grabada me propusiera
“tomar nota” de
un número que, discado,
otra cinta grabada me “informara”
que es inexistente; un número
totalmente distinto en el
segundo intento que resultó
ser de un “tocayo”
pero no AM sino una empresa
dedicada a remises o taxis
(radio-llamados), y en un
tercer intento, otro número
igualmente fallado, de una
sorprendida abonada.
Pero
en ningún momento me
pude poner en contacto con
una voz viva del servicio
110, y en consecuencia tampoco
pude hacer contacto con la
radio que me interesaba. Todo
eso significó un cuarto
de hora, de mi tiempo (frustrado).
¿Por
qué el mundo empresario
adoptó el sistema de
cintas grabadas para atender
al público? Porque
aparecieron sistemas, programas
digitales que permiten construir
a los contestadores automáticos
que son más baratos.
En resumen, ahorraron costos.
De paso, anunciaron “mejoras”
en el servicio.
Con
el sistema de contestadores
automáticos, el consultante
pierde mucho más tiempo
que antes para acceder a lo
que le interesa, si es que
accede y no naufraga, como
en mi ejemplo con la radio.
¿Quién
“paga” el tiempo
de espera de cada llamada,
mientras la cinta grabada
recorre su larga procesión
de secciones, departamentos,
servicios y conexiones? Paga
Dios. O Usted, que a los efectos
del mundo empresario es lo
mismo.
Los
tiempos perdidos pertenecen
a la masa de público
que de a uno, va “tragando”
esas esperas a veces insensatas,
a menudo irritantes.
Si
una sociedad se estimara a
sí misma, la pérdida
individual de minutos pero
que en toda la sociedad constituye
miles y miles de horas, sería
inadmisible.
Y
las organizaciones públicas
o privadas tendrían
que ofrecer un servicio que
preserve ese tiempo dilapidado.
Que es como el de las colas.
(Hay colas inevitables, cuando
se producen concentraciones
de demanda en un horario,
por ejemplo. Pero en el caso
de las conexiones telefónicas
estamos hablando de colas
evitables.)
La cuenta que hay que hacer
es cuál es el ahorro
más importante: ¿el
de los sueldos que suprimieron
las empresas estableciendo
los sistemas de contestación
automática o el del
tiempo perdido por miles y
miles de usuarios (a razón
de minutos e incluso horas
de cada uno)? Sin haber hecho
el cálculo, me atrevo
a suponer y sostener que el
valor del tiempo perdido por
los usuarios (que es toda
la sociedad, a grandes rasgos)
siempre es, por unidad de
tiempo, ya sea día
o mes, mucho mayor que el
costo de puestos de trabajo
dedicados a atender las demandas
del público con personal
humano.
Obsevemos
de paso, un detalle de la
estrategia de los que tienen
el capital y el poder para
decidir estos cambios. El
mismo mundo empresario, el
de los bancos, las finanzas
y los servicios, ha realizado
enormes campañas para
explicarnos la importancia
de la atención personalizada.
En general, los “avances”
hacia una atención
personalizada se limitan a
ofrecer el nombre de pila
al iniciar un contacto y demandar
el del cliente (si ya no lo
tiene en los formularios).
Sin embargo, aunque solo fuere
eso, la atención personalizada
permite que el usuario, cuando
dude, cuando se retire y quiera
volver sobre sus pasos, cuando
llegue a su casa o a su almohada
y quiere preguntar algo más,
pueda al menos saber a quién
dirigirse en primer término.
El
sistema de contestador automático
es la más crasa negación
de la atención personalizada.
Es la contestación
tipo, uniforme, en cuatro
o seis opciones para los miles
de clientes que suelen tener
miles de preguntas distintas:
si uno llama a quien le instaló
el tanque de agua porque una
granizada le rompió
los respiraderos, no le va
a alcanzar que le digan que
hay repuestos en una lista
de puestos de venta, porque
va a querer saber si necesita
una herramienta especial,
por ejemplo. Y si uno llama
a una empresa de navegación
porque el pasaje se le vence
en veintitrés días
y no lo puede/quiere usar
antes tampoco le sirve la
lista de horarios (numeral
1) o la de tarifas (numeral
2), o la de tarjetas de crédito
(numeral 3) o la de conexiones
con hoteles (numeral 4), y
así sucesivamente...
Las
empresas en Argentina pueden
estar tranquilas: el tiempo
de la gente no vale nada y
bien pueden apostar tranquilamente
a ahorrar sueldos externalizando
esas pérdidas de tiempo,
cargadas sobre las espaldas
de desocupados, amas de casa,
jóvenes sin trabajo,
y de última sobre las
de todos nosotros, que seguimos
todavía pensando que
“la razón siempre
la tiene el de más
guita”.
La
única pregunta que
yo me hago es hasta cuándo.
Si
en algún momento aprenderemos
a hacernos respetar un poco
más.
Luis
E. Sabini Fernández
[email protected]
Revista El Abasto,
n° 83, diciembre 2006.
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