Adivina,
adivinador…
Un
capo di mafia que por estar
investido como presidente
de la república –cargo
ganado con una cantidad
mayoritaria de votos (50,1%;
nunca se supo si los votantes
alcanzaron esa mayoría
absoluta o si los contantes
se conformaron con esos
guarismos y no quisieron
seguir fraguando)–
tiene mucha impunidad en
el fuero judicial.
Recibe
de pronto una demanda ante
un episodio muy escabroso
de fuga de divisas, robos
calificados de material
de seguridad del estado,
venta dolosa de armas violando
acuerdos firmados por el
estado, explosión
deliberada para borrar huellas
y como remate de la operación,
el saldo de siete muertos.
Las
investigaciones empezaron
a ponerse muy pesadas y
un fiscal toma las riendas
del caso y procesa al susodicho.
El
presidente mafioso es así
detenido en una cómoda
casaquinta de otro capitoste
de la cúpula que
encabeza. Y pasa allí
algunas semanas hasta que
el juez se da por derrotado
porque no hay forma de juntar
pruebas suficientes y fehacientes.
Por lo menos, con las del
fiscal, no alcanzan.
El
mafioso presidenciado es
liberado con honores y festejos
y retorna a sus labores
habituales.
Pasa
el tiempo y el presidente
ya ha cedido democráticamente
su puesto.
Y
los molinos de la justicia
siguen moviendo sus lentísimas
aspas. Hay más datos
y aportes, y pruebas cada
vez más decisiva
sobre aquel infame juego
de la mosqueta con armas,
tratados, explosiones y
muertos.
Pero,
claro, el sacrosanto principio
de que nadie puede ser juzgado
dos veces por el mismo delito
está vigente. Como
un claro freno contra todo
despotismo judicial.
Y
el expresi, el mafioso más
o menos ex, nunca se sabe,
seguirá libre porque
ya no puede ser otra vez
enjuiciado.
Aquel
fiscal, ¿qué
es? ¿Osado, diligente,
“haciendo punta”
con el caso… o un
mero aplicador del viejo
dicho “hecha la ley,
hecha la trampa”?
L.E.S.F.
Bs. As. 8 de noviembre de
2007