Amorío
pasajero
“Usted
es un simplón sentimental,
No ve a las mujeres como son
realmente"
George Bernard Shaw
Dos cuadras antes había
comenzado a gotear y los relámpagos
y el tronar lejano nada bueno
presagiaban. Apuró el
paso no queriendo mojar su traje
estrenado pocos días
antes. De pronto, las gotas
dispersas se transformaron en
un diluvio que lo obligó
a correr para refugiarse en
la entrada del primer local
que encontró. Aguardó
un rato esperando que la tormenta
se calmara y así poder
llegar a la cercana boca del
subterráneo, pero un
fuerte viento se unió
a la lluvia. Ante la situación,
Ernesto decidió entrar
y esperar que el mal tiempo
se tomara un descanso.
Sentado en la penumbra la vio
acodada en la barra del bar
con un vaso largo en la mano
y levantando de a ratos la cabeza
para lanzar grandes bocanadas
de humo. El largo cabello suelto
le cubría la espalda
y llegaba hasta la fina cintura.
A través de la tenue
tela negra de su vestido se
adivinaban sus blancas y tentadoras
nalgas en una indiscutible evidencia
de la ausencia de ropa interior.
Ernesto esperaba impaciente
un giro de la cabeza para poder
apreciar lo que hasta ahora
sólo imaginaba. Siguió
observándola ansioso
pero con extrañeza, dado
el curioso comportamiento de
los otros parroquianos del bar
que, al pasar por detrás
de la chica (¿era una
joven o una mujer madura con
buen cuerpo?), le palmeaban
las asentaderas. Impaciente,
siguió esperando a que
cambiara de posición.
Largo rato después ella
giró su cuerpo sobre
el taburete y se mostró
de perfil. Sí... Así
la había imaginado; joven,
rubia, hermosa, con largas y
bellas piernas enfundadas en
medias negras caladas. Parte
del cabello también le
cubría el pecho. Con
un gesto desenfadado al pedir
al barman otra copa, Ernesto
sintió palpitar el corazón
con fuerza al tiempo que la
respiración se le agitaba,
ya que entre las guedejas del
pelo asomaron los pechos coronados
por rozados pezones. Creyó
que soñaba. Nunca había
visto ni experimentado algo
igual. La sensación bajaba
por su vientre y se revolvíó
en la butaca mientras se secaba
la cara con el pañuelo.
Sabía que no podría
abordarla y que la perdería,
pero aún así cavilaba
sobre la posibilidad de averiguar
su nombre y dirección.
En eso estaba cuando el fornido
barman inclinándose sobre
la barra tomó a la mujer
por debajo de los brazos y la
sentó sobre el mostrador.
Sus hábiles manos abrieron
la breve falda mostrando las
abiertas piernas y ofreciendo
al público las exquisiteces
de la rubia. Comenzó
entonces una subasta para comprarla.
La cifra más alta ofrecida
fue la de un morocho de pelo
motoso quien, quitándose
la ropa, trepó al mostrador
para gozar de la pieza recién
adquirida.
Ernesto se mordía los
labios y se estrujaba los dedos
al ver el espectáculo
tremendamente lascivo. La hermosa
rubia se había transformado
en una arrastrada inmunda. Decidió
abandonar el sitio. Al salir
a la calle vio que ya no llovía.
Se detuvo un rato en la vereda
para recomponer su ánimo.
Sobre su cabeza un gran letrero
con la leyenda
- V E N U S -
CINE PORNO -
proclamaba una luminaria invitación.
Enrique
R. Fernández Anderson
Participó del II Concurso
Literario (2005) de la revista
El Abasto,
Pecados Capitales. Concursó
en Lujuria.
Publicado en El Abasto n°72,
diciembre 2005.
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