La repugnante
lujuria
Crimen,
castigo y redención
del pobre Juan
(Edificante
folletín con moraleja
y final feliz)
Lo mimaron
demasiado de chico a Juan.
Por lo que fuere, su padre
siempre complació
todos sus caprichos. Una
exclusiva mucama, Mara –elegida
por su mamá–,
se esmeraba por la pulcritud
de su cuarto de soltero.
Antes
de cumplir sus dieciocho
añitos, ya Juan tenía
un yate amarrado en San
Isidro. Además, contaba
con un espléndido
bulín frente al Abasto,
barrio cuna de taitas y
compadritos. Allí,
en ese cotorro, Juan tenía
sus encuentros amorosos
a montones. Pero, cierto
día prestó
más atención
que de costumbre a su discreta
y diligente mucama. Notó
que era muy bonita, y que
su joven cuerpo cimbreaba
como un junco al desplazarse
sigilosamente por la casa.
Pero la muchacha se negó
terminantemente a todo trato
que se apartara de sus tareas
domésticas. Juan
se sentía atrapado
por esa criatura, que huía
suavemente, pero con cruel
desamor e indiferencia ante
sus súplicas de amor.
Tanta frialdad y apatía
de Marinha, multiplicó
el deseo, ya morboso de
Juan, hasta que un día,
con vehemencia incontenible,
afiebrado por su apasionado
enamoramiento, Juan quebró
de un manotazo la dulce
flor de la rama que graciosamente
–en su magín–
se le ofrecía.
Mara,
entonces, decidió
abandonar la casa de su
desgracia. Sólo dejó
escrito que su vida, a partir
de ese momento, tendría
otro destino. Iba a tomar
los hábitos. Que
no se intentara conocer
su nueva morada.
Juan,
sin poder resignarse por
la pérdida de su
apasionado amor, tomó
súbita consciencia
de que para nada le serviría
el dinero y, sobre todo,
que de nada le serviría
la vida si perdía
a su amada.
Juan mucho reflexionó,
y decidió, también,
ingresar en un seminario.
Juan fue a confesarse y,
de paso, consultar al Padre
Petrus. Fue así,
a través de esa consulta,
cómo afortunadamente
a tiempo advirtió
el sacerdote el estado calamitoso
en que se encontraba el
torturado muchacho.
Su
aspecto era terrible. Cuatro
días sin probar bocado,
permitiéndose sólo
mojar sus labios con un
pañuelo embebido
en agua, produjeron el colapso:
Juan cayó desvanecido
en brazos del bondadoso
Padre Petrus, y entró
en un estado de anemia comatosa
aguda con complicaciones
broncopulmonares.
Cuando
Juan, todavía convaleciente,
entreabrió los ojos
en el lecho del sanatorio,
tuvo una visión que
lo sobrecogió. Comenzó
a pensar que esa visión
era el resultado de las
plegarias que el Padrecito
Petrus rezara por él.
Veía,
aun en la penumbra, a la
Virgen María en todo
su esplendor, sentada en
el borde de la cama, mirándolo
con angelical sonrisa mientras
lo tomaba suavemente de
la muñeca. Mucho
le costó comprender
que, en realidad le tomaban
el pulso, y disociar la
imagen de la Virgen con
el rostro encendido por
una pura sonrisa que le
prodigaba Sor Terezinha
del Niño Jesús,
la hermanita de caridad
que, casi permanentemente,
velaba su inconsciencia
desde que lo internaran.
A
la noche no pudo dormir.
Una vitalidad desconocida
se apoderó de todo
su ser y temblaba, pero
no ya de debilidad sino
de alborozo al sentirse
vivo y tomar consciencia
de su juventud y vigor.
Mucha gente cuidaba de su
restablecimiento, entre
ellas, y no en menor grado,
Sor Terezinha, lo cual acrecentaba
sus deseos de curarse. De
pronto, una figura furtiva
se deslizó por la
habitación, se sentó
al borde del lecho, casi
imperceptiblemente, y apoyó
la palma de su suave mano
sobre su frente. El delicioso
perfume que emanaba aquella
mano lo transportó
en un éxtasis embriagador.
¡Era Sor Terezinha,
la fiel samaritana que no
abandonaba a un ser sufriente!
Juan creyó enloquecer;
su pulso se aceleró
desordenadamente; sintió
que los latidos de su corazón
retumbaban en las paredes
del umbrío y solitario
cuarto, tanto resonaban
en sus sienes. ¡La
amorosa Sor Terezinha! ¡Su
ángel de la guarda!
Tomó, en un arrebato,
con sus dos manos, la fraternal
mano bienhechora y se la
llevó a su boca y
la fue cubriendo de besos
de agradecimiento y fervor.
Sor Terezinha –tomada
de improviso por tan brutal
impulso– cayó
sobre él sofocando
un grito de sorpresa y estupor.
Los labios agradecidos de
Juan recorrieron la frente,
los pómulos, la boca
de Terezinha con creciente
frenesí, y la buena
monja correspondía
a tanta muestra de afecto
con ternura y devoción.
Juan
se sobresaltó al
percibir un dulce cosquilleo
que se producía en
su renovado cuerpo y así
se unieron aquellos cuerpos
jóvenes y anhelantes.
Una
vez que Juan fue dado de
alta en la clínica,
Terezinha abandonó
los hábitos y, ¡oh,
divina casualidad! se comprobó
que Terezinha del Niño
Jesús no era otra
que la simpática
Mara, para hacer obra de
bien.
Como
es de rigor en estos casos,
se prometieron matrimonio
y se desearon amor eterno.
Y así, Juan, halló
la vida, que rogó
al Altísimo se la
concediera con tanta felicidad
por los siglos de los siglos,
amén.
Bonifacio
Passalacqua
Cuento de Pecados Capitales,
II Concurso Literario de
la revista El Abasto.
Revista El Abasto, n°
91, septiembre, 2007.