Sobre
el reinado del “dinero
plástico”
La dictadura del capital
financiero
Es indudable
que estamos viviendo y sufriendo
un equívoco proceso
de tentaciones y comodidades
por un lado y de uniformación
cultural, alimentaria, consumidora,
y de pérdida creciente
de autonomía por
el otro. Justamente esa
pérdida, la heteronomía,
reina porque la gente es
seducida por las comodidades,
“el comfort de la
vida moderna”.
Tomemos
el ejemplo de las tarjetas
(de crédito y débito).
La moneda fue un dispositivo
económico-financiero
que simplificó extraordinariamente
la circulación de
mercancía mediante
trueque, y el dinero, símbolo
de la moneda, fue a su vez
una nueva simplificación
que alivianó extraordinariamente
las operaciones.
Claro
que la economía se
ha ido caracterizando cada
vez más por procesos
inflacionarios y que éstos
carcomen la representación
del dinero, algo que se
legalizó cuando los
billetes perdieron convertibilidad
(en EE.UU., por ejemplo,
eso fue, en la década
del 70).
Pero
así y todo, el dinero
siguió siendo el
santo y seña de las
transacciones. Y su portador
lo llevaba y lo traía
siguiendo exactamente su
comportamiento económico:
si quería comprar
lo hacía con sus
billetes. El portador no
sufría ninguna restricción
sobre su uso, salvo la del
mismo monto de su propiedad:
un desocupado debía
estirar un billete de cien
pesos durante un mes, digamos,
y un ricachón gastaba
ese mismo billete en un
almuerzo. Pero todos los
miembros de la sociedad,
allá a mediados del
siglo XX, disponían
siempre del 100% de sus
ahorros, su salario, su
capital. Si un agente exterior
a este titular hubiese intentado
administrar esos fondos,
lo habríamos sentido
una usurpación en
la mínima esfera
con que, al menos teóricamente,
cuenta cada uno.
El
capital financiero y sus
agentes por excelencia,
los bancos, fueron dándose
cuenta de la enorme rentabilidad
que significaba pasar a
administrarle el dinero,
los sueldos, los ahorros,
a veces mínimos,
las jubilaciones, a menudo
míseras, a la masa
poblacional. Administrando
fondos de mil o miles de
pesos a millones ganaban
lo mismo o más que
administrando millones a
algunos miles. No iban a
abandonar por eso la función
tradicional, se trataba
únicamente de “ampliar
los giros”.
La tarjeta de crédito,
luego la de débito,
fueron las armas del capital
financiero para empezar
a disponer de los dineros
que antes administraba cada
uno.
Como
jamás tuve una tarjeta
de crédito y no me
he dedicado a conocer su
mecanismo, sólo señalaré
que conozco el tendal de
deudores que deja, sobre
todo entre novatos, que
se engolosinan con la disponibilidad
(a menudo sin precedentes)
de fondos y gastan ignorando
los consejos de A. Ferrer
por encima de sus propios
recursos, para luego, durante
dos o tres años,
privarse de todo para desentramparse
de un crédito expoliador
(60, 70% de interés
anual, lo que se considera
popularmente usura, pero
que no es punible porque
se la “explicita”
escondiéndolo en
la “letra chica”).
Las
tarjetas de débito
son instrumentos financieros
mediante los cuales la gente
no recibe directamente su
sueldo o su jubilación,
por ejemplo, sino que el
empleador o la institución
pagadora deposita en un
banco los montos que le
van correspondiendo a un
titular, para que aquél
le vaya cediendo la disponibilidad
de ese dinero, no ya de
acuerdo con el criterio
de que se trata de un ingreso
devengado y pagado y que
por lo tanto el titular
puede hacer lo que quiere
con él. No; intermediarios
que no podrían tener
ninguna capacidad decisoria
sobre los fondos de los
que uno es titular, resuelven
mediante sus propias reglamentaciones,
cómo podemos ir haciéndonos
de los dinerillos.
Por
ejemplo: un empleador le
deposita el sueldo en el
Banco Ciudad a un empleado.
Éste acumula en su
cuenta, por ejemplo, ocho
mil pesos. Lo hace porque
no vive sólo de ese
ingreso, piensa viajar y
de hecho construye un pequeño
ahorro. Cuando va a pagar
los billetes del viaje,
intenta aplicar los ocho
mil pesos, o siete mil quinientos:
no puede porque hay una
norma del Banco Ciudad que
tiene preeminencia sobre
el derecho a disponer del
dinero que se le reconoce
como propio: esa norma estipula
que no se puede retirar
más de cinco mil
pesos por operación
y que no se puede hacer
más de una por día
(no estamos hablando de
montos cuantiosos, el caso
presentado es estrictamente
histórico).
Nos
estuvieron convenciendo
con “el flagelo de
la inseguridad”, de
la ventaja de tener el dinero
en el banco y no en efectivo
(con lo cual los bancos
pasaron a disponer de una
masa de dinero cuantiosa,
sin precedentes). Pero resulta
que ni siquiera cuando uno
lo necesita lo puede retirar.
Porque uno dispone únicamente
de la parte de su dinero
que el banco decide.
Un segundo
ejemplo revela aun más
nítidamente el poderío
financiero, los fuertes
rasgos de una dictadura
financiera.
Mi
caso: desde hace un año
recibo una jubilación
del exterior, un monto que
no llega a mil pesos argentinos.
Hasta fines del 2006 podía
retirar de mi cuenta con
tarjeta de débito,
si tenía el saldo
suficiente, hasta 2000 pesos
por vez. En cajeros automáticos
del Banco Nación
(otros daban 1500 pesos).
Con el cambio de año,
hubo una llamativa unificación
de topes: en todos los bancos
de Buenos Aires no se podía
retirar por vez, más
de 1050 pesos. Uno, con
tontífera inercia,
buscaba a ver si todavía
quedaba algún banco,
algún cajero, que
permitiera extraer algo
más. En vano.
Por
ese entonces, el costo de
la operación en el
banco emisor (en realidad
el banco intermediario entre
el pagador de la jubilación
y yo), también aumentó,
en un 33% el monto de “gastos
bancarios”. En julio
de 2007, otra vez sin aviso,
redujeron los topes de extracción.
En
agosto, mes y medio después,
se reducen, una vez más,
dichos topes.
Hagamos una tablita esclarecedora:
Aum.
Aum.
escalonado acumulado
Oct. 2006 hasta $2 000 gtos.
banc. $12,50 / 0,625 %
Dic. 2006 hasta $1
050 gtos. banc. $12,50 /
1,2 % 92%
92
%
Ene. 2007 hasta $1 050 gtos.
banc. $18,00 / 1,7 % 42
% 172
%
Jul. 2007 hasta $
620 gtos. banc. $18,00
/ 2,9 % 70
% 364
%
Ago 2007 hasta
$ 320 gtos. banc.
$18,00 / 5,6 % 93
%
796 %
En menos
de un año han habido
cuatro aumentos de los costos
financieros. Tomados de
uno en uno, han sido de
un 92%, un 42%, un 70% y
un 93 %. Pero como se trata
de un lapso muy corto, es
más realista acumular
los aumentos sobre la base
inicial y así tenemos
que los costos financieros
han sufrido un aumento de
un 796%. Leyó bien:
prácticamente se
han octuplicado. Y esto
sin la menor información
previa, ni fundamentación
y sin la menor posibilidad
de apelación. Se
trata de medidas draconianas,
absolutamente despóticas.
Que han obviado hasta una
circular “avisando”
de los aumentos o procurando
justificarlos.
Tampoco
sabemos si provienen de
VISA o de los bancos argentinos
(descartamos en el caso
al banco del exterior, que
ha hecho su propio aumento).
Para dictadura y unicatos,
unos maestros: no sabemos
si decir las direcciones
del Bank of Boston con la
cara lavada como Standard,
del HSBC, del Credicoop,
del Ciudad, del BBVA, etcétera,
con políticas perfectamente
afiatadas con las de VISA
por ejemplo, o si debemos
hablar de una coordinación
Standard-HSBC-Credicoop-Ciudad-BBVA-VISA
y demás.
La
igualdad de topes, que se
nos presenta como absoluta,
permite ver el grado de
monopolización alcanzado.
Y lo ridículo que
resulta toda la monserga
ideológica de las
folleterías de empresas
de tarjetas o bancos sobre
el mercado y sus bondades.
La competencia es desde
hace más de un siglo
la que pueda quedar entre
dos o tres quiosqueros o
carniceros de barrio. Lo
demás es monopolio
u oligopolio, que es lo
mismo si lo miramos desde
abajo, desde el “particular”.
La
dictadura financiera, que
instila su veneno paralizante
en silencio y con sordina
no es sino una de las tantas
tramas en que estamos siendo
asfixiados y llevados a
un corralito existencial.
Se podría, deberíamos,
hablar de muchas otras,
como la alimentaria, la
electrónica, la sanitaria.
Queden para otra oportunidad.
Luis
E. Sabini Fernández
[email protected]