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Tapa: "Búlgaro maldito" de Marcia Schvartz.

 


 


 

Sobre el reinado del “dinero plástico”

La dictadura del capital financiero

Es indudable que estamos viviendo y sufriendo un equívoco proceso de tentaciones y comodidades por un lado y de uniformación cultural, alimentaria, consumidora, y de pérdida creciente de autonomía por el otro. Justamente esa pérdida, la heteronomía, reina porque la gente es seducida por las comodidades, “el comfort de la vida moderna”.
      Tomemos el ejemplo de las tarjetas (de crédito y débito). La moneda fue un dispositivo económico-financiero que simplificó extraordinariamente la circulación de mercancía mediante trueque, y el dinero, símbolo de la moneda, fue a su vez una nueva simplificación que alivianó extraordinariamente las operaciones.
      Claro que la economía se ha ido caracterizando cada vez más por procesos inflacionarios y que éstos carcomen la representación del dinero, algo que se legalizó cuando los billetes perdieron convertibilidad (en EE.UU., por ejemplo, eso fue, en la década del 70).
      Pero así y todo, el dinero siguió siendo el santo y seña de las transacciones. Y su portador lo llevaba y lo traía siguiendo exactamente su comportamiento económico: si quería comprar lo hacía con sus billetes. El portador no sufría ninguna restricción sobre su uso, salvo la del mismo monto de su propiedad: un desocupado debía estirar un billete de cien pesos durante un mes, digamos, y un ricachón gastaba ese mismo billete en un almuerzo. Pero todos los miembros de la sociedad, allá a mediados del siglo XX, disponían siempre del 100% de sus ahorros, su salario, su capital. Si un agente exterior a este titular hubiese intentado administrar esos fondos, lo habríamos sentido una usurpación en la mínima esfera con que, al menos teóricamente, cuenta cada uno.
       El capital financiero y sus agentes por excelencia, los bancos, fueron dándose cuenta de la enorme rentabilidad que significaba pasar a administrarle el dinero, los sueldos, los ahorros, a veces mínimos, las jubilaciones, a menudo míseras, a la masa poblacional. Administrando fondos de mil o miles de pesos a millones ganaban lo mismo o más que administrando millones a algunos miles. No iban a abandonar por eso la función tradicional, se trataba únicamente de “ampliar los giros”.
La tarjeta de crédito, luego la de débito, fueron las armas del capital financiero para empezar a disponer de los dineros que antes administraba cada uno.
       Como jamás tuve una tarjeta de crédito y no me he dedicado a conocer su mecanismo, sólo señalaré que conozco el tendal de deudores que deja, sobre todo entre novatos, que se engolosinan con la disponibilidad (a menudo sin precedentes) de fondos y gastan ignorando los consejos de A. Ferrer por encima de sus propios recursos, para luego, durante dos o tres años, privarse de todo para desentramparse de un crédito expoliador (60, 70% de interés anual, lo que se considera popularmente usura, pero que no es punible porque se la “explicita” escondiéndolo en la “letra chica”).
        Las tarjetas de débito son instrumentos financieros mediante los cuales la gente no recibe directamente su sueldo o su jubilación, por ejemplo, sino que el empleador o la institución pagadora deposita en un banco los montos que le van correspondiendo a un titular, para que aquél le vaya cediendo la disponibilidad de ese dinero, no ya de acuerdo con el criterio de que se trata de un ingreso devengado y pagado y que por lo tanto el titular puede hacer lo que quiere con él. No; intermediarios que no podrían tener ninguna capacidad decisoria sobre los fondos de los que uno es titular, resuelven mediante sus propias reglamentaciones, cómo podemos ir haciéndonos de los dinerillos.
       Por ejemplo: un empleador le deposita el sueldo en el Banco Ciudad a un empleado. Éste acumula en su cuenta, por ejemplo, ocho mil pesos. Lo hace porque no vive sólo de ese ingreso, piensa viajar y de hecho construye un pequeño ahorro. Cuando va a pagar los billetes del viaje, intenta aplicar los ocho mil pesos, o siete mil quinientos: no puede porque hay una norma del Banco Ciudad que tiene preeminencia sobre el derecho a disponer del dinero que se le reconoce como propio: esa norma estipula que no se puede retirar más de cinco mil pesos por operación y que no se puede hacer más de una por día (no estamos hablando de montos cuantiosos, el caso presentado es estrictamente histórico).
      Nos estuvieron convenciendo con “el flagelo de la inseguridad”, de la ventaja de tener el dinero en el banco y no en efectivo (con lo cual los bancos pasaron a disponer de una masa de dinero cuantiosa, sin precedentes). Pero resulta que ni siquiera cuando uno lo necesita lo puede retirar. Porque uno dispone únicamente de la parte de su dinero que el banco decide.

Un segundo ejemplo revela aun más nítidamente el poderío financiero, los fuertes rasgos de una dictadura financiera.
     Mi caso: desde hace un año recibo una jubilación del exterior, un monto que no llega a mil pesos argentinos. Hasta fines del 2006 podía retirar de mi cuenta con tarjeta de débito, si tenía el saldo suficiente, hasta 2000 pesos por vez. En cajeros automáticos del Banco Nación (otros daban 1500 pesos). Con el cambio de año, hubo una llamativa unificación de topes: en todos los bancos de Buenos Aires no se podía retirar por vez, más de 1050 pesos. Uno, con tontífera inercia, buscaba a ver si todavía quedaba algún banco, algún cajero, que permitiera extraer algo más. En vano.
      Por ese entonces, el costo de la operación en el banco emisor (en realidad el banco intermediario entre el pagador de la jubilación y yo), también aumentó, en un 33% el monto de “gastos bancarios”. En julio de 2007, otra vez sin aviso, redujeron los topes de extracción.
     En agosto, mes y medio después, se reducen, una vez más, dichos topes.

Hagamos una tablita esclarecedora:
                                                                              Aum.        Aum.
                                                                         escalonado   acumulado
Oct. 2006 hasta $2 000 gtos. banc. $12,50 / 0,625 %
Dic. 2006  hasta $1 050 gtos. banc. $12,50 / 1,2 %      92%           92 %
Ene. 2007 hasta $1 050 gtos. banc. $18,00 / 1,7 %     42 %          172 %
Jul.  2007 hasta  $ 620 gtos.  banc. $18,00 / 2,9 %     70 %          364 %
Ago 2007 hasta   $ 320 gtos.  banc. $18,00 / 5,6 %     93 %         796 %

En menos de un año han habido cuatro aumentos de los costos financieros. Tomados de uno en uno, han sido de un 92%, un 42%, un 70% y un 93 %. Pero como se trata de un lapso muy corto, es más realista acumular los aumentos sobre la base inicial y así tenemos que los costos financieros han sufrido un aumento de un 796%. Leyó bien: prácticamente se han octuplicado. Y esto sin la menor información previa, ni fundamentación y sin la menor posibilidad de apelación. Se trata de medidas draconianas, absolutamente despóticas. Que han obviado hasta una circular “avisando” de los aumentos o procurando justificarlos.
      Tampoco sabemos si provienen de VISA o de los bancos argentinos (descartamos en el caso al banco del exterior, que ha hecho su propio aumento). Para dictadura y unicatos, unos maestros: no sabemos si decir las direcciones del Bank of Boston con la cara lavada como Standard, del HSBC, del Credicoop, del Ciudad, del BBVA, etcétera, con políticas perfectamente afiatadas con las de VISA por ejemplo, o si debemos hablar de una coordinación Standard-HSBC-Credicoop-Ciudad-BBVA-VISA y demás.
      La igualdad de topes, que se nos presenta como absoluta, permite ver el grado de monopolización alcanzado. Y lo ridículo que resulta toda la monserga ideológica de las folleterías de empresas de tarjetas o bancos sobre el mercado y sus bondades. La competencia es desde hace más de un siglo la que pueda quedar entre dos o tres quiosqueros o carniceros de barrio. Lo demás es monopolio u oligopolio, que es lo mismo si lo miramos desde abajo, desde el “particular”.
    La dictadura financiera, que instila su veneno paralizante en silencio y con sordina no es sino una de las tantas tramas en que estamos siendo asfixiados y llevados a un corralito existencial. Se podría, deberíamos, hablar de muchas otras, como la alimentaria, la electrónica, la sanitaria. Queden para otra oportunidad.

Luis E. Sabini Fernández
[email protected]

 

Revista El Abasto, n° 92, octubre 2007

 
 


 

 

 

 

 

 

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