La
situación alimentaria
Como publicación local
que somos, El Abasto,
en cuestión que tanto
atañe a todos los humanos
como la alimentación
nos parece fundamental acercarnos
al tema desde lo más
amplio hasta llegar a nuestras
calles y hogares.
El
planeta
En el mundo se consume cada
vez más de menos productos,
de menos especies entre las
que nos alimentan. Con otras
palabras, la humanidad está
atravesando una pérdida
de biodiversidad alimentaria.
Arrinconando
a la vida rural en todas partes
se van perdiendo los alimentos
locales y se van expandiendo
los alimentos promovidos por
los grandes consorcios dedicados
a esta actividad.
Junto con esta pérdida
alimentaria, la provisión
de alimentos se ha ido haciendo
cada vez más seguras
para las zonas urbanas, provistas
por grandes consorcios.
Estamos
así comiendo con menos
variedad, es decir con menos
calidad, pero más cantidad.
En términos generales.
Porque el planeta tiene casi
mil millones de seres humanos
que pasan hambre, que se acuestan,
como dicen las estadísticas,
con hambre cada noche. Y simultáneamente
la humanidad también
cuenta con una cantidad de
obesos que supera cada vez
más la de hambrientos,
que son los que “incorporan”
(literalmente; meten en el
cuerpo) aquellos dos momentos;
el de menor calidad y el de
mayor cantidad.
La
distribución de hambrientos
y obesos es muy dispar entre
país y país;
los países enriquecidos
como EE.UU. son los que cuentan
con más obesos; los
empobrecidos, como Nigeria
o Bolivia, los que cuentan
con más hambrientos.
Argentina, con tantos niveles
socioeconómicos diferentes
-¿qué tiene
que ver la población
formoseña dispersa
con la que vive en el norte
de la capital federal?- cuenta
lamentablemente con habitantes
afectados por ambos extremos
de la crisis alimentaria,
aunque en proporciones menores
que en muchos otros países.
La
menor calidad alimentaria
está muy relacionada
con la industrialización
y la masificación creciente
de los alimentos. Y estos
momentos están a su
vez muy vinculados con la
urbanización creciente
de la humanidad: la vida urbana
nos aleja de los productos
frescos.
Para
mantenerlos al alcance de
la gente, hay que”estirar”
la frescura por diversos métodos,
algunos aceptables, otros
no (refrigeración,
conservación mediante
agregados químicos,
etcétera).
Argentina
Con una calidad y una disponibilidad
alimentaria muy superior a
la media mundial, el proceso
vivido sobre todo a partir
de los 90, con la desregulación
total del mercado no sólo
alimentario, pero en lo que
nos atañe, del mercado
alimentario, convirtió
al país en el festín
de los grandes laboratorios
que se han incorporado a la
producción de alimentos.
Primero, produciendo agroquímicos
(en la jerga empresaria, “fitomejoradores”,
en la ecologista, “agrotóxicos”:
pocas veces un objeto tiene
por lo menos tres denominaciones
tan opuestas entre sí)
y más adelante semillas
y particularmente semillas
transgénicas. Al punto
que hoy en día la Argentina
es el segundo productor mundial
de alimentos transgénicos
(el primero es EE.UU.).
Sus
entusiastas proclaman, por
ejemplo, que la ingeniería
genética “nos
permite saltar las barreras
de las especies”, con
mucho entusiasmo, como lo
hacen dos “expertos”
en el rubro de visita reciente
en el país, José
Beltrán y Daniel Vidal,
entrevistados en Clarín
(“¿Se vienen
los alimentos frankenstein?”
2/9/2006). Estos “expertos”,
como en general hacen quienes
llevan adelante el arrasamiento
de estructuras económicas
al servicio de “un nuevo
orden”, acusan a los
agricultores orgánicos
de ser quienes frenan “el
desarrollo”, negando
un hecho obvio, que el dinero
de que dispone la industria
de alimentos transgénicos
o genéticamente modificados
es muchísimo más
del que disponen las redes
de productores orgánicos.
En el caso particular, se
refieren a España donde
al parecer los agricultores
orgánicos han ofrecido
resistencia a la generalización
de alimentos “frankenstein”.
No
es el caso en Argentina. Aquí
los productores de semillas
transgénicas se han
movido sin problema y han
logrado incorporar buena parte
de su producción a
la dieta diaria. En las capas
pobres de la población,
mediante la “inteligente”
donación de soja transgénica
a comedores escolares, municipales
y de caridad. En las capas
medias, mediante el agregado
de soja en un alto porcentaje
a las comidas procesadas,
las que generalmente se compran
congeladas o secas: ravioles,
helados, galletitas, incluso
hamburguesas hasta hace poco
de pura carne vacuna. Es que
la soja cuesta muchísimo
menos que todos los alimentos
que sustituye y pudiendo hacerlo
sin que se perciba la diferencia,
se hace. La soja es un relleno
“ideal” por su
escaso sabor propio y porque
se lo puede saborizar fácilmente.
Antes
de la propagación de
alimentos transgénicos,
teníamos ya una serie
de alimentos problemáticos.
El caso tal vez más
notorio, al menos por el tiempo
transcurrrido entre su implantación
y el despertar de un rechazo,
es el de las grasas hidrogenadas.
En 1915 se descubre un proceso
mediante el cual las grasas
se pueden conservar indefinidamente
sin ponerse rancias, mediante
la incorporación de
hidrógeno a su estructura
molecular. En 1985, setenta
años después,
una serie de investigaciones
no dejan ya lugar a dudas:
las grasas hidrogenadas no
son sanas; por el contrario,
contribuyen a la aparición
de diversas enfermedades,
desde las propias del aparato
circulatorio hasta cáncer.
Unas cuantas generaciones
habían pasado sin saberlo
e incluso muchos de entre
ellos muertos sin saberlo
por esas grasas.
Pero
el mundo empresario resiste,
no se resigna a abandonar
el uso de tales grasas que
resultan tan pero tan cómodas
como poco saludables. Si uno
observara detenidamente los
“contenidos” en
aquellos productos en que
uno puede leer esta información,
verificaría de inmediato
que son pocos los que declaran
no tener grasas hidrogenadas
(o “trans”). La
inmensa mayoría nada
dice al respecto y dado “el
escrache” que tales
grasas han sufrido, es fácil
colegir que los que nada dicen
la siguen usando...
Observemos
qué ha pasado con otro
alimento básico: la
leche hace treinta años
no se podía guardar
ni siquiera refrigerada más
de dos-tres días; luego
se cortaba y había
que “aprovecharla”
como requesón, por
ejemplo; hoy en día
la leche “dura”
quince días y si “se
pasa”, el olor a podrido
indica que ya no “se
corta” y erradica todo
intento de hacer ricota o
similar...
No
es de extrañar, entonces,
que ante la pérdida
de frescura de tantos alimentos,
ante la avalancha transgénica
que no parece hecha para mejorar
nuestra alimentación
sino los bolsillos de quienes
la producen, la quimiquización
creciente de muchos otros
para posibilitar su acceso
a través de la circulación
actual de alimentos, surjan
más y más intentos,
proyectos de consumir alimentos
sanos, orgánicos, más
seguros desde el punto de
vista de su composición
y su limpieza nutricional.
Se
trata como de un movimiento
de rechazo y de autodefensa.
Que realizado desde las capas
adineradas no significa sino
conseguir alimentos mejores
para sí, excluyéndolos
por inaccesibles para el resto.
Pero la búsqueda de
“comida sana”
no ha sido exclusiva de adinerados.
Están apareciendo circuitos
de comida orgánica
o artesanal al alcance de
población no adinerada,
que logran a menudo comer
mejor pagando menos de lo
que cuesta conseguir los alimentos
en las góndolas de
los híper, en el mercado
común y corriente.
Luis E. Sabini Fernández
[email protected]
Revista
El Abasto, n° 81,
octubre 2006.
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