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Desde el quiebre de fines del 2001 al día los hábitos han cambiado. Aunque muchas cosas siguen tal cual...

Cuando tocamos fondo...

Los grandes traumas generan dos posibilidades: la primera, que el trauma acabe con uno. Por eso tanto temor a los traumas, cualesquiera que ellos sean; desde un choque de tránsito hasta una separación de pareja, un golpe de estado, un terremoto mayúsculo. La otra posibilidad es que uno sobreviva al trauma y entonces se produce una modificación en la vida de uno, generalmente una suerte de re-nacer, un aprendizaje doloroso y vital con lo que más o menos inesperada o esperadamente se vivió.
     Algo ha cambiado en Argentina. El trauma de diciembre de 2001 ha significado un cierto cambio de pautas, de expectativas. Fue la implosión de un sueño del que Menem se hizo vocero, que terminó, como tantos sueños iniciales, en una pesadilla.
     A comienzos de los '90 los grandes capitales y los círculos de la política financiera del planeta mal llamados internacionales porque en gran medida son originarios en EE.UU. y en todo caso en otro puñado de países del “Primer Mundo”, configuraban una nueva política para “el mundo unipolar”, es decir un mundo sin la URSS que procuraban dejar a su entero servicio.
     Paradójicamente iba a ser un hijo de musulmanes, el incalificable Charlie, apadrinado por el tío Bernie (todos ellos como se ve, oriundos del american way of life) el que iba a abrirles las puertas de par en par: de cuatro compañías mineras que había a comienzos de los '90, eran 96 a fines de la misma década, todas dedicadas a la rebatiña de los metales de un país con un suelo tan inmenso como el argentino: la Barrick Gold se hizo tristemente famosa procurando persuadir a la gente de Esquel de que envenenar sus glaciares y las corrientes de las laderas andinas con toneladas de cianuro era un gran negocio para la población. Decían casi toda la verdad, solo confundieron el destinatario de las ganancias; era sí un gran negocio, pero no para la población de Esquel sino para la propia empresa.
     Así como el subsuelo fue entregado a las compañías mineras, el suelo fue entregado, con algunas mediaciones a un laboratorio norteamericano, Monsanto, que ha ido expandiendo el cultivo de soja por todo el país, arrasando tambos (encareciendo así los lácteos), levantando trigales (encareciendo, claro, la harina), derribando montes, expulsando a sus moradores (amparados, incluso, por las leyes nacionales, aunque no por policías y jueces “nacionales”).
     Estos grandes negocios rinden. Al no pagar los costos de todos los sacrificios que caen sobre la gente común, los “pobres del campo” y otros que no pueden hacerse oír, estos negocios suelen dejar mucha ganancia a algunos. Las empresas cuentan con que pasará tiempo antes de que se sepa, se sienta y se sufran esos costos diferidos (la desertificación tarda años en producirse, la contaminación tampoco es instantánea).
     Aunque el reinado de la soja en el país prosigue (y de él vive el gobierno actual, como los anteriores, y por eso es intocable) y avanza pese a la resistencia de los expulsados del campo (por lo menos de algunos, porque otros han sido comprados y con poco), y el de la extracción minera, con dificultades por la resistencia que oponen poblaciones locales, también avanza, el invento de la dolarización se convirtió en diciembre de 2001 en la dolorización del peso. Y se consumó otra enorme estafa colectiva, a las cuales, el mundo financiero nos tendría que haber acostumbrado, si uno se pudiera acostumbrar a algo semejante.
Pero la crisis del 2001, con el peso por el suelo, “la fiesta del importado” agotada, la desocupación dejando el tendal, la falta de circulante, el delirante proyecto de bancarizar a toda la economía, conmocionó a la sociedad argentina. Y 34 muertos por esa “costumbre de matar” que parece tan incorporada a la labor represiva nacional, terminaron con el sueño de viajar a la estratósfera y otros cuentos chinos que la población masticó sin escupir durante una infame década.
     Y los que sobrevivimos entramos en aquello que decíamos al principio: sobrevivientes, advertimos que habíamos vivido no solo en la ignominia sino mecidos por una gran estafa. Que los supermercados no eran más baratos, como nos quisieron hacer creer cuando llegaron. Que algunos, incluso son más caros.
Más y más gente sintió que había llegado al límite. Y empezó a hacer cosas por sí mismos. Fue la explosión del cartoneo. Expresión de la crisis, la miseria, pero también de la recuperación no sólo de desechos (y de su enorme importancia ambiental) sino de la dignidad de los excluidos. Y así, diversidad de pequeños agrupamientos de gente que laboriosamente trata de ir haciendo su pan, sus alimentos, su vida con sus manos. Entre desocupados fuera del mercado, por ejemplo, así como también grupos de asalariados que aprendieron a trabajar sin patrón (en el país hay casi doscientas empresas “recuperadas” luego que sus dueños las abandonaran “gracias” a la crisis generada por querer ser la cola del ratón yanqui) con sus manos. O el retorno a los conocimientos de los abuelos, para quien los tuviera, por ejemplo, con la huerta. Ha habido una verdadera explosión de artesanías. Y el ciclismo se expande. Y la margarina desaparece del mercado, tan asociada con las nefastas grasas hidrogenadas.
     Claro que no todo es tan sencillo. Al lado de ese reacomodo de la conciencia social la recuperación económica del país ha permitido el reflotamiento de los sueños “de siempre”: nunca se han comprado tantos autos como en el último año; y mientras la margarina inició su mutis por el foro de los tóxicos alimentarios, no hay prácticamente panadería que no siga usando la misma grasa hidrogenada que ya ha sido condenada, mediante el cómodo expediente de no mencionar con qué hacen sus facturas y panes.
Y algunos empresarios que abandonaron sus empresas cuando no les rendía, ahora quieren recontrarrecuperarlas, es decir arrebatárselas a los recuperadores. Como pasara con algunos empresarios de la basura que quisieron demandar a los “cartoneros” porque les “robaban” sus ganancias (tradicionalmente cada empresa recolectora quería que hubiera más y más basura porque cobraban por tonelada...).
     Que la margarina haya sido condenada (como alimento envasado, tenía que declarar su contenido) y que las facturas corrientes de las panaderías corrientes sigan usando la misma grasa condenada (y condenable por su toxicidad, pero que no figura en ningún cartelito...) revela la escasa profundidad de los cambios culturales. O su escaso alcance. O nuestra miopía.
     Pero el cambio se ha disparado. La búsqueda de una vida más sana está alcanzando a más y más gente preocupada. Porque todos vamos sabiendo que cada día hay más alergias, más cánceres. Y que no son fatalidades naturales sino resultados de políticas y lucros.
Luis E. Sabini Fernández

[email protected]

Revista El Abasto, n° 82, noviembre 2006.


 



 

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