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Al don, al don, al don pirulero…

“Dichoso tiempo aquel de la niñez maravillosa” dice nostálgicamente la letra de un tango, y uno que ya tiene cumplida muchas etapas de la vida sabe que es así. Aquella fue una niñez alegre, despreocupada y simple, signada por los juegos que divertían y entretenían, pero también que fortalecían físicamente. Los juegos eran compartidos; la rayuela, el rango, la pelota, la bolita, la escondida, la mancha, todo se practicaba entre dos o con la barra amiga, en la plaza o en el baldío más cercado y en las noches de estío, en la calle debajo del farol protector. Aprendíamos inconcientemente a relacionarnos con los otros y a valorar su participación y también llegado el caso a agarrarnos a piñas. Gracias a este contacto compartido nos enterábamos de las dificultades o problemas que irremediablemente surgían en el grupo y entonces aportábamos consejos o recomendaciones que servían para tranquilizar al compinche afligido o exaltado, y todo volvía a la normalidad.

Han pasado muchos años, cambiaron las costumbres y los comportamientos. Los juegos fueron camino del olvido y la ingenuidad también, todo fue suplantado por hábitos que cuesta entender y aceptar. El mundo hizo un giro de 180 grados en materia de comportamiento y sentido común. Todavía no me acostumbro a ver a los chicos en los locutorios pasar horas frente a una pantalla luminosa, estáticos, absortos y aislados, buscando vaya uno a saber qué juego o diversión. Parecería que las nuevas generaciones son propensas a la concentración de la atención en su propia interioridad, con la consiguiente indiferencia por todo lo que lo rodea. El resultado es una generación más insatisfecha y desmotivada. Culpar solamente a la computadora será un razonamiento simplista y superficial, los instrumentos pueden ser positivos o negativos según el uso que hagamos de ellos. Un cuchillo sirve para cortar el pan y también para matar.

P.C.


Revista El Abasto, n° 88, junio 2007.

 
 


 

 

 

 

 

 

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