Al don,
al don, al don pirulero…
“Dichoso
tiempo aquel de la niñez
maravillosa” dice
nostálgicamente la
letra de un tango, y uno
que ya tiene cumplida muchas
etapas de la vida sabe que
es así. Aquella fue
una niñez alegre,
despreocupada y simple,
signada por los juegos que
divertían y entretenían,
pero también que
fortalecían físicamente.
Los juegos eran compartidos;
la rayuela, el rango, la
pelota, la bolita, la escondida,
la mancha, todo se practicaba
entre dos o con la barra
amiga, en la plaza o en
el baldío más
cercado y en las noches
de estío, en la calle
debajo del farol protector.
Aprendíamos inconcientemente
a relacionarnos con los
otros y a valorar su participación
y también llegado
el caso a agarrarnos a piñas.
Gracias a este contacto
compartido nos enterábamos
de las dificultades o problemas
que irremediablemente surgían
en el grupo y entonces aportábamos
consejos o recomendaciones
que servían para
tranquilizar al compinche
afligido o exaltado, y todo
volvía a la normalidad.
Han pasado
muchos años, cambiaron
las costumbres y los comportamientos.
Los juegos fueron camino
del olvido y la ingenuidad
también, todo fue
suplantado por hábitos
que cuesta entender y aceptar.
El mundo hizo un giro de
180 grados en materia de
comportamiento y sentido
común. Todavía
no me acostumbro a ver a
los chicos en los locutorios
pasar horas frente a una
pantalla luminosa, estáticos,
absortos y aislados, buscando
vaya uno a saber qué
juego o diversión.
Parecería que las
nuevas generaciones son
propensas a la concentración
de la atención en
su propia interioridad,
con la consiguiente indiferencia
por todo lo que lo rodea.
El resultado es una generación
más insatisfecha
y desmotivada. Culpar solamente
a la computadora será
un razonamiento simplista
y superficial, los instrumentos
pueden ser positivos o negativos
según el uso que
hagamos de ellos. Un cuchillo
sirve para cortar el pan
y también para matar.
P.C.