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Con los ojos cerrados me ves mejor


Zelaya y Jean Jaurés, algunos minutos pasan de las 23:00, el hall del Centro Argentino de Teatro Ciego queda en penumbras, un anticipo de lo que adentro espera. Gerardo, uno de los protagonistas de La isla desierta acota: “Dejen el ritmo agitado de la ciudad afuera”. Se organizan filas de diez a cinco espectadores para ingresar en la sala, escoltados por los actores; quienes en todo momento ayudan a la correcta ubicación en las sillas. Luego de unos minutos el público está listo para deleitarse con la obra.     El murmullo imperante en la negrura se rompe al ritmo de un tango que empieza a sonar. Una máquina de escribir, luego varias, su bullicio despega la imaginación de la audiencia. La escena se sumerge en una oficina frente al puerto de Buenos Aires. Los personajes a través de sus diálogos empiezan a marcar su personalidad; las cuales se van desarrollando a lo largo de la obra. El más destacable de éstos es Don Manuel, quien lleva cuarenta años de trabajo. Junto a él, ellos exponen el mundo de las oficinas; las condiciones de trabajo y la autoridad -por momentos excesiva- ejercida por su jefe.
      Uno de los escenas más interesantes de ésta primera parte es, cuando una de las empleadas ofrece café. La oferta pareciera estar hecha tambíen para la audiencia, un fuerte aroma invade la sala, tentando al espectador.
      El conflicto que tienen los empleados es que los ruidos del exterior los desconcentran, de esta manera no pueden realizar su trabajo con efectividad, lo cual irrita al superior.
      La aparente solución es irse al sótano, donde la luz eléctrica -a diferencia de la natural presente en los otros pisos- sí bien los molesta, prefieren esas condiciones. Las ocurrencias de los personajes hacen esta parte del espectáculo fresca, dinámica. Sus voces, sus pasos y sus risas deambulan por todo el recito al mismo tiempo que éste se llena de magia. El espectador vive -desde la imaginación- lo cotidiano de ese trabajo, visto bajo la sagaz lupa de Arlt. El mismo bandoneón tanguero que abrió el espectáculo es quien cierra el primer acto.
     La segunda parte dobla la apuesta. Entra en escena el barrendero, Cipriano. En la versión original este personaje es negro (como establecían los reglamentos de ese entonces). Pero para que cobre vida en el teatro ciego, el público disfruta de un pícaro cordobés. Su aparición da una vuelta de tuerca y pone a los demás personajes alrededor suyo y de sus historias. Los oficinistas están hartos del ruido del puerto, esto le sirve a Cipriano para tomar partido y llevar a los trabajadores por las más remotas partes del mundo a través de sus relatos; historias de vida durante su tiempo de marinero. Los tatuajes de su cuerpo son el disparador, cada uno de ellos encierra una “narración extraordinaria”. Si bien al principio se mofan de él, luego toman partido en sus historias y dejan su imaginación volar. Las costas africanas del océano índico son el comienzo de un viaje de ida, en donde tanto personajes como audiencia escuchan, huelen, sienten, viven con intensidad estos relatos de altamar.       “Experiencias táctiles en donde nadie toca a nadie” entran en juego, este acertijo lleva las sensaciones del espectador a un nivel de realismo digno de destacar. Una fiesta en un poblado chino con sus fuegos artificiales, un lago con el sonido tranquilizador de una cascada, el aroma a banana de una selva entre otros puntos exóticos endulzan los paladares de lo presentes. Una de las partes más emotivas de la obra es cuando el sentido de aventura se despierta en los oficinistas, quieren experimentar nuevas sensaciones. En ese momento Don Manuel reflexiona acerca de su vida, pone en tela de juicio el hecho de haber dedicado su juventud al trabajo. El modo en que son hilados los diálogos y la reacción de los personajes invita a la propia meditación.
El final pone énfasis en la ley 11.425, ley de trabajo relacionada con el despido. Roberto Arlt aprovecha para denunciar las actitudes tomadas por algunos patrones.
      Durante la obra no existe el sin sentido del apuro, los relojes no asechan. Ese stress queda en la puerta del teatro. Adentro, la oscuridad acuna los más maravillosos momentos. El Centro Argentino de Teatro Ciego hace una diferencia con su propuesta y sus espectadores son los principales beneficiados. Es correcto afirmar que hay un antes y un después de La isla desierta; las cosas no se vuelen a ver del mismo modo.

Juan Manuel Castro
[email protected]

Ficha técnica: Autoría: Roberto Arlt. Actúan: Gerardo Bentatti, Laura Cuffini, Mirna Gamarra, Marcelo Gianmmarco, Eduardo Maceda, Francisco Menchaca, Juan Carlos Mendoza, Verónica Trinidad. Sonido: Cruz Aquino. Prensa: Walter Duche, Alejandro Zárate. Producción general: Gerardo Bentatti. Dirección: José Menchaca.

Agosto, 2008.

 
 

 

 

 

 

 

 

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