La
ira en acción
En los manuales
de Historia Argentina, todos
leímos que un grupo de
mujeres porteñas emplazadas
en las terrazas arrojaron agua
hirviendo a los invasores ingleses
colaborando así en la
Reconquista de Buenos Aires,
allá por 1807.
Yo
les contaré algo que
sucedió a fines del siglo
XX, sólo una pequeña
historia ocurrida en una comisaría
porteña.
En
la comisaría están
preparados para prevenir o frenar
una serie de graves incidentes:
que un detenido intente fugarse;
que un delincuente trate de
asaltar y quitarle el arma a
un policía; que ingrese
alguien con explosivos; y hasta
que un detenido elija suicidarse
antes de ser condenado. Pero
ese día fueron sorprendidos
por un hecho sin precedentes.
La
protagonista, Rosa, una vendedora
de verduras y especias, boliviana,
había sido detenida por
no tener autorización
para instalarse en esa vereda
del barrio.
Ella estaba
con sus productos multicolores,
dispuestos en dos pequeños
cajones, con mucho gusto y buenos
aromas. A su lado, una hija
adolescente teniendo en brazos
al más pequeño
de sus hermanitos, de apenas
tres meses de edad, quien necesitaba
estar cerca de la mamá
porque ella lo amamantaba cada
vez que él lloraba y
así se estaba criando
gordito y sano.
Desde
el patrullero detectaron la
irregularidad y dos policías
procedieron a llevar detenida
a Rosa. Ella, en medio de su
desesperación pudo confiar
el cuidado de sus hijos a una
vecina que se mostró
muy preocupada y dispuesta a
ayudarla, en tanto sus mercaderías
eran llevadas, también,
como prueba del delito.
Ya en la comisaría, fue
alojada en una habitación,
sin mayores explicaciones, donde
también había
otra vendedora ambulante de
iguales características,
que había corrido el
mismo destino. Entre ambas bolivianas
no hubo casi diálogo,
sólo una espera tensa.
Dos horas después una
mujer policía les acercó
una taza de caldo y el ofrecimiento
de usar el sanitario; nuestra
protagonista aprovechó
este momento para implorar que
la dejen ir a amamantar a su
hijo. La respuesta fue negativa,
tenía que esperar la
decisión del comisario.
La compañera de cautiverio
reclamó estar en igual
situación. Esto provocó
mayor fastidio en la policía,
quien salió y volvió
al rato, con el mensaje de que
no saldrían en libertad
hasta el día siguiente.
Rosa,
se sintió desesperada,
con una ira tan incontrolable
como la tensión extrema
de sus pechos dolidos. Contuvo
sus ganas de llorar, y alcanzó
a pesquisar que la puerta había
quedado apenas entreabierta.
Por la delgada columna de luz
vio que en la oficina no había
nadie, y sobre el escritorio
unas hojas escritas, documentación
sin duda. Con mucha cautela
y agilidad abrió la puerta,
confirmó la ausencia
de persona alguna, dio unos
pocos pasos y ya estuvo en el
lugar desde donde desnudando
y oprimiendo uno de sus pechos
regó con su leche todos
esos papeles. Apareció
un policía desde la puerta
de entrada de esta oficina,
a los gritos, que se superponían
con los de Rosa. Mientras él
la amenazaba con prolongar la
detención ella defendía
poder salir en libertad para
alimentar a su hijo.
Los
expedientes se arrugaban y caían
algunas gotas de leche al piso,
Rosa disimulaba su temblor y
se mantenía erguida.
Ahora sí el comisario
se hizo presente, entró
a la oficina, y tomó
otra hoja que se había
salvado de la mojadura y que
tenía los datos de Rosa,
le ordenó firmarla, y
retirarse, así logró
su libertad. Y todavía
tenía suficiente leche
para amamantar a su criatura.
Rosa
me contó este hecho años
después. La escuché
sorprendida y emocionada.
Pero
por sobre todo, percibí
el orgullo que ella sentía
por haber ganado esa batalla
sin apelar a armas destructivas,
si no, utilizando ingeniosamente
la leche de sus propios pechos.
Ganador en Ira
Susana Frida Ragatke
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