Paisaje
Unas piernas
entran chapoteando. No hay duda,
más allá de las
modas, la belleza y la edad
de una mujer se expresan en
las piernas. Seguramente
está pensando: “Cuánto
hacía que no me tomaba
vacaciones”. O: “cuánto
hacía que no venía
a la playa”. O: “cuánto
hacía que no me metía
al mar.” Ya que no sólo
la belleza y la edad, el paso
del tiempo, se notan en las
piernas de una mujer, también
deduzco que esta joven se está
relajando como hace mucho tiempo
no lo hacía. Su búsqueda,
sus encuentros y desencuentros
felices con las olas, puedo
percibir en sus hermosas extremidades
inferiores. Su primera actitud,
como la de todos, creo, después
de tanto tiempo de no estar
frente al mar, es meterse, aunque
sea paulatinamente, hasta lo
hondo, hasta lo profundo, hasta
que se hace pie y no se hace
pie, hasta que les queda solamente
el mentón afuera, como
si fueran impulsados por el
mito de Alfonsina, a la que
yo mismo vi adentrarse sin todos
esos reparos con los que los
hombres afrontan el mar.
Entre
tanto, el sol está alto
y fuerte como sólo en
estas décadas lo vi.
La playa está como el
mundo, superpoblada; llena de
techos, de lonas y paragüitas
y colores. Un gorrito piluso
por acá, una crema blanca
y radiante por allá,
unos niños empeñados
en una babel a orillas del mar,
el abrazo de dos espaldas en
una foto un poco preparada,
y una pelotita de paleta que
viene a dar más cerca
de mí que de las piernas
de la muchacha. Me alejo cautelosa
y lentamente de la pelotita
mas no de la joven. Hay tanto
ruido elevado e inconsciente
como en una convención
interrumpida provisoriamente
para el diálogo, que
difícilmente alguien
podría distinguir los
pedidos de auxilio de un aventurado
nadador de aquel que grita llamando
la atención para que
vean hasta dónde se metió
y le saquen otra vez una foto.
Las tentadoras piernas de esta
joven hace largo rato que no
se dirigen para nada hacia la
orilla, que no se dan vuelta,
ni siquiera para salir, tampoco
para cuidar sus cosas, es decir,
ha venido sola a la playa, probablemente
con alguna pérdida, o
es otra soledad como la mía
en el mundo. Me acerco a la
muchacha rozando el fondo. Ahora
está haciendo una cadenciosa
y coreográfica plancha.
Con seguridad, los oídos
tapados la aíslan realmente
hasta de sí misma. De
pronto, siente mi pinchazo,
mi golpe, mi obscenidad, mi
fugaz presencia. Siente entonces
su parcial desnudez, comprende
su absoluta indefensión,
y por sobre todo: su impotencia.
Los movimientos sincopados de
esas piernas que no encuentran
sustento, de ese cuerpo que
no encuentra protección
ya no parecen aquellas delicadas
piernas. El agua fría
y salada penetra sus intersticios,
puja por adentrarse en su interior.
Hace ya largo rato que las piernas
giran sobre sí mismas,
penosamente, indecisas, y con
desesperación mantienen
a flote un cuerpo que, a no
ser por el mar que todo lo lleva
hacia algún otro sitio,
parece permanecer en el mismo
lugar. No entiendo por qué
a pesar de su desnudez debajo
del agua, no sale del mar y
pide inmediatamente una toalla
que cualquier mujer, no hombre,
ante su situación sabrá
alcanzar. Quizá su pudor,
quizá la vergüenza,
quizá la educación
siempre es más fuerte
que nada, quizá es otra
de esas cuestiones que sólo
cada uno entiende. Ahora empieza
a nadar. Se aleja más
de la playa. Comprendo que su
destino es esa gran boya para
los barcos que está no
muy cerca de su lugar de partida.
Deduzco su plan. Esperar que
oscurezca hasta que sólo
queden en la playa, latas, vasos
de plástico, una cáscara
de banana, una yerba mal enterrada,
una palita olvidada. Aferrarse
a la lejana boya. Ése
es su plan. Estoy convencido
de que así como esas
piernas evidencian su edad y
su belleza también denuncian
su falta de oxigenación.
Confía, evidentemente,
en que de chica hizo natación.
Se aferra como todo humano en
estos momentos a la niñez.
No comprende que las mismas
fuerzas que la pueden hacer
llegar a la boya a duras penas,
son las mismas que por eso,
como los padres, no van estar
a la vuelta. Qué feo
es no poder hacer el último
tramo, el último esfuerzo,
la brazada definitiva que conduce
al abrazo total de la arena.
Hace rato también que
ya largué de la boca
la parte de debajo de su bikini
para ir a darle unos empujones,
unos sacudones, a ver si cambiaba
de rumbo, pero mi evidente presencia
no la percibe, ya lo sé,
hay muchas otras cosas más
inquietantes en el mundo que
yo. Mañana temprano un
niño de los de hoy dirá:
“Mamá, la ola te
mandó una bombacha. Y
allá en la orilla una
chica duerme desnuda desde que
llegamos.” “Qué
horror, qué tiempos estos”,
dirá la madre. Después
de un poco de alboroto y gente
autoconvocada todo, todo, todo,
volverá a ser la playa
que no hace feliz a los hombres,
pero que verdaderamente distrae
y entretiene y se disfruta.
Tal vez por un momento, por
un rato, por un tiempo, nadie
se meta. Adentro, muy adentro,
más adentro. Llámenme,
sí, si quieren, un enemigo
del pueblo. En el fondo, en
el fondo, muy en el fondo no
me arrepiento de mi desbocado
deseo.
Ganador en Soberbia
Ernesto Marcos
[email protected]
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