Una carpa
alucinante
Lo que
a continuación relato
me dejó una imborrable
huella en la memoria. Era
época de vacaciones
y yo estaba visitando a
unos tíos y primos
que no conocía y
que vivían en un
pequeño pueblito
rural, cuyo nombre si mal
no recuerdo, era Arroyo
Dulce, al norte de la provincia
de Buenos Aires. Allí
la tranquilidad y la pachorra
siempre fue rutina y nada
perturbaba esa bucólica
armonía. Pero un
día la paz fue violada
por la llegada de un circo
que se instaló en
el pueblo y una destartalada
camioneta recorría
las polvorientas calles,
vociferando con parlantes
a los cuatro vientos su
arribo al pueblo y las grandes
atracciones que ofrecían
al “selecto y distinguido
público”. El
pueblucho, casi en su totalidad,
concurrió a la convocatoria.
Una larga fila se formó
en la entrada de la decrépita
carpa donde se leía
en un tosco cartel:
“HOY
-GRAN FUNCIÓN- HOY.
ARTISTAS INTERNACIONALES.
ENTRADA $0.50. TAMBIÉN
ACEPTAMOS POLLO, CHORIZOS
Y SALAMES”.
Cuando la
capacidad estuvo colmada
y el público sentado
sobre los cajones o en el
suelo, expectantes y ansiosos,
comenzó la función.
Un redoble de tambores marcó
la entrada de los presentadores.
Ella, entrada en años
y en kilos, rubia ficticia
y con evidentes signos de
cansancio, pesadez y aburrimiento,
pero dispuesta a rajatabla
a transmitir una imagen
jovial y divertida. Él,
flaco, melenudo y descarado,
con amplia y socarrona sonrisa,
eran los dueños del
circo y entre ambos se repartían
la tarea de hacer las presentaciones.
Y así durante dos
horas pasaron por la arena
de aquel mísero circo
el que comía lombrices
y gusanos, la que se metía
en un cajón repleto
de arañas y cucarachas,
el hombre rata de escasos
cuarenta centímetros
de altura, un guitarrista
sin brazos que tocaba con
los pies, un musculoso que
inflaba un neumático
con la boca hasta hacerlo
estallar y un gitano con
un organito y una cotorra
sacando un número
de la suerte a los que lo
solicitaban. Después
salió toda la “troupe”
para vender al público:
caramelos, chocolatines,
fotografías de los
“artistas” y
pomos de agua perfumada.
Era época de carnaval.
Pasaron los años,
llegó la televisión,
la carpa sucia y rotosa
fue suplantada por enormes
estudios con asombrosas
escenografías, potentes
equipos luminosos y sonoros,
pero se sigue viendo el
mismo espectáculo
como el que yo vi, entre
el asombro y el asco, en
aquella patética
carpa de aquel pequeño
poblado hace ya más
de sesenta años.
P.C.
Revista El Abasto, n°
86, abril, 2007.