Dorar
la píldora
Es habitual que la notificación
de un hecho muy ingrato
vaya precedida de frases
destinadas a no dar la nueva
bruscamente. Quien haya
sido víctima de tales
situaciones conoce muy bien
la preparación llena
de rodeos, las disculpas,
los atenuantes y las excusas
que anticipan de a poco
la amargura de lo que por
fin se comunica. Para esa
forma de introducir malas
nuevas, existe una metáfora
tomada de la farmacia. Los
antiguos boticarios preparaban
hasta hace no mucho las
llamadas “recetas
magistrales”, que
prescribían los médicos
y que en su gran mayoría
se administraban en pócimas
o en grageas. En primitivas
máquinas se fabricaban
las píldoras que
se cubrían con una
pasta amasada con los llamados
excipientes: harina, azúcar,
almidón, colorante.
Del azúcar viene
aquello de “endulzar
la pílodra”:
En cuanto al color, era
tradición asociar
el aspecto de la píldora
con los beneficios esperados:
amarillo bilis para las
dolencias del hígado,
rojo para los males de la
sangre, verde para infundir
energía. Si el enfermo
mostraba resistencia a tragar
medicamentos, era común
hacerlos más atractivos
a la vista coloreando las
grageas con una capa color
oro. De ese disfraz farmacéutico
nos ha quedado la expresión
“dorar la píldora”,
un revestimiento de consuelos,
elogios y simpatía
para disimular lo que se
sabe muy difícil
de tragar.
Héctor Zimmerman
Tres mil historias de frases
y palabras que decimos a
cada rato,
Editorial Aguilar, Buenos
Aires, 1999.
Revista El Abasto,
n° 82, noviembre 2006.