¡Éramos
tan ingenuos!
Me sería
imposible recordar mi infancia
y mi adolescencia separadas
de El Tony, El Gorrión,
Pif Paf o Intervalo,
revistas de historietas
hoy rebautizadas comic-
que me proporcionaron tantos
momentos de profunda y placentera
felicidad.
Me veo tendido en el patio
sombreado por el tupido
parral, devorando con ansiedad
cada uno de los recuadros
maravillosamente dibujados
por donde pasaba el protagonista
repartiendo justicia a diestra
y siniestra.
Pero
si las historietas me facilitaron
elementos para dejar volar
la imaginación y
la fantasía, latentes
en toda mente infantil,
en realidad fue el cine
lo que me marcó,
modeló y adoctrinó
durante mucho tiempo, obviamente
el cine norteamericano,
mucho más difundido
y promocionado, que me brindaba
la maravillosa posibilidad
de ver encarnados a todos
mis héroes.
Cuando
descubrí esta “séptima
maravilla” tendría
nueve años y me convertí
inmediatamente en adicto.
Comenzaba los martes con
las “series”,
una de cow-boys y otra policial,
seguía los jueves
con tres películas
en continuado y terminaba
los domingos con los estrenos.
Todas las monedas que podía
recaudar por propinas o
venta de huesos, papeles
y vidrios, iban a parar
a la boletería del
cine.
Fui
un obsecuente, devoto y
sumiso espectador de toda
la “portentosa grandiosidad
norteamericana” y
de su admirable “american
way of life”.
Me emocioné con la
vida de sus probos personajes,
me asombré con sus
épicas hazañas
y me conmoví con
sus historias piadosas y
sacrificadas. Supe de sus
caciques indios, de sus
pioneros, de sus gangsters,
de sus músicos, bailarines
y cantantes, de sus deportistas,
de sus científicos
y sabios.
Toda
esta mezcolanza influía
sobre mi incipiente carácter,
sumergiéndome en
dudas y vacilaciones existenciales
y entonces pasaba continuamente
del deseo de volar como
Superman o correr como Flash
Gordon a ser un gran músico
como Gershwin, o emular
a Fred Astaire o tener el
poder de Dillinger o Scarface.
Sabía poco y nada
de nuestros indios, patriotas
y caudillos, pero eso…
¿qué importaba?
Y cuando la pantalla fue
invadida por películas
bélicas “made
in Hollywood”
-eran tiempos de guerra-
no tuve dudas y tomé
partido por los rubios y
atléticos “paladines
de la libertad” que
daban generosamente sus
vidas por los altos ideales
y repudié a los solapados
y amarillentos japoneses.
Y a tal
punto mantuve esta actitud,
que me rehusaba a pasar
por la vereda de la tintorería
“Tokio” que
estaba ubicada en la calle
principal, a pesar de que
en su vidriera se exhibían
peces de brillantes colores,
flores exóticas,
láminas y farolitos
que me atraían y
fascinaban y que yo observaba
de reojo y con el ceño
fruncido desde la vereda
de enfrente.
P.C.
Revista
El Abasto, n° 106, enero/febrero,
2009.