Producción de alimentos
en la vida cotidiana de la ciudad
En la penúltima
edición procuramos hacer algunas
observaciones sobre los alimentos, su provisión
y la vida urbana. Traje el ejemplo de los
aztecas, de una ciudad capital provista
de sus propios alimentos, y cómo
la política en Argentina parece ir
en sentido totalmente opuesto: la ciudad
cada vez más alejada del origen de
los alimentos y cómo cuando hay quienes
procuran acercar esos dos aspectos; nuestra
vida cotidiana y la producción de
alimentos como ha sido el caso de la Huerta
Orgázmika en Caballito, se la elimina
del paisaje urbano, con topadoras, al mejor
estilo israelí destrozando olivares
palestinos.
Prometimos ilustrar
el tema con el ejemplo de la capital de
Suecia. Si uno visita Estocolmo y la transita
como forastero en bus, tren o auto, va a
pasar por más de un sitio “habitado”
por casitas minúsculas. De ese tamaño
que uno sabe es demasiado pequeño
para vivir y demasiado grande para que sea
un barrio de juguete… Uno se aleja
con el bus y se queda perplejo viendo esos
chalecitos, casi todos de madera, de un
metro y medio o dos metros de altura, con
terracitas y entradas con macetas, con habitaciones
liliputienses.
No son habitaciones,
ciertamente. Sino los primorosos galpones
de una “colonia” de terrenitos
alquilados al municipio donde el habitante
de la ciudad puede cultivar sus verduras
y frutas. Allí guarda sus herramientas,
lo producido y el pequeño ajuar de
mesa y sillas para el descanso con los infaltables
termos de café o té y facturas.
El municipio alquila
tales terrenos por una bicoca. La superficie
es a la vez mínima. Tal vez 30 o
40 m2. Pero más que suficiente para
cosechar respetables cantidades de vegetales
para uso familiar. Las más de las
veces se trata de terrenos que lindan parques
en el centro de la ciudad o bosques en los
aledaños, porque la ciudad se ha
ido expandiendo sin urbanizarlo todo por
completo sino haciendo “claros”
en el bosque e instalando allí nuevas
barriadas.
Está claro
que una política de urbanización
como la señalada, no compacta, facilita
el acceso a la tierra, acceso que en Buenos
Aires se presenta cada vez más como
irrealizable. Los niños deben saber
cada vez menos que debajo de la capa kilométrica
de cemento continuo lo que hay es tierra,
la simple y nutricia tierra que antes nos
alimentaba…
Pero volviendo a Estocolmo
y sus cultivos urbanos, en realidad, podríamos
decir que toda la Suecia urbana dispone
de tal sistema, sólo que es más
interesante en una ciudad con millones de
habitantes que en poblados menores.
Las colonias de
cultivos, por el clima, han funcionado tradicionalmente
unos seis meses al año. Cuando llega
el invierno y sobre todo el manto blanco
de la nieve, los agricultores de ciudad
“cierran el boliche”, guardan
semillas y aperos y aguardan, pacientemente
hasta la primavera. Si han tenido fortuna
en sus trabajos, como las hormigas, recogen
los frutos que les irán haciendo
más benévolo el invierno,
pero nadie pretende con tales cultivos,
la autarquía alimentaria.
Los terrenitos agrícolas
de la ciudad sirven para aliviar la carga
de gastos en alimentos sobre los ingresos,
para “despuntar el vicio” en
el caso de los que provienen más
o menos directamente del campo, los hay
suecos y extranjeros, y para muchos, “la
lucha con la tierra” es una forma
de laborterapia que compensa los trabajos
cada vez más sedentarios de la modernidad.
Hay que tener en
cuenta que Suecia es un país de urbanización
e industrialización relativamente
tardía en el concierto de los países
del llamado Primer Mundo, y por ello ha
recibido en sus ciudades población
rural hasta no hace tanto, y esa población
necesita hacer lo que siempre ha hecho y
sabe hacer. Es un poco como lo que conocimos
en este país con la inmigración
de italianos o españoles que generalmente
mantenían su quintita en los fondos
de las viviendas. Cuando en Buenos Aires,
cualquier casita tenía su jardín
y su fondo…
En la capital, con
la espiral de los precios inmobiliarios,
todo esto va desapareciendo a velocidad
cada vez mayor, pero en los cordones del
AMBA, a medida que uno se aleja de la capital,
se aleja también del cemento y va
apareciendo la tierra. El llamado tercer
cordón es más tierra que cemento
y allí se puede apreciar algo de
lo que señalamos para Estocolmo o
para Tenochtitlán.
Pero aquí entramos
en aspectos culturales que dificultan y
ensombrecen el cuadro. Porque el amor a
la tierra de nuestros abuelos gallegos o
napolitanos, de los soberanos aztecas antes
de la invasión o de los suecos con
tantas ligazones con la naturaleza, flaquea
en nuestras pampas.
La más clara
expresión de desprecio a la tierra
aquí es cómo se la toma como
basurero. En la tierra, o apenas debajo
de ella, se depositan escombros, zapatos
viejos, latas usadas, medicamentos vencidos,
filtros de aceite industrial, medias de
nylon, hilos o cables ya inútiles,
juguetes o enchufes rotos… todo lo
que uno pueda imaginar.
Es repetida la experiencia
de quien ha intentado, de quienes hemos
intentado, recuperar tierra para cualquier
cultivo: cuando uno apenas quiere “darla
vuelta” con una pala o una laya, se
“choca” con todo eso. “Enterrado”
en diversas edades y momentos. Pasa en plena
capital, en zona urbana, y hasta en zonas
prácticamente rurales del tercer
cordón, como Marcos Paz.
Uno advierte que
nuestra relación con la tierra es
distinta a las de los ejemplos que revisamos.
Y tal vez haya que
ligar esta falta de respeto la tierra que
describimos en el universo urbano con el
maltrato que la tierra recibe en el universo
rural de la sociedad argentina con los agrotóxicos:
echar veneno y más veneno a la tierra
es una forma de desamor, de desprecio, en
rigor es una forma de convertirla en basurero.
Pero dejemos nuestra
relación con la tierra en “el
campo” para otra oportunidad.
Luis E. Sabini Fernández
[email protected]
Revista El Abasto, n° 112, agosto,
2009.