Un movimiento de millonarios
quiere salvar al mundo con dádivas,
invirtiendo la realidad de que estamos como
estamos justamente por muchos de ellos...
¿Qué necesitamos,
filantropía o justicia?
No es tan frecuentemente
que los ricos, los verdaderamente poderosos,
nos muestran su corazoncito.
Desde hace un par de meses,
se ha disparado un movimiento entre “superricos”
para “resucitar la filantropía”.
(La Nación, 5 ago 2010).
Desde EE.UU., observe el lector, la cuna
de tal movimiento.
Los caballeros postulan donar
por lo menos la mitad de sus fortunas a
fondos filantrópicos, que no aclaran
cuáles serán. Bien podrían
resultar ensambles o engendros institucionales
que les aseguren nuevos réditos.
Pero supongamos lo mejor: esos fondos irán
a los niños pobres de Harlem, a los
afectados de Nueva Orléans por azotes
climáticos hace un año, y
azotes de otro origen en los últimos
meses. Que le vaya a pobres y hambrientos
del África devastada por empresas
transnacionales, que no son tan transnosequé.
Porque uno verifica el origen de tales empresas
y resultan ser de EE.UU., Canadá,
EE.UU., el Reino Unido, Francia, EE.UU.,
Japón, Corea del Sur, Suecia, Brasil,
EE.UU., Finlandia, Alemania… una transnacionalización
bastante restringida.
La primera pregunta, de curso
de periodismo básico: ¿por
qué? El porqué de esta idea…
¿original?
Parecen bastante claros dos
elementos: el ensanche permanente y sostenido
del abanico de ingresos entre los que más
tienen y los que menos, lleva ya décadas.
Al menos, con excepciones locales, desde
la segunda guerra mundial.
Los ricos nunca han sido tan
ricos como hasta ahora. Y la indigencia
jamás se ha enseñoreado de
tantos cuerpos. O tal vez sí, y ni
nos enterábamos. El hambre, por ejemplo,
siempre ha sido un flagelo atroz de los
humanos.
Los multimillonarios saben que
sus ganancias, sus ingresos, su tren de
vida, nada tiene que ver con el trabajo,
con una producción retribuida. Se
trata de ingresos multimillonarios por nada.
Y algunos, lo más “lúcidos”,
creen ver que esto puede afectar el sistema
que tanto usufructúan. Pero, entonces,
el problema de fondo no es la ocurrencia
filantrópica de unos cuantos corazones
“sensibles”, sino el monstruoso
fenómeno de un sistema que fabrica,
sin esfuerzo, ricos fuera de serie e indigentes
al borde de la inanición y la indignidad.
Estos buenos señores
no quieren más que afianzar lo que
los privilegia, obviamente.
Los más arrojados hablan
de donar hasta un 95 % de sus ingresos…
¡Epa!, ¿hay acaso un desprendimiento
más o menos real? No tema el ingenuo:
pongamos de ejemplo a uno de estos vociferantes
donadores, que quieren llegar al 95%. Larry
Ellison, forjador de una empresa Oracle
(oráculo, de material electrónico),
declaró “que ya ha donado cientos
de millones de dólares a investigaciones
médicas”, etcétera.
Y no ha llegado todavía al 95%. Supongamos
que tiene unos 500 millones de los cuales
ha donado ya “cientos de millones”
Con el 5% le quedarían “apenas”
unos 25 millones de dólares. Si tuviera
mil millones, ese raquítico 5% andaría
por los 50 millones… Sacrificio enorme,
¿no?
Y ahora veamos el rendimiento.
Y descartemos el monetario, en el cual probablemente
están, estos lucidos comensales de
la fiesta planetaria, un poco ahítos.
Vayamos al delicado mundo del
espíritu. Todo un filósofo
en la materia, Alejandro Gallinal Heber,
más conocido en Uruguay como un vulgar
latifundista, nos revela los mecanismos
de la filantropía que, en su lenguaje,
profundamente cristiano, denominaba caridad
(la filantropía es el amor a la humanidad;
la caridad es el amor a dios y a la humanidad):
“La caridad tiene que ser inteligente;
debe saber intuir la técnica adecuada
para asistir una penuria sin despertar suspicacias
en la dignidad; debe invertir los términos
del diálogo entablado y lograr que
quien impetra una ayuda llegue a pensar
que acaso sea más un favorecedor
que un favorecido, y que quien brinda auxilio,
se esfuerce con sencillez en procurar para
el socorrido la magia saludable de aquel
estado de espíritu. Magia saludable
sin duda, el que da es porque puede y quiere,
acumula prerrogativas de imperio; el que
recibe, es porque necesita y clama, sintetiza
insolvencias de vasallaje.” (Meditación
sobre la caridad, Montevideo, 1954). Su
léxico tiene ya medio siglo, pero
no se preocupe el lector; ya sonaba oxidado
entonces… En el pasaje podemos advertir
que toda su “meditación”
discurre sobre el pobrerío, no sobre
dios, con lo cual estamos exactamente en
nuestra área de examen; lo filantrópico.
Alejandro el otro magno luce
aquí como virtudes la falsedad, el
escamoteo, el disimulo, pero sobre todo
la idea motriz de que la propiedad está
bien ganada y es por lo tanto sagrada y
quien carece de ella es por su propia culpa.
Es naturalmente un vasallo.
Parafraseando a los que luchan
contra la prostitución, ningún
hombre ha nacido para vasallo, y lo muestra
con claridad la cantidad de esclavos que
lograron erigirse en testimonio de sus vicisitudes
y de su humanidad…
Lo que ocurre es que caballeros
pudientes como nuestro glosado parten de
la base de que la propiedad está
santificada. Porque se parte de la base
que estamos en un mundo sin robos, sin aprovechamientos
ni pagadios, todos los pagadios que las
empresas sistemáticamente emiten
con sus chimeneas, sus rodados, sus emisiones
tóxicas, sus contaminantes alegremente
dispersados y diluidos en aire, agua, tierra…
nuestro caritativo que reparte limosna a
manos llenas (pero a escondidas, porque
es un modesto) imagina que estamos en un
mundo sin marines, ésos que precisamente
usurpan petróleo en Irak y tantos
otros sitios devastados en el planeta. Es
como si el mundo que glorifican no tuviera
laboratorios que usan de conejillos de Indias
a los pobladores más inermes del
“Tercer Mundo” (léase
en primer lugar África, pero no solamente),
como si tampoco tuviera empresas que “abrochan”
con gobiernos vendibles para llevarse gratis
y graciosamente, por ejemplo el oro, el
cobre, el uranio, de Argentina o Perú,
o la humedad en forma de semilla o de pasta
de celulosa…de Uruguay, Brasil o Argentina.
No parecen advertir que se trata
de un mundo con economía a futuro,
donde se decide la vida de campesinos con
cotizaciones manejadas desde Chicago convirtiendo
a la economía planetaria en un casino
de apuestas.
Para rematar la operación
de Relaciones Públicas, los promotores
de “la movida filantrópica”
humildemente se colocan a sí mismos
como los salvadores de la humanidad. No
como sus depredadores, como los responsables
de una contaminación que avanza inexorable
por todas las aristas de nuestras vidas.
Han firmado The Giving Pledge, El compromiso
de dedicarse a dar porque, al decir de George
Lucas, director cinematográfico y
otro de los autores de la iniciativa, “es
la clave de la supervivencia de la raza
humana.”
Un buen ejemplo del discurso
que invierte los términos de la verdad.
Son los multimillonarios la más clara
expresión, o al menos la más
llamativa, de que la supervivencia humana
y la entereza planetaria están en
peligro.
Es un buen ejemplo, como con
los sojeros argentinos: cuando fueron adueñándose
de los campos argentinos (ahora también
los uruguayos, y probablemente paraguayos
y bolivianos) y acabaron con la calidad
alimentaria más o menos generalizada
en el país, se dedicaron a explicar
que ellos, con sus dólares, eran
los salvadores de los estómagos argentinos.
Y para mostrarlo, exhibirlo, hicieron toda
una campaña, “Soja solidaria”,
para alimentar con soja las barriguitas
de los excluidos del gran negocio que habían
hecho. Y quedar como que eran los solucionadores
de un problema que habían gestado
ellos y del cual tan pingües ganancias
obtenían.
Luis E. Sabini Fernández
[email protected]
Revista El Abasto, n°
123, agosto, 2010.