Fumigación indiscriminada
con agrotóxicos
Carta abierta de
ingeniera agropecuaria
La carta que aquí
presentamos no necesita casi presentación.
Porque es un testimonio de la vida real
y cotidiana de este país. Y harto
elocuente por sí sola.
Me atrevo, empero, a hacerle
una introducción para situarla, con
la esperanza que eso ayude al entendimiento
de más lectores.
Miles de años de
agricultura constituyen uno de las capítulos
más importantes de la humanidad.
Diez mil, quince mil años de cultivos.
Locales. Ése era uno de sus rasgos
básicos.
Con los despliegues imperiales,
se “supera” ese carácter
local. El imperio se apropia de productos
agrícolas lejanos. Los monocultivos
de azúcar en América, de algodón
en África, de trigo en Asia deglutidos
por Europa.
Los monocultivos empobrecen la tierra.
Hace poco más de
un siglo, comienza una fertilización
que no es local. Lo tradicional era rotar
ganado y cultivos porque la bosta de herbívoros
fue siempre el mejor fertilizante. Pero
se empieza a agregar guano, también
bosta, pero de aves marinas.
Pero ingresando al s.
XX el guano se agotaba y la industria química
se sentía en condiciones de proveer
“lo mismo” desde el laboratorio.
Comienza la fertilización química.
Con la difusión
de fertilizantes químicos, que son
azúcares, arrecian las plagas que
se sienten más atraídas por
plantas así “endulzadas”.
La Gran Guerra, o Guerra
Europea o también llamada Primera
Guerra Mundial había desatado saberes
químicos para matar humanos. Gas
mostaza. Gas pimienta. Al fin de la guerra,
y ante plagas molestas (y a veces devastadoras),
surgieron quienes llevaron los biocidas
militares al campo. Empieza el envenenamiento
de esos otros “enemigos” del
hombre: hormigas, pulgones, ácaros,
gusanos…
En los '60 la Revolución
Verde dio carta libre a los agrotóxicos.
Las plantas de la R.V. eran fragilonas,
de laboratorio, fertilizadas… necesitaban
“protección”.
Llamativamente Argentina vive la R.V., incorporando
los híbridos, pero la fertilidad
natural de los suelos es tan, pero tan alta,
que el aporte de fertilización química
es bajo y consiguientemente el envenenamiento
de los campos también. No
es que no exista, es que no se necesitó
tanto, pragmáticamente.
Pero la industria química
va haciéndose cada vez más
necesaria. “Florecen” los agrotóxicos
de todo tipo: insecticidas, fungicidas,
nematicidas, herbicidas, acaricidas…
Cuando llegamos a los
'90, la segunda R.V.; la invasión
transgénica, mucho más dependiente
de los laboratorios, se integra con facilidad
en el universo rural argentino. “Todo”
viene ahora de allí. No sólo
los fertilizantes y los venenos presuntamente
selectivos. Hasta la semilla. Los agrotóxicos
tienen bandera libre en “los campos
de la patria” acompañando la
expansión del cultivo de soja.
Que se escondan las historias
clínicas de los casos de cáncer,
que no se sistematice conocimiento sanitario,
que los sojeros -como el ridículo
caso de Alfredo de Angelis entrevistado
por La Liga- no sepan nada del veneno, revela
únicamente en qué mundo nos
han metido.
Luis E. Sabini Fernández
[email protected]
Mi
expulsión de Lobería gracias
a los agrotóxicos
A través de este relato quiero poner
en público conocimiento lo que está
pasando en los hogares de muchas familias
del interior cerca de campos donde se aplican
agrotóxicos.
Vivíamos con mi
marido y con mis hijas en una quinta de
2 ha en Lobería, a 4 kilómetros
del centro geográfico del pueblo
(5 minutos por asfalto). La casa estaba
ubicada en una esquina alta del predio,
a 10 metros de uno de sus alambrados perimetrales
y a 5 metros del otro alambrado, donde daba
la ventana de la habitación de mis
hijas.
Todo lo que rodeaba mi
propiedad era un campo agrícola de
soja/trigo (la dupla que se hizo los tres
años y medio que estuve allí).
Una mañana un ruido
que no conocía me hizo temblar de
miedo en la cocina y una sombra tapó
temporalmente la luz que entraba por la
ventana. Al asomarme vi con asombro cómo
sobre el borde del alambre más cercano
bajaba una avioneta y despedía una
nube. Corrí a cerrar ventanas y puertas
tratando de que el olor insoportable e irritante
no llegara al interior de mi casa y a mi
hijita de 3 años que, asustada, me
miraba ir y venir.
Estuve averiguando si
podía reclamar que se cumpliera con
los límites de fumigación
pero la respuesta de profesionales y amigos
fue: “no te van a dar bola”.
Otro día me sorprende
otro ruido que con el tiempo se haría
muy familiar: el motor de una “mosquito”
que justo daba la vuelta sobre el alambrado
y seguía a lo largo del otro. Salí
corriendo a descolgar las sábanas
y toallas pero no fue suficiente, tuve que
volver a lavarlas por el olor penetrante
a producto tóxico que tenían
(igual al del Bicherón que conocía
como insecticida de amplio espectro y altamente
peligroso al contacto con la piel).
Nuestra fuente de agua
era un molino ubicado al lado de mi casa
entre los dos alambrados. Cuando llovía
luego de una aplicación, no podíamos
usar el agua por el “olor fuerte”
que tenía.
La peor experiencia ocurrió
en este último verano cuando disfrutábamos
de un asado afuera con visitas del Sur.
Éramos 6 adultos y tres nenas de
5, 3 y 1 año. Era un día con
viento por lo que supusimos que no tendríamos
“problema” para disfrutar de
mi casa y su entorno. Pero en mitad del
almuerzo una mosquito vino a toda velocidad
a aplicar sus venenos sobre el alambre a
pocos metros de donde comíamos. La
reacción fue entrar a las nenas,
la mesa, la comida. Uno de mis invitados
salió a gritarle al aplicador:
“… ¡¿Qué
hacés, no ves que estamos comiendo?!...”y
el aplicador le respondió que el
patrón lo había mandado. Yo
agregué: ”… Pero con
este viento pierden plata, se vuela todo…”
Y respondió “…Yo no sé,
me mandaron. Ahora empiezo más lejos
y luego sigo por acá…”.
Cuando entramos a casa
mi amigo se quebró y me dijo: “vos
no podes vivir así”.
Hasta encontré
un bidón de glifosato al costado
de mi lumbricario, con lo cual supuse que
no sólo no importaba si vivía
alguien allí sino que además
era un buen lugar para tirar “sus
desechos”.
En charlas con un veterinario
de muchos años allí (docente
de la escuela agrotécnica y muy respetado
por la comunidad), me decía que le
llamaba mucho la atención el aumento
de cáncer en bovinos detectados por
él en los últimos años;
todos relacionados con campos donde se usaba
glifosato.
En ese momento decidimos
con mi marido sacar a nuestras hijas de
allí, y olvidarnos de que crezcan
en la ruralidad, de hacerlas amantes de
los pájaros que llenaban nuestros
árboles; y olvidar también
los proyectos productivos propios. Pudimos
en pocos meses mudarnos a una ciudad, encontrar
trabajo y escuela, y poner en venta la casa.
Pero así como nosotros tenemos la
suerte de poder hacerlo, hay miles que no
tienen alternativas y deben quedarse y exponerse
al desprecio por sus vidas, de la de sus
hijos y de sus hogares, además de
la contaminación y de las enfermedades
consecuentes.
Por eso y porque no quiero
que mis hijas sean víctimas de un
sistema productivo voraz en el que vale
todo a cualquier precio, quiero que se conozca
esto y que entre todos busquemos alternativas
que beneficien y protejan a todos los miembros
de nuestra sociedad.
María José
Cés
San Pedro, 12 de Agosto de 2010.
MN: 00991 / DNI: 24 881962
(en internet: https://mail.google.com/mail/?shva=1#inbox/12a83093fce632a3)
Más
cerca de lo que pensás...
Al uso del glisofato con que se fumigan
cultivos transgénicos de soja, maíz
y algodón se sumó la empresa
TBA que realiza fumigaciones para que no
crezca maleza alrededor de las vías.
El año pasado desde la Huerta Orgázmika
-antes de que la arrasara el gobierno porteño-
vieron fumigar las piedritas de la plaza
(El Abasto 107), ahí donde
pueden jugar nuestros hijos…
Revista El Abasto, n° 124
, septiembre 2010.