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Cuestionando nuestro modo de vida a partir del puntapié que da
el documental Plastic Planet

Planeta de plástico

En la primera semana de junio el Instituto Italiano de Cultura proyectó un par de veces una documental de origen alemán, Plastic Planet. Entrada libre.
   Lamentablemente, no llegamos a compatibilizar fechas con El Abasto (si lo hubiésemos sabido antes, lo tendríamos que haber anunciado en el número de mayo; o si el IIC hubiese programado su ciclo para mediados de junio, podríamos haber “invitado” a nuestros lectores).
   Así que nos queda únicamente hacer esta referencia y en todo caso, una vez más, usar ese documental como disparador de un tema que es realmente sobrecogedor. Aunque nuestra cultura cotidiana y los grandes proveedores de la economía mundial se empeñen en ignorarlo.
    Su director Werner Boote lo terminó en el 2009 y al parecer no se lo puede bajar desde Internet.
    Boote hace un recuento bastante autobiográfico. Y cuenta los maravillosos recuerdos que tiene de su infancia con un abuelo industrial del plástico que lo inundaba de una serie de juguetes maravillosos. Con el tiempo, empero, empezó a preguntarse sobre el origen de dichos juguetes y su “maravilloso” material y, sobre todo, por su omnipresencia.
    No sé si por provenir quien esto escribe de la periferia planetaria o sencillamente por no ser descendiente de empresarios industriales, mi testimonio, en rigor mi primer contacto con el plástico, tiene otro sabor: en mi hogar se suplementaban ingresos mediante una modalidad muy extendida hasta hace medio siglo al menos: mis padres obtenían trabajo “casero”, generalmente envasar o elaborar envases semimanufacturados. Por ese motivo, muchas veces, al retorno de la escuela y tras la merienda, solíamos sentarnos alrededor de la única mesa mi madre y nosotros, sus hijos (y eventualmente mi padre).
    Uno de los proveedores habituales de “trabajo” era un industrial plastiquero que nos proveía de enormes cajas de cartón, miles de “cubiertos de copetín”, bolsas, cosedoras metálicas para cerrar las bolsitas “de celofán”, etcétera. Los cubiertos de copetín eran pequeñas piezas de plástico multicolores que a veces se ensobraban así, con colores variados y a veces -quedaba más elegante- de un solo color. Las formas eran sobre todo dos: tenedorcitos de dos “dedos” o espadines tipo florete para pinchar.
    Horas trabajando a mis diez o doce años revelaron algo a mis ojos: si trabajaba con espadines verdes, me quedaban las yemas verdes; si trabajaba con tenedorcitos rojos, me quedaban las yemas rojas, si lo hacía con piezas azules, así me quedaban los dedos… Nunca con un único paquete; se trataba de material seco. Siempre después de un rato… No sólo se me coloreaban las manos, también se iban aceitando… Ya no me acuerdo si además la masa de utensilios era olorosa… de todos si lo hubiese sido, no sería aroma de aceite de oliva…
    Pensar en usar semejantes “cubiertos” para servirse un bocado era algo que me repugnaba. Con todo mi ser.

    Estimo que ése debe haber sido mi bautismo ecologista. Aunque entonces ni conocía yo la palabra ni en ninguna escuela se ventilaba ese tema. Estoy hablando de las décadas del 40 o 50, probablemente más comienzos del 50.
Bastaron muy pocas lecturas en mi vida adulta para entender la gravedad del asunto. Los plásticos, multiformes, tan a mano, tan infantilmente seductores con su policromatismo, son un veneno. Un veneno que no es inerte, un veneno que se desplaza, que migra del objeto hecho en plástico… a dónde sea. A las manos de quien lo manipula, a los alimentos que en tales recipientes se contengan.
    ¿No han observado los dedos de los verduleros que tienen bolsas coloreadas? Les pasa como a mí en mi infancia. Le pregunté a más de uno y el último me dio una respuesta “sabia” aunque penosa: “claro que colorea mis dedos y que debe ser veneno. Pero la gente no quiere bolsas transparentes, no quieren que se sepa que llevan; por eso (no tengo más remedio que tenerlas) tengo éstas”.
    Pero si esta migración sobreviene en frío, tiemblen con lo que pasa con los termoplásticos (los plásticos flexibles o semiflexibles)* ante el calor. Con apenas 40 grados, se dispara la curva migratoria de las moléculas plásticas a una velocidad crecientemente acelerada. No quieran ni pensar lo que constituye el festival de moléculas saltarinas cuando hablamos de 80 o 120 grados (la temperatura con que se planchan los envases del súper)…
    Pues bien: la industria decidió por sí y ante sí, por costos propios, empresariales, sustituir los biberones de vidrio por los de policarbonato hace ya tres o cuatro décadas. En el caso de mis hijos, pude usar un biberón de vidrio con el primero pero ya no había “en el mercado” sino de policarbonato para el segundo y el tercero. Lo mismo ha pasado con los envases de suero. Sólo direcciones hospitalarias muy “tercas” se aferraron a mantener los envases de vidrio, una sustancia probadamente inerte (tan inerte que, bien lavado, se puede usar primero con ácido nítrico y luego con agua; pruebe alguno algo similar con envases plásticos: ponga primero un detergente, ¿alguien podrá tomar luego el jugo de semejante envase sin vomitar?).
   Todas las redes de agua en bidones con graciosos nombres en inglés son de policarbonato. Y no sólo proveen de agua fría, duplicando el servicio de agua corriente bajo el pretexto de una calidad superior del agua (que si fuera cierto, nos obligaría más bien a mejorar la calidad del agua en red), sino también, para nuestra comodidad, de agua caliente.
    Boote en Plastic Planet entrevista a biólogos que han investigado largo y tendido la presencia de plásticos en nuestras vidas cotidianas. Cómo empieza en los objetos; juguetes, bolígrafos, envases, sigue entrando en nuestros cuerpos, incorporando las migraciones y terminan en nuestros sistemas corporales: el sanguíneo, el hormonal… En Plastic Planet, un entrevistado nos recuerda un fenómeno que preocupa a algunos médicos (aunque alegre a muchos empresarios de laboratorio): la creciente esterilidad. Que acompaña con total regularidad la edad: cada generación presenta mayores índices de esterilidad que la precedente: ¿esperaremos mansamente llegar al 100%?
Y hay una escena memorable en PP: una pareja joven advierte que no pueden engendrar, consultan al médico. Y el médico les pregunta sobre su vida cotidiana. Se pasan comiendo comida envasada. Y el médico les dice: -bueno, bueno, bajen (eliminen) la comida en plastfolie [o expresión similar].
    Boote actualiza, aunque lamentablemente sin invocarlo, seguramente por ignorancia supina, actualiza, digo, el informe estremecedor de Jacques Yves-Cousteau de hace medio siglo: con apenas unos diez años invadiendo el mercado, es decir nuestras vidas, la sociedad y la naturaleza, los plásticos flexibles estaban, a mediados de los '60 en todos los mares, en el mar océano planetario.
    Hoy únicamente se ha agravado hasta el punto que no hay una sola zona con agua sin plásticos en todo el planeta, y que por su peso, los plásticos, aunque livianos, tienden a depositarse en los fondos marinos y con ello asfixiando una de las fuentes bióticas más ricas del planeta. Y sin duda la mayor, la más extensa.
    Y mientras las partículas cada vez más pequeñas, no biodegradables, van cubriendo el fondo marino, los pelícanos van a buscar alimentos para sus crías.    No tienen el mar de zargazos a mano, como han tenido siempre, con sus algas y pequeños crustáceos, la comida inmemorial de la especie; ahora estos progenitores recogen de las islas flotantes de plásticos que confunden con krill pequeños objetos, aros, chupetes, asas y se las llevan a sus crías que terminan muriendo de inanición aunque con el buche pletórico de tales objetos. Las autopsias que muestra PP son alucinantes.
   Pero lo que es más alucinante es nuestra pasividad, nuestra postración.

Luis E. Sabini Fernández
[email protected]


Revista El Abasto, n° 132 , junio 2011.


 

 

 

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