El coso del techo
Dicen
que un ángel
lo atrapó en el baño,
lo crucificó
y le sacó los ojos,
y con su sangre
se pintó los labios
y cortó sus piernas
y se las comió
Y Dios
es una máquina de humo
Juan Carlos Baglietto
Eran tiempos revueltos, neoliberales.
Los vecinos habían decidido no
pagar las facturas eléctricas.
Grandes quemas de facturas iluminaban
las plazas esa noche. Él, tampoco
había pagado… porque no tenía
con qué. El aviso decía
“pasadas 24 horas procederemos al
corte”. Él, esa noche no
durmió. Limpió su FAL, se
pintó la cara, vistió el
uniforme de combate y con un termo de
agua caliente y un mate, subió
al techo de la casa a esperarlos.
Llegaron tarde.
Todo el día habían andado
de fajina cortando la luz sin piedad.
Otra obediencia debida. Nadie pagó
ni en San Juan ni en Mendoza. Los vio
venir, y antes de que llegaran al medidor,
les abrió fuego. Las balas señalaron
una línea en el asfalto. De allá
arriba les advirtió… “si
cortan los cago a tiros”. Los tipos
quedaron petrificados.
Llegaron muchos patrulleros.
Rodearon la manzana. Él seguía
en el techo. Firme, con el FAL en ristre,
como un monumento. Ya caía la noche.
Los uniformados de azul lo odiaban o algo
así.
Este se cree que por haber estado allá,
tiene coronita… dijo el comisario
a cargo… son unos desquiciados de
mierda, remató.
Yo lo conocía. No era una gran
amistad. Pero era algo. Llegué
hasta el que mandaba. Bigotitos y buena
panza. Hablaba por el wokitoqui dando
órdenes. Le dije… yo lo conozco
al coso ese. Puedo ir y hablar con él.
Les pido que no hagan nada… le rogué.
Y qué pretende hacer, me gritó…
”mediación” le contesté.
“Ah, usted es abogado”, dijo
fuerte. “No”, le dije…
“soy trabajador social”.
Me mandé adentro. La mujer estaba
serena. Los hijos también. Mirá
mamá, el papi está en la
tele… dijo el varoncito. La convencí
de que se fueran. Llevale agua para el
mate, me dijo. Luego subí al techo.
“¡Estás en pedo compadre!...
¿qué te pasó? ¿Te
volviste loquito?...” “No
hermano”, me dijo. “Yo fui
a pelear por Malvinas. Y aquí no
soy dueño ni siquiera del metro
cuadrado que estoy pisando”.
“Pero te van a hacer mierda”,
le dije. “Debe haber 200 canas en
el barrio. Mirá, están hasta
en los techos de los vecinos”, le
dije. “Me miró… ya
sé, me contestó. Nosotros
también estamos. ¿Nosotros
quiénes?” le pregunté.
“Los compañeros, me dijo.
¿Querés ver? Y me dio unos
binoculares nocturnos”.
Entre los árboles, detrás
de los tanques de agua, entre medianeras,
en cada rincón… había
uno… dos… tres… todos
esperando una orden. Se me heló
la sangre. Bajé y encaré
al comisario. “Deben irse todos”,
le dije casi ordenándole. Me miró
sorprendido. “¿Qué?...”
“Sí”, le dije. “Hay
una bala para cada milico… si hacen
algo, esta noche son boleta… todos
ustedes”. Le señalé
un punto. Miró… tragó
saliva y departió órdenes
en forma nerviosa. En diez minutos no
quedaba ningún cana, ningún
patrullero. Solo el comisario, yo y el
coso ese. Aún en el techo. Como
un ángel nocturno.
“Dígale que se deje de joder”.
Me dijo. Ha sufrido mucho le dije. “¿Me
parece a mí o ustedes lo odian?”,
le pregunté. “¿Odio?
no, qué va, le tenemos lástima.
Son todos una manga de pelotudos que se
creen héroes. Sabemos que andan
en cosas raras…” me confesó.
“Si no deja esa actitud, mañana
vendrá gendarmería o el
ejército. Dígale…”
y se fue… como huyendo.
Al rato los vi llegar. Eran como fantasmas.
Todos armados y vestidos como allá.
Él, por fin bajó. Ellos
hicieron una formación en plena
calle. Saludaron a la bandera que estaba
flameando en el mástil que estaba
en el jardín. La recuperó
el gordo, me dijo. “¿El aviador?”
Le pregunté. “Sí,
ése”. Ya era noche…
Nota. Esta es una anécdota
verdadera. El coso del techo era teniente.
Perdió a casi toda su tropa de
colimbas allá. Caminaba con ruido
de cascabeles. Una ráfaga de ametralladora
casi le corta las piernas. “Estoy
lleno de clavos”, decía…
“soy un soldadito de hojalata”.
Un día, me
pidió perdón. Me confesó
que había sido carapintada. Que
el coronel Seineldín era como su
padre. “Yo me equivoqué cumpa”,
me decía. “Los enemigos no
eran ustedes… Menem nos terminó
de vender a los ingleses, ya nada es nuestro,
hermano”.
Yo le decía
“soldado”. Él se cagaba
de risa… y los demás, también.
José Figueroa