Hoy que Dios me deja
de soñar,
a mi olvido iré por Santa Fe,
sé que en nuestra esquina vos ya
estás
toda de tristeza, hasta los pies.
Abrazame fuerte que por dentro
me oigo muertes,
viejas muertes,
agrediendo lo que amé.
Alma mía,
vamos yendo,
llega el día,
no llorés.
“Balada para mi muerte”
Astor Piazzolla-Horacio Ferrer
En Buenos Aires, el centro
del poder político está
todavía donde lo puso en 1580 Don
Juan de Garay: en la Plaza de Mayo; del
mismo modo que el centro de contaminación
aún está donde su fundador
lo ubicó: sobre el Riachuelo (1).
Algunas cosas no cambiaron en 432 años.
Cuando se fundó Buenos Aires, la
traza de la ciudad no era más que
un rectángulo de 16 cuadras de
frente por 9 de fondo delimitado por las
calles hoy llamadas Balcarce-25 de Mayo,
Viamonte, Libertad-Salta y Estados Unidos.
Así, comienza el devenir de un
país montado sobre un puerto, y
un puerto casi irremediablemente insalubre.
Durante el siglo XIX, la sanidad portuaria
estuvo signada por la precariedad de los
medios científicos, técnicos,
de infraestructura y de personal especializado.
En un país convulsionado -que sólo
a partir de 1854 comenzó a organizar
sus instituciones- es natural que las
medidas de control higiénico fueran
erráticas y circunstanciales. La
única medida que se aplicó
con cierto rigor, fue la cuarentena.
La cuarentena era una medida preventiva
de significativa eficacia médica
pero de considerable negatividad económica,
sobre todo en un país que, como
Argentina, dependía del comercio
internacional marítimo. De allí
que las cuarentenas y su implementación
estuvieron siempre signadas por la tensión
entre los intereses médico-políticos
por salvaguardar la salud de la población
y los intereses económicos de no
perjudicar al mercado (2).
Por otra parte, en esos años la
ciudad tenía una triple dimensión
política: sede de una corporación
municipal que reclamaba mayor margen de
autonomía, capital de la provincia
de Buenos Aires y centro provisorio de
las autoridades del Poder Ejecutivo Nacional.
Las diversas agencias destinadas a las
políticas de salubridad eran una
caja de resonancia de esa complejidad:
la comuna había creado una Comisión
Municipal de Higiene que disputaba el
terreno tanto con la red asistencialista
de parroquias como con el Consejo de Higiene
Pública, creado por las autoridades
nacionales en 1852. A ello, se sumó
la “Comisión Popular”
creada ad hoc por los representantes de
los medios periodísticos de la
época. Esto produjo una serie de
conflictos jurisdiccionales y políticos
irresolubles que sólo tendieron
a reglamentarse y coordinarse setenta
y cinco años después de
la gran epidemia (3). Junto a ello, Buenos
Aires dejó de ser el ombligo sanitario
del país, y la Nación pudo
acceder a la construcción de la
salud como derecho social, como preocupación
pública y como deber estatal.
EL
CÓLERA DE MITRE
En 1867, una epidemia de cólera
azotó Buenos Aires. Según
el Registro Estadístico, la epidemia
causó 1580 muertos (4). El flagelo
de 1867 recorría una ruta indiscreta
-las márgenes del Paraná-
culminando su fatal recorrido en el Río
de la Plata. A los muertos de Buenos Aires
(5) se sumaron los de Corrientes, Entre
Ríos, Santa Fe. En total, se registraron
unos 8 mil enfermos en el país;
uno de ellos fue el propio vicepresidente
Marcos Paz que moriría de cólera.
Sólo en Rosario, la letalidad de
la epidemia alcanzó al 58%. Mitre,
el Presidente y General en jefe de las
tropas argentinas y de la Triple Alianza
es el causante directo de esta tragedia.
En septiembre de dicho año, ordenó
arrojar miles de cadáveres coléricos
del escenario bélico al Río
Paraná para así envenenar
sus aguas e infectar a sus enemigos internos
(6). Es ese mismo General -que desconfiando
de los soldados argentinos llevados a
combatir engrillados-, los envía
enfermos a las líneas enemigas
para –de ese modo- contagiar a los
paraguayos. Claro, a los que siguen vivos,
deseará “exterminarlos”
porque piensa –y con razón-
que desean darle muerte (7). Mitre la
tiene clara; la corporación médica
aún no. Los médicos se habían
dividido en dos grupos antagónicos:
contagionistas e infeccionistas…
LA FIEBRE AMARILLA
DE SARMIENTO
¿Cuáles fueron las circunstancias
que permitieron que en febrero de 1870,
el vapor “Piutou” tocara costas
argentinas y facilitara el descenso de
un pasajero enfermo? ¿Cómo
fue que Francisco Turett, un hombre casado
y de 25 años de edad, lograra alojarse
ya enfermo en el Hotel Roma –ubicado
en la calle Cangallo– y permaneciera
allí, empeorando hasta su muerte
el 22 de febrero? ¿Bajo qué
circunstancias fue posible que el vapor
“Corumba” –habiendo
partido de Asunción el 5 de enero–
eludiera las medidas sanitarias y llegara
a nuestras costas? ¿Hubiera podido
evitarse la muerte de Arístides
Cote, el 11 de enero? ¿Y las muertes
ocurridas el 21 de enero en el pequeño
inquilinato de Bolívar 392 donde
Ángel Bignollo de 68 de años
de edad y su nuera Colomba de 18 años,
contrajeron la enfermedad?
Tengamos en cuenta algunos llamativos
silencios históricos:
En 1870, un año antes de la aparición
de la mortífera y cruel fiebre
amarilla en San Telmo, sucedieron una
serie de acontecimientos que tuvieron
una indubitable relación con su
aparición posterior.
Un caso paradigmático, fue el del
vapor “Douro”, que el día
2 de febrero llegó al puerto de
Buenos Aires proveniente de Río
de Janeiro. La Capitanía del Puerto
de Buenos Aires – advertida de las
maniobras de este barco por eludir los
controles sanitarios en Montevideo y llegar
así a nuestro país –
le impuso la correspondiente cuarentena
por sospechar que a bordo hubiese enfermos
de la mortal peste.
Recordemos que en Río de Janeiro,
la fiebre amarilla ya era endémica,
por lo que toda embarcación que
proviniese de esa zona, representaba un
peligro mayúsculo y cierto.
El 15 de marzo de 1870 se produce otro
incidente similar, aunque más extremo,
dado que se trató de la detección
efectiva de un caso de fiebre que venía
del mismo destino. La Prensa de Buenos
aires, exigió el cumplimiento inquebrantable
de fuertes cuarentenas a las embarcaciones
que quisieran ingresar del Brasil.
Al mismo tiempo, iguales medidas fueron
adoptadas en simultáneo, en las
orillas montevideanas, ya que era la ruta
usual hacia Buenos Aires. Ello promovió
la inmediata protesta de sectores comerciales
tanto nacionales como extranjeros. Como
dijimos al comienzo, la cuarentena, era
una medida ofensiva al libre comercio.
Recordemos también que estaba en
juego la enorme deuda de guerra que Mitre
le hubiera dejado a Sarmiento y que éste
tenía que gestionar: ocho millones
de libras esterlinas – divisas que
sólo eran pasibles de ser obtenidas
a través de la incansable actividad
del puerto y la aduana.
A principios de 1870, al tener noticia
de la fiebre amarilla de Río de
Janeiro, el Consejo de Higiene Pública
había redactado un Reglamento Sanitario
Marítimo que no se puso en práctica
por falta de aprobación del gobierno
nacional (8). ¿Quién negaba
la aprobación?: Domingo F. Sarmiento.
Por lo tanto, a mediados de febrero se
mantenía la “cuarentena”
de 10 días a los buques provenientes
de aquel puerto infestado; la cual era
–a todas luces– insuficiente.
La falta de aprobación de ese reglamento
creaba dificultades a la Junta de Sanidad.
Es así que fueron innumerables
los conflictos que se sucederían
sin solución de continuidad y que
involucrarían a varios actores:
el Capitán del Puerto, los médicos
–que controlaban las patentes y
determinaban las cuarentenas– ,
el Ministerio de Guerra, los intereses
comerciales y… la Presidencia de
la Nación.
El suceso más escandaloso lo tuvo
a Domingo F. Sarmiento, ya presidente,
como principal protagonista. El Dr. Pedro
Mallo prohibió terminantemente
el desembarco de los pasajeros, enviando
a los buques procedentes de Río
de Janeiro, a Ensenada para que cumpliesen
la cuarentena establecida. Fue así
que Sarmiento –quebrantando las
normas del funcionamiento institucional
y pasando por sobre el área de
competencia del Ministerio de Guerra–
ordenó en forma personal levantar
la cuarentena impuesta a ambas embarcaciones
y además –por si fuera poco–
ordenó encarcelar al Médico
de la Junta de Sanidad del Puerto de Buenos
Aires, el Dr. Pedro Mallo (9).
Así, se le abriría la puerta
-ya un año antes- a la epidemia
más letal que sufriría el
Buenos Aires finisecular.
EL CARNAVAL DE
MARTÍNEZ DE HOZ
La fiebre amarilla no detuvo al carnaval.
Oficialmente la epidemia comenzó
con tres casos diagnosticados en Bolívar
392 (hoy 1292). Era una antigua mansión
señorial devenida en conventillo
de emigrantes como tantas otras ubicadas
en la manzana comprendida por las calles
Cochabamba -Perú- San Juan y Bolívar
de la Parroquia de San Telmo.
Los doctores Luis Tamini, Santiago Larrosa
y Lepoldo Montes Oca son enviados por
el gobierno municipal a constatar lo que
era un rumor. Los médicos coincidieron
en el diagnostico: era fiebre amarilla.
El primero de ellos a la sazón
miembro de la Comisión Municipal
informó a ésta en sesión
secreta. Su presidente, Narciso Martínez
de Hoz decide seguir adelante con los
fastos de momo; pensó que la suspensión
de las carnestolendas sería una
medida impopular que perjudicaría
sus aspiraciones políticas con
la fecha de las elecciones tan cerca.
La Comisión Municipal porteña
en pleno, autorizó los festejos
y -como todos los años- un cañonazo
al mediodía fue la señal
de inicio del juego con agua.
La ciudad de Buenos Aires se había
engalanado: fuegos artificiales, bandas
de música, embanderamiento de los
edificios, bailes de máscaras en
el Club del Progreso y en el Club del
Parque. Una de las primeras disposiciones
adoptadas fue el desalojo total de la
manzana de Bolívar, Av. San Juan,
Defensa y Cochabamba. Pero nada parecía
parar la epidemia.
Mientras el jolgorio del carnaval aturdía,
se producían treinta víctimas
diarias. El 22 de febrero la peste penetró
en el barrio del Socorro y se aposentó
en la manzana limitada por las calles
Paraguay, Cerrito, Charcas y Artes (Carlos
Pellegrini).
En sólo trece días, la fiebre
amarilla se había propagado en
ocho barrios de la ciudad de Buenos Aires.
Por las noches la gente se agolpaba en
los teatros para bailar y lucir sus máscaras.
Mientras muchos se divertían, médicos
y curas corrían de un lado a otro
para socorrer a los enfermos, cuyo número
iba en aumento. Se bailaba sobre la cubierta
del Titanic (10).
LA GRASA DE LAS
CAPITALES
Es el mes de enero de 1871. Los primeros
días del año se inauguran
en Buenos Aires con un calor sofocante.
El termómetro indica 37 grados.
Las primeras lluvias llegan para hacer
más insoportable el clima. La medicina
aún ignora que el mosquito “Aedes
aegypti” es el vector de la fiebre
amarilla. En el cálido y húmedo
verano de 1871, dicho insecto proliferó
en todo tipo de charcos y aguas estancadas
por doquier. Buenos Aires era un enorme
criadero de larvas.
Aedes aegypti necesitaba para alimentar
sus larvas de aguas estancadas cristalinas.
El Riachuelo, un río totalmente
eutrofizado a lo largo de los casi 300
años del nacimiento de la Reina
del Plata, es decir, repleto de materia
orgánica, sin oxígeno, era
ya una zona muerta donde predominaban
los procesos anaeróbicos generadores
de gas metano y sulfhídrico entre
otros (11). Las nieblas del Riachuelo,
no fueron la cuna de la peste. Ese río
pestilente no era el medio ideal para
su proliferación… y no era
un mérito.
En una carta, un habitante de Buenos Aires
pinta a esa ciudad de cuerpo entero: “Desde
que fue construída nuestra ciudad,
nunca se evacuó un excusado. Los
pozos negros tienen una profundidad de
20 a 60 pies (6 a 18 metros, aproximadamente),
no tienen revestimiento y carecen de caños
de salida. Los líquidos son absorbidos
por la tierra circundante, y cuando las
partes sólidas se han acumulado,
hasta llegar casi al inodoro, se hace
un nuevo pozo al lado, y se lo comunica
con el viejo mediante una pequeña
zanja. Van a parar allí también
los residuos de la cocina. De modo que
tenemos (...) 30.000 pozos negros o "aguas
de los mil olores" llenos al tope,
y otros 15.000 hasta la mitad, que continuamente,
y a través de todos los poros,
transpiran sus miasmas, convirtiendo a
la ciudad en los días sin viento,
y con elevada humedad, en una verdadera
cueva pestilente. Si entonces llega el
obligado chaparrón, ese vaho venenoso
se hace cada vez peor a medida que el
agua entra en los viejos y nuevos depósitos,
removiendo la papilla de tres o cuatro
generaciones” (12).
La ciudad, en 1871, era en realidad una
ciudad medieval de calles de tierra arcillosa,
muchas de ellas rellenas con los residuos
domiciliarios y fácilmente convertibles
en pantanos cuando las lluvias abundaban.
El agua para consumo de la población
se obtenía de aljibes, en las pocas
casas que los poseían, que coleccionaban
la de lluvia. Pero la mayoría la
recibía de los aguateros que la
recogían del río donde desembocaba
esa gran cloaca a cielo abierto. En esa
bella ciudad, la inoperancia facilitó
la propagación de todos los males,
sin que se atinara a ponerles remedio…
ese año ya era tarde.
CIUDAD DE POBRES
CORAZONES
Ni lerdo ni perezoso, Sarmiento –que
no cree en las brujas pero que las hay,
las hay–, es la primera autoridad
que inaugura el éxodo… o
deberíamos decir, es el primero
que huye (ya se sabe qué personajes
abandonan primero el barco cuando este
se hunde). En efecto, Sarmiento abandonó
Buenos Aires en esos momentos de tribulación.
Lo malo fue que lo hizo a lo Sarmiento,
es decir, estrepitosamente, con ostentación,
rodeado de una llamativa escolta de 70
individuos demasiado visibles y embarcado
en un tren especial rumbo a Mercedes (13).
Su -mal- ejemplo dio pié a todos
aquellos que dejaron de lado sus responsabilidades
públicas. Todos los demás
ministros del Poder Ejecutivo, desaparecieron
de la ciudad. Los tribunales, las oficinas
públicas, la Corte Suprema, sufrieron
el gran ausentismo de sus titulares. La
Legislatura de la Provincia de Buenos
Aires nunca tuvo quórum durante
los meses en que arreció la epidemia.
La función policial se vio saturada
por la ola de saqueos a la luz del día
de las residencias abandonadas; los cadáveres
fueron despojados de sus pertenencias,
y muchos delincuentes actuaron disfrazados
de enfermeros. Los abastecedores no se
animaban a entrar en Buenos Aires y comenzaron
a escasear los alimentos de primera necesidad.
La provincia fue literalmente sellada
en sus fronteras por las provincias limítrofes.
El transporte languideció por la
falta de cocheros. La especulación
castigó a los que se quedaron,
con precios escandalosos de lo que necesitaban
para vivir y la aparición de un
mercado negro quebró a los comercios
minoristas que resistían.
En un momento no hubo forma de conseguir
ataúdes, dado que los carpinteros
o habían muerto o habían
dejado la ciudad. Tampoco había
sepultureros. Los muertos eran simplemente
envueltos en sábanas o trapos,
y recogidos por los carros de basura,
para ser arrojados en fosas colectivas.
Sólo unos 50 médicos quedaron
ofreciendo la poca asistencia que la medicina
de entonces podía ofrecer, muriendo
muchos de ellos. Los demás, huyeron.
La iglesia organizó como pudo el
auxilio de los cientos de niños
que habían quedado huérfanos
y pagó caro su compromiso: 50 sacerdotes
murieron. Sus lazaretos pronto sucumbieron
no sólo por la enorme cantidad
de fallecidos y enfermos, sino por la
masa colosal de inmigrantes que habían
sido arrojados a las calles cuando se
operó sobre los conventillos, quemándose
los pocos enseres y ropas que poseían.
Se los expulsó de sus empleos.
Recorrían las calles sin trabajo,
ni hogar. Es por ello que muchos murieron
en las calles, donde sus cadáveres
quedaban con frecuencia sin recoger durante
horas. Los pocos hospitales, los cementerios
y las casas donde se organizó el
socorro clínico colapsaron hacia
la mitad de lo que duró la epidemia.
La sociedad fue dejada a su suerte, por
quienes tenían la responsabilidad
de sostener la función indelegable
del Estado ante una emergencia como la
de 1871. Quizás, no se hubiera
logrado, por la ausencia del conocimiento
científico de entonces, salvar
más vidas. Pero sí, la tragedia
hubiese tenido menos ribetes inhumanos.
Por suerte, hubo en todo este infierno,
conductas éticas por parte de hombres
y mujeres sencillas cuyo heroísmo
y reconocimiento no caben en este relato
y aun esperan de la historia un gesto
que los inscriba en una página
de honor.
Nunca tuvo tanta pertinencia el pensamiento
del Dr. Ramón Carrillo al afirmar
que “Frente a las enfermedades que
genera la miseria, frente a la tristeza,
la angustia y el infortunio social de
los pueblos, los microbios, como causas
de enfermedad, son unas pobres causas.”
Viviana Demaría
y José Figueroa
[email protected]
Citas y Bibliografía
(1) El rey procura que los establecimientos
más contaminantes se ubiquen aguas
abajo de la población. Por ello
Carlos V ordena a sus adelantados que
“los solares para carnicerías,
percaderías, tonerías y
otras oficinas que causen inmundicias
y mal olor, se procuren poner hacia el
río o mar para que con mayor limpieza
y sanidad se conserven las ciudades”.
El destino del Riachuelo quedaba así
cerrado. BRAILOVSKY, A. “Historia
ecológica de Iberoamérica:
de los mayas al Quijote”. Ed. Le
Monde Diplomatic-Kraicon-Capital Intelectual.
Bs. As. 2006.
(2) Sobre todo, esta medida aplicada en
el Puerto era contraria al “libre
comercio”.
(3) VERONELLI, J. C.. “Medicina,
gobierno y sociedad”. Ed. El Coloquio.
Bs. As. 1980.
(4) Registro Estadístico de Buenos
Aires (1867). Imprenta El Porvenir. Bs.
As. 1869.
(5) El 5% de la población de Buenos
Aires, según
(6) RODRÍGUEZ, M. “La Sanidad
Militar Argentina durante la Guerra de
la Triple Alianza. Enfoque Médico
y Social”. H Grl 601 Hospital Militar
Central "Cir My Dr Cosme Argerich".
Bs. As. 2004.
(7) POMER, L. “La Guerra del Paraguay”.
La Historia Popular. Ed. CEAL N° 34.
Bs. As. 1974.
(8) BERRUTI, R. “La Fiebre Amarilla
de 1870”. Ed. Escolar. Bs. As. 2010.
(9) GONZALEZ LEANDRI, R. “Curar,
Persuadir, Gobernar: La construcción
histórica de la profesión
médica en Buenos Aires. 1852-1886”.
Biblioteca de Historia de América.
Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
Madrid, 1999.
(10) BORAGNO, S. “Los Carnavales
de 1871 y la Epidemia de Fiebre Amarilla”
Publicación “El Corsito”.
Año XVII, N° 42. Número
Aniversario. Centro Cultural Rojas. Bs.
As. Febrero 2012.
(11) CACCIATORE, L. C. “Una Gran
Aldea Sin Tan Buenos Aires, Un Morón
No Tan Córdoba Chica. Higiene,
salud y ciencia ambiental durante y después
de la epidemia de 1871”. http://www.moronhistorico.org.ar/
articulo-20.htm
(12) Carta de Adam Altgelt, en “Los
viejos Altgelt”. Buenos Aires, 1990.
Citado por HARISPURU, A. “Buenos
Aires, 1871. Crónica de una epidemia”.
Revista Conexión Pediátrica
Vol. 1. Bs. As. 2008.
(13) WIÑAZKI, M. “Travesías
Argentinas”. La Peste.