Los
Ellos
ELLOS hace algunas horas que han aterrizado
sus naves en Uruguay. El Presidente Batlle
les ha concedido asilo político.
También dispuso que se les proporcionara
documentos, hospedaje, una suma semanal
de dinero, un traje confeccionado en una
selecta sastrería de la avenida
18 de Julio, dos camisas, una corbata,
un perramus y hasta un cepillo de dientes.
A ELLOS se los ve relajados, risueños
y orgullosos. Atrás ha quedado
la castigada Buenos Aires sumergiéndose
lentamente en una desolada penumbra. Esa
noche, al otro lado del río, ELLOS
serán agasajados con una cena por
su distinguido anfitrión. Habrá
invitados especiales que -al igual que
ELLOS- Batlle les ha brindado un refugio
contra la tiranía del otro lado.
Acá, la lluvia persistente es lo
único que ahora cae del cielo.
Cielo que llora toda esa noche el dolor
por los cientos de muertos, por los miles
de heridos. ELLOS, allá, están
relajados, risueños y orgullosos…
El
recuerdo y el olvido
El acto de conmemorar invita a transitar
espacios que navegan entre el recuerdo
y el olvido. Ambos elementos son constituyentes
de la memoria. Lo olvidado, tanto lo reprimido
como lo negado (es decir lo desplazado
como lo no inscripto) se convierte en
un componente de las narrativas que nos
conforman como sujetos y también
como sociedad.
Estos términos son necesarios al
momento de leer los hechos del 16 de junio
de 1955, señalando en primer plano
que el bombardeo de Plaza de Mayo sobre
la población civil significó
la inscripción y legitimación
de la criminalidad de lesa humanidad que
luego se manifestaría en magnitud
suprema durante la última dictadura
cívico-militar que padeció
la Argentina.
Lo que resulta significativo en lo que
se refiere a los sucesos de 1955 y sus
derivados es la escasa investigación
y difusión de sus causas y sus
alcances sumado a la dificultad de nominarlo
de un modo que resulte abarcativo y pertinente.
¿Bombas sobre Buenos Aires? ¿Matar
a Perón? ¿Bombardeo a Plaza
de Mayo? Son denominaciones que dicen
algo acerca de lo sucedido pero que no
dan cuenta ni develan el propósito
que promovió la masacre mediante
el bombardeo aéreo con bombas de
fragmentación y la metralla con
proyectiles explosivos. Este primer obstáculo,
cierne un manto de oscuridad sobre aquel
día que se extiende luego a través
de la historia dificultando su resignificación
y por ende, desplazando su verdadera dimensión
terrorífica.
El intenso y persistente trabajo realizado
para sostener un discurso que lograra
minimizar la dimensión del horror
ocasionado por el bombardeo, los comandos
civiles y los insurrectos frente a la
exaltación del relato de la quema
de los templos, encapsuló ese segmento
de la historia recortando su profundidad,
su extensión y su sentido genuinos.
A modo de primer acercamiento advertimos
que más allá de la evidente
reescritura que ha sido impuesta y que,
como tal, tuerce el horizonte de sentido
de los acontecimientos, encontramos en
la propia geografía de la ciudad
y en los testigos signos y señales
que colaboran en hacer visible lo invisibilizado
en la producción de discursos acerca
de la masacre del 16 de junio. Por ello
una dimensión de lo expuesto puede
hallarse en la perturbación que
se desprende al interrogar el paisaje
póstumo horas después del
ataque masivo a la ciudad. ¿Cuánto
tiempo fue necesario para retirar de las
calles las bombas que no estallaron, los
bloques de cemento derrumbados, los vehículos
destruidos o quemados, los cuerpos sin
vida, los fragmentos de cuerpos irreconocibles,
apagar los incendios? ¿Cómo
fue posible caminar entre las ruinas durante
los días siguientes? ¿Acaso
la lluvia impiadosa que se desató
aquella noche del 16 de junio fue suficiente
para lavar el dolor y el desconcierto
de las subjetividades argentinas?
Políticas
del Silencio
Para quienes –sin haber sido protagonistas
del hecho histórico– nos
interrogamos acerca de la transmisión
intergeneracional de los sucesos y su
influencia en el presente, hallamos en
los laberintos de la memoria y en sus
lógicas de construcción
elementos para dilucidar cuánto
ha habido de represión psíquica
y cuánto de represión política
en el silenciamiento del bombardeo. La
tensión presente en las palabras
utilizadas para la construcción
del relato, la insistente disputa por
el sentido de la historia y la fricción
permanente que señala lo que puede
ser dicho y lo que deberá permanecer
oculto son tres premisas están
ínsitas en el núcleo silente
de la narrativa del bombardeo y en la
construcción de la identidad tanto
subjetiva como social que devino de los
resultados de su eficacia simbólica.
Por eso la posibilidad de bordear a los
hechos con palabras que convoquen a los
recuerdos expone las contradicciones del
discurso oficial y habilita la salida
de la clausura que ese relato impuso a
lo largo de más de medio siglo.
Entendemos que a partir del análisis
de estos vectores es posible hacer presente
discursivamente a los que fueron destituidos
de su lugar en su historia personal –
por la proscripción sufrida –
y en la memoria colectiva – por
la negación del acontecimiento.
Es por esto que el punto de inflexión
de los relatos que presentaremos a continuación,
esta sostenido en el desafío de
enlazar registros – siempre fragmentarios
en tanto y en cuanto son producciones
humanas y por lo tanto sometidas a las
cualidades de nuestra condición
de seres parlantes – constitutivos
de la memoria social. Memoria “abierta
al trabajo de rememoración colectiva
que cualquier sociedad necesita realizar
a la hora de pensar el presente y construir
líneas de análisis pero
también cursos de acción
hacia el futuro”.
Pearl Harbour
Su nombre aparece vinculado a la primera
expedición aérea argentina
sobre la Antártida. Un 13 de Diciembre
de 1947 aquel cielo fue surcado por primera
vez por una aeronave de pabellón
nacional. Cumplieron dicha proeza, un
grupo de marinos argentinos bajo el comando
del Contralmirante Gregorio A. Portillo
a bordo del avión cuatrimotor Douglas
C-54 Skymaster. La tripulación
del 2-Gt-1 estaba compuesta -entre otros-
por el Copiloto/Navegante Teniente de
Navío (Aviador Naval) Jorge Alfredo
Bassi.
Seis años después -en 1953-
se embarcaba para realizar un rutinario
viaje de instrucción en la Flota
de Mar el –ahora- Capitán
de Fragata Jorge Alfredo Bassi. Entre
sus pertenencias llevaba una exótica
bibliografía en la que resaltaba
un documento del célebre Capitán
de Navío de la Armada Imperial
Japonesa: Mitsuo Fuchida. En esos registros
de guerra -quien fuera Jefe de Ataque-
diseminaba sus pedagogías bélicas
como piloto imperial. Aquel golpe agresivo,
preciso, devastador, estremecedor y fulminante
que la Marina Imperial del Japón
le asestó a la Flota del Pacífico
de los Estados Unidos lo fascinaba. Él
era aviador como Fuchida y también
marino. Lo que lo diferenciaba de aquél,
era su odio visceral a Perón, lo
que lo acercaba, era su confianza ciega
en la visión táctica del
poder aéreo.
Un día no pudo más y se
animó en una sobremesa. “¡Qué
lindo imaginar la Casa Rosada como Pearl
Harbor!” comentó. Imitar
aquel bombardeo japonés para destruir
la Casa Rosada y sepultar a Perón
y a toda su comitiva bajo los escombros
y poner punto ?nal a su tiranía…
explicó, sin ruborizarse. Un ataque
de tres minutos desde el aire, bajo la
iniciativa de la Base Aeronaval de Punta
Indio y la historia la comenzamos a escribir
nosotros, afirmó. Sirvió
una ronda de fino cognac y testeó
la mirada de sus camaradas.
Los capitanes de fragata Antonio Rivolta
y Néstor Noriega se guiñaron
los ojos, Francisco Manrique y Recaredo
Vázquez sonrieron satisfechos.
Jorge Bassi ensayó un brindis.
La conspiración había germinado
a bordo y él era el dueño
de una idea entusiasta, con estilo, moderna,
sin ningún liderazgo militar. Duplicaría
aquellos lejanos -y fríos- oropeles
antárticos donde fuera un humilde
copiloto… ¿quizás
mañana primer mandatario?
La Gloriosa Clase
'34
Cuando los sortearon para la colimba,
les tocó servir en el Regimiento
de Granaderos a Caballo. De otro modo
aquellos jóvenes provenientes de
lugares tan diversos no se hubiesen conocido.
Las madres de los muchachos estaban un
poco más tranquilas que las demás
y hasta orgullosas. Que fuesen destinados
en Granaderos era mucho mejor que marina,
aviación o simplemente el ejército.
Ya sabían ellas el riesgo que corrían
sus hijos. Lo sabían por sus padres,
sus maridos y por todos los varones que
habían pasado por esa experiencia.
Algunos no hablaban nunca de eso, otros
repetían la proclama de que se
habían hecho hombres, otros barnizaban
su paso por el servicio militar con una
cuota de humor. Para éstos últimos,
era el único modo que encontraban
de tramitar la humillación que
la Fuerza les había hecho vivir.
Sabiendo que en casi dos años regresarían
a sus vidas, la colimba garantizaba que
el tiempo que pasaran allí fuese
lo suficientemente penoso como para que
no se olvidara jamás.
Así y todo, el Regimiento de Granaderos
a Caballo, tenía otra impronta.
Los trajes impecables, estar en Buenos
Aires cerca del Presidente, atenuaba la
crueldad inherente al servicio militar
obligatorio.
Pero mucho más que el hecho de
compartir aquel momento insalvable de
sus vidas, fueron los hechos que escribieron
la Historia los que llevaron a esos hombres
a sellar un pacto que los mantendría
unidos para siempre.
Aquella mañana del 16 de junio
cerca del medio día correspondía
el recambio de los cuarenta granaderos
que estaban destinados a los diferentes
espacios de la Rosada. Pero las cosas
sucedieron de modo diferente.
La orden en las cuadras de armar a toda
velocidad los escuadrones sonó
fuerte y clara. Luego embarcarse en los
camiones, comunicaciones interrumpidas,
silencio, frío, miradas insoportables
y humo. Al llegar a la Casa de Gobierno…
el infierno.
El paisaje de los colectivos incendiados,
los autos calcinados, la sangre y el profundo
olor a muerte provoca el estupor de los
granaderos. De pronto un disparo se escucha
demasiado cerca y el camión pierde
estabilidad. Desde atrás poco puede
verse, pero mucho es lo que se puede imaginar.
Los gritos de la gente en las calles,
desorientada y atónita, se mezclan
con las órdenes.
Mientras los leales apostados en sus lugares
asignados defienden a sangre y fuego la
Casa de Gobierno con sus armas de principios
del siglo XX –los fusiles Mauser
de modelo a cerrojo que sólo cargaban
cinco proyectiles– comienzan a llegar
los refuerzos. A ese escenario llegó
el 3º Escuadrón del Regimiento
de Granaderos a Caballo. Los conductores
de los vehículos se encuentran
entre las primeras bajas. Ramón
Cárdenas es quien conducía
uno de los vehículos de la columna
que transportaba el refuerzo a la Casa
de Gobierno. Maniobrando bajo el fuego
enemigo, logra aproximarlo a la puerta
de entrada para que sus compañeros
puedan descender más a cubierto.
Él fue alcanzado por las balas
de los fusiles semiautomáticos
FN de procedencia belga que había
ingresado de contrabando el Almirante
Rojas especialmente para la ocasión.
En esa circunstancia los granaderos del
3º Escuadrón tratan de ingresar
por la puerta de la Custodia pero se encuentra
cerrada. Al abrirse el portón algunos
logran entrar durante los intervalos que
dan las balas. Muchos resultan heridos.
Finalmente otros, como José Alodio
Baigorria, Laudino Córdoba, Mario
Benito Díaz, Orlando Heber Mocca
y Pedro Leonidas Paz tienen menos suerte.
Mueren alcanzados por las balas sediciosas.
Entre tanto los francotiradores que están
situados en el Ministerio de Asuntos Técnicos
no dan tregua. Por las calles los insurrectos
arrasan con lo que tienen a su paso y
el cielo está virtualmente repleto
de aviones. De todos lados surcan las
balas y caen las bombas que arrojan los
veinte North American AT6, los cinco Beechcraft
AT11, los tres Catalinas y finalmente
de los diez Gloster Meteor.
Dentro de la Casa de Gobierno están
atrapadas alrededor de cuatrocientas personas
–entre funcionarios, empleados y
público– inmovilizados y
aterrados frente a la masacre de la que
son testigos. Protegerlos y luchar contra
el enemigo son las órdenes que
los granaderos tienen que cumplir.
Al mismo tiempo en la terraza del edificio
otra batalla desigual se está librando.
Víctor Enrique Navarro es uno de
los granaderos integrante de la fracción
que tenía a su cargo la defensa
antiaérea de la Casa de Gobierno.
La metralla leal defiende ese espacio
sin descanso. En el momento de reabastecimiento
de municiones, el granadero se desliza
con rapidez… pero no la suficiente.
Una ráfaga impiadosa de los aviones
golpistas pinta de rojo su cuerpo dejándolo
inerme para siempre.
Abajo, la orden de salir hasta Paseo Colón
y detener a la infantería de marina
no se hizo esperar. La consigna era hacerlos
retroceder. En inferioridad de condiciones,
número y armas los granaderos repelen
a la infantería hacia el Ministerio.
Entre los escombros, los cuerpos sin vida
y los heridos comienzan a aparecer los
tanques reforzando la posición
aliada. Ese es el momento en que los marinos
acorralados sacaron una bandera blanca
y la agitaron en señal de rendición.
La hazaña de los granaderos parece
llegar al final.
De pronto, un zumbido imposible, cruza
el aire.
Ante la mirada atónita de todos
cinco aviones Gloster avanzan desde La
Boca y apuntan sus veinte cañones
con proyectiles explosivos de 20mm directamente
sobre la población inerme.
Los conspiradores ya se han rendido pero
los infames que continúan en el
aire ametrallan en son de escarmiento.
No satisfechos con ello, sueltan sus tanques
suplementarios de combustible de 800 litros
sobre esa ciudad abrazándola en
fuego.
No pudieron matar a Perón, pero
no renunciaron al sueño de matar
al peronismo en cada víctima que
dejaron sin vida en las calles de Buenos
Aires.
Recién después de eso, voltearon
rumbo al Uruguay.
Los días posteriores abonaron al
reinado del encubrimiento.
Francisco Robledo, Miguel
Cernada, Diego Bermúdez, Héctor
Sosa y Rubén Sosa ya son ancianos.
Hablan de aquellos días y lloran
y sufren como si los gemidos de dolor
siguieran intactos en sus oídos.
Como si la sangre, el humo y el polvo
estuviesen pegados aún en sus narices.
Después de aquella entrega incondicional
en favor de la defensa de la vida institucional
y democrática de la nación,
llegó el silencio. Un silencio
doble: el silencio impuesto sobre el relato
de los acontecimientos de la historia
y el silencio producto de la impunidad.
Cincuenta años después la
democracia comenzó a escuchar su
sufrimiento. Es así que una escuela
en la Matanza, lleva en sus aulas el nombre
de los “Granaderos del Silencio”
en honor a los nueve Granaderos que en
forma heroica murieron cuando, cumpliendo
la misión de escolta del Regimiento
de Granaderos a Caballo defendieron al
presidente constitucional durante la matanza
del 16 de junio de 1955.
En la escuela EPB nº 82 de “La
Matanza”, nueve de sus aulas fueron
bautizadas con los nombres de aquellos
conscriptos de 21 años que resistieron
el embate de cientos de militares insurrectos
y francotiradores rebeldes que pugnaban
por entrar al Palacio Presidencial. Sin
nombre y rodeada de una villa, la escuela
se levanta entre los escombros a fuerza
de pura voluntad y convicción,
tal como lo hicieran aquellos granaderos
leales que defendieron la democracia en
1955 durante su paso por el servicio militar
en el histórico batallón
creado por San Martín.
En 2010, cincuenta y cinco años
después se logra escribir la Investigación
Histórica “Bombardeo del
16 de Junio de 1955”, publicación
realizada por la Unidad Especial de Investigación
sobre Terrorismo de Estado del Archivo
Nacional de la Memoria, dependiente de
la Secretaría de Derechos Humanos
del Ministerio de Justicia, Seguridad
y Derechos Humanos de la Nación.
También se erige un memorial y
se conquistan reconocimientos previsionales
para las víctimas del Terrorismo
de Estado de 1955.
Sin embargo, cincuenta y siete años
después, seguimos desenterrando
los cadáveres de nuestros hermanos
de entre los escombros, abrazados en la
esperanza de que su presencia convoque
a la Verdad, a la Memoria y a la Justicia
para que los responsables civiles y militares
(vivos o muertos) de este crimen de lesa
humanidad no queden impunes.
Viviana Demaría
y José Figueroa
[email protected]
Revista El Abasto, n° 144 , junio
2012.