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Libertad de elegir

Los que leen nuestra columna de ecología reconocerán muy bien los problemas que conlleva el monocultivo de soja genéticamente modificada (GM) del cual somos vanguardia mundial, por no decir conejillos de indias. Enumerar todos sus “contras” en este espacio sería imposible, pero hagamos un paneo de nuestros problemas en este sistema que sirve con muchos dividendos a unos pocos.
Más allá de que no sabemos lo que podrá hacer en nuestro organismo un, por ejemplo, gen de pescado, en un poroto que luego comemos, también está el riesgo de ingerir demasiados agroquímicos por la resistencia que desarrollan esas plantas. Está ampliamente demostrado que el glifosato, con el que matan los bichos y toda competencia vegetal, conlleva malformaciones en humanos. Y todo este tema está directamente relacionado con la expulsión de gente del campo (donde todo se mecaniza cada vez más dejando a la gente sin trabajo y donde encima se hace imposible vivir rociado con herbicidas), que se viene para las ciudades engrosando así las villasmiseria y por ende nuestra realidad social urbana.
    Y este modo de cultivar “el suelo” como si fuese una fábrica apareja: contaminación, empobrecimiento de los nutrientes de la tierra, desertificación, y por ende brinda el sustento indispensable para lograr grandes inundaciones que también arrasan con nuestras ciudades. El modelo también concentra cada vez más la tierra en menos manos de empresarios. Extermina la microfauna y la microflora, a otras plantitas y animalitos –en este número hablamos nada menos que de las abejas, responsables de la polinización y por ende de la continuación natural de la vida– que antes estaban por el campo que se transforma en un solo cultivo de un único alimento. También depende en gran parte la economía del país de la venta de ese producto, manteniendo así el cuestionado modelo agroexportador tan típico de países subdesarrollados. El monocultivo también viene achicando las áreas de pastoreos de “nuestras” (“aramos dijo el mosquito”) vacas y por ende su encierro y alimentación vía feedlot: alimento balaceado -que incluye pollo para un animal históricamente herbívoro- en un espacio donde las vacas casi no se mueven, salvo para tirarse sobre su propio excremento aumentando con “su” nuevo “modo de vida” no solamente su grasa corporal -y nuestro colesterol- sino también el riesgo de contagiarnos el síndrome urémico hemolítico (por lo que recomiendan lavarse bien las manos, los utensillos y cocinar bien, pero bien la carne, especialmente la picada).

Ante este poco auspicioso panorama semiapocalíptico, donde no cabe otra que comparar a Monsanto con la Corporación Umbrella (y si no hacemos algo, pronto las afueras serán el desierto de Judge Dredd), se nos hace imposible desde un medio barrial de la capital modificar demasiado, apenas señalar los hechos. Pero también nos da la herramienta indirecta de solicitar a nuestros diputados y legisladores que presenten alguna ley donde se exija al productor informar sobre el origen de los alimentos para consumo humano. En otras palabras, no proponemos quemar los cultivos GM como hacen, por ejemplo, en Hungría, ni siquiera prohibir los transgénicos como hace prácticamente toda Europa. Solamente pedimos que haya una ley que nos informe a los consumidores si un alimento es GM o no. Y si una vaca pastorea libremente o no. Si le pusieron hormonas o si le dieron antibióticos.
    Cuando pedimos que algún diputado valiente levante el guante no pensamos solo en nosotros, sino también en nuestros hijos, tus hijos, sus propios hijos, nuestros nietos: ¡tenemos derecho a saber y elegir lo que comemos! Porque no puede ser que el capital tenga más derechos que la gente. El derecho al conocimiento es constitutivo de una democracia. Es más, ¡diría que es un derecho humano fundamental saber lo que uno ingiere!

Rafael Sabini
[email protected]


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Revista El Abasto, n° 157, julio 2013


 

 

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