El subsidio:
arma de doble
filo
El porteño,
mejor dicho el habitante del AMBA, de todo
el Gran Buenos Aires tiene a menudo que
tomar dos o tres medios de transporte, combinando
colectivo, tren, bicicleta o auto propio,
subte. Suele llevarle si vive muy cerca
“apenas” una hora, pero no es
raro que el acceso al lugar de trabajo (y
otro tanto el retorno) le insuma dos horas...
o más.
Si el tiempo resulta insoportable,
el desembolso en cambio, suele ser menor,
casi irrisorio. Uno viaja 30 km. en tren
por 1,50; o un viaje en colectivo de 40
o 50 km. puede salir menos de tres pesos…
Las empresas de transporte
tienen un ingreso a menudo simbólico
con el pago de los boletos, viven de…
los subsidios.
Con los subsidios, todos
tranqui.
El empresario de la rama
de transporte puede extraer sus buenos rindes.
Y la gente “contenta” porque
no le desbarajusta el bolsillo. Pensemos
por un momento cómo un aumento, menor,
del boleto, creó todo un cimbronazo
al gigante brasileño, porque la gente
sintió el aumento en SU bolsillo
(testimonios en la calle, indignados o resignados,
de que suprimían una comida semanal
para solventar el aumento…). El pequeño
aumento del transporte colectivo disparó
un malestar social que prácticamente
ha golpeado a la sociedad brasileña
por donde se la mire…
Gracias a los subsidios,
en la Argentina se han generado, según
la versión oficial, cientos de miles
de empresas. También la maternidad
prematura tiene subsidios y en general,
los Planes Trabajar no son sino subsidio
a formas de trabajo generadas por el estado
para combatir la exclusión y la desocupación.
El país ha ido generando una circulación
económica altamente subsidiada. Tal
vez no haya precedentes de tal intensidad
en el otorgamiento de subsidios. Altamente
comprensibles, como compensación
ante la política de rapiña
y despojo practicada en tiempos militares
o menemianos (recordemos que la dictadura
fue el gran disparador de la deuda externa
y que el menemato fue la dispendiosidad
de los gastos y la fastuosidad que se reveló
totalmente insustentable cuando desapareció
“la magia” del uno a uno….).
Altamente comprensible
si miramos esos nefastos capítulos
del pasado reciente. Pero en rigor, medidas
que tienen un efecto devastador más
a largo plazo.
El subsidio indica en
primer lugar, un enorme flujo de sobrantes
o de medios disponibles por encima de lo
habitual. En “idioma argentino”,
estamos hablando de la bonanza de la soja.
Una bonanza peculiar.
Porque en primer lugar se ha logrado a costa
de la salud de los mismos argentinos. Todavía
no sabemos de quiénes. Mejor dicho,
ya sabemos que a costa de los argentinos
que han tenido la mala suerte de habitar
cerca de los sojales. Ya conocemos los capítulos
como el de Barrio Ituzaingo suburbio de
la capital cordobesa, regado “generosamente”
con las fumigaciones de la soja -las que
aseguran tan grandes ganancias- que durante
años eran festejadas por los vecinitos
que veían pasar tan cerca los aviones,
hasta que poco a poco, el reguero de enfermedades,
serias, graves, atroces, que los vecinos
empezaron a asociar con las pasadas aéreas
fue revelando la toxicidad del modelo agroindustrial
que le daba y le da tan buenos rindes a
los sojeros. Algo por el estilo en Las Leonesas,
Santiago del Estero, en Loma Sené,
Formosa, y tantos otros sitios.
Los médicos de
los pueblos fumigados afirman que hay unos
once o doce millones de habitantes que están
en contacto más o menos directo con
las plantaciones agroindustriales (soja
en primer lugar, pero también maíz,
por ejemplo), y por lo tanto expuestos con
más o menos intensidad a la toxicidad
de sus “paquetes tecnológicos”.
Pero el viento es todavía
un elemento natural e ingobernable. Por
eso, podríamos decir que no sabemos
qué población está
expuesta. Del país e incluso de los
países limítrofes. Ciertamente
cuando más lejos se vive de las zonas
de cultivo, menos posibilidad hay que el
viento le haga llegar venenos, pero es apenas
un cálculo probabilístico.
En resumen, el dinero
que ha permitido la generosa política
de subsidios tiene un trasfondo menos tranquilizador,
menos gratificante de lo que podríamos
creer a primera vista. Baste pensar que
la “producción “ de enfermedades
es muy, muy costosa, además de ser
denigrante, humillante, para quienes tienen
que sufrirla.
Pero la política
de subsidios tiene otros “males”.
Socialmente también es tóxica.
Porque nos hace creer en bondades o en resultados
que no provienen de lo que imaginamos. Y
porque nos dependiza, nos deja pendientes
y dependientes de los subsidios.
En sociedades con alto
nivel de responsabilidad personal, el subsidio
menoscaba. Pienso en sociedades, por ejemplo,
del norte europeo donde la población
lo acepta generalmente como emergencia.
Y en general, el subsidio termina cuando
la emergencia cede. Es como si quemara las
manos; la población tiende a rechazar
el subsidio permanente.
Nosotros vivimos una sociedad
más regalona. Así lo cree
quien esto escribe. Los países de
origen colonial tienen una marca de nacimiento
que tenemos que aprender a superar y a dejar
atrás. Venimos de países y
estados que fueron creados para provecho
ajeno. De la respectiva metrópolis.
Por eso países como Argentina tienen
tan fuerte historia de contrabando y corrupción.
Por los intereses de las diferentes metrópolis.
Y por los sectores locales negociando y
“navegando” entre tales intereses.
Esa “marca” colonial ha configurado
buena parte de nuestra idiosincrasia. Se
trabaja lo imprescindible; basta ingresar
a alguna oficina pública para darse
cuenta (con las contadas excepciones que
claro que existen).
En sociedades como la
argentina, los subsidios tienden a permanecer.
Pero la política de subsidios se
mantiene si hay con qué. Por eso,
el país ha conocido tantos cimbronazos.
Porque si la coyuntura
favorable, el viento de cola o como quiera
llamarse cede, pasa, desaparece o se vuelca
en contra, la base material de los subsidios
se puede afectar tanto como para que esa
realidad desaparezca, con tanta firmeza
como había aparecido.
Y si los subsidios han
servido para “comer pescado”
pero no para aprender a elaborar y manejar
las cañas de pesca, estamos en problemas.
En principio, no debería
haber subsidios por décadas, por
que corrompen los costos (y transitivamente,
gente). El caso trágico, y repetido,
de los accidentes ferroviarios (por ejemplo)
debería servirnos de ejemplo.
Luis
E. Sabini Fernández
[email protected]