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Golpe a golpe
Verso a verso

Cantares
Joan Manuel Serrat


Voy aprendiendo a cuidar
a los que quiero
yo no puedo abandonarlos mas
dejarlos solos no no nunca mas

La maldita máquina de matar
Billy Bond y la Pesada del Rock

Un lejano 20 de octubre de 1972, mientras los pediatras celebraban su día, el rock argentino –dejando atrás para siempre su infancia– se subió al ring del Luna Park. En un espacio urbano vinculado históricamente al boxeo (a ese deporte de combate donde los golpes son su característica distintiva), ese día viernes estaba programado un Festival de Rock. En una Buenos Aires asfixiada política y culturalmente por la “Revolución Argentina”, la vida cotidiana proseguía, renovándose como podía entre la censura y la represión. Los Federales venían de sacar a los empujones a un presidente de la Casa Rosada, venían de romperle la cabeza a palos a los universitarios de la UBA, venían de combatir el Cordobazo (y de realizar tropelías contra otras policías), venían de haber participado de la Masacre de Trelew, de reprimir en diversas otras provincias las puebladas, venían cebados. Ese día, creyeron que iba a ser otro paseo. Sólo tenían enfrente a chicos y chicas a quienes odiaban sólo por eso: ser jóvenes. Qué sencilla sería la faena de romperles la cabeza a los flower power, a los peace and love, a los hippies porteños que se identificaban con el rock, a esos que hasta sus propios congéneres politizados consideraban “faloperos”. Pero ese día, 20 mil chicos y chicas dieron batalla y los vencieron. De eso, trata esta historia: de la Pesada del Rock.


¿Cómo nos posicionamos frente al mundo que habitamos? Podemos considerar que la sociedad existió desde el inicio de los tiempos, que fue “creada” de una vez y para siempre y que todo está como era entonces. Pensando así, el mundo se clausura en un acontecimiento que no cambia y que sólo es cuestión que el tiempo transcurra. Avances más, avances menos en relación a la tecnología, sería lo que denominaríamos “cambios” o “evolución”.
    O por el contrario, podemos pensar que la sociedad es un complejo devenir, donde los elementos que la conforman se van tejiendo y emergiendo creando el complejo mundo en que vivimos. Creando y creándonos como humanidad. De este modo, pensamos al mundo no sólo como un conjunto de sustancias que tienen materialidad, sino como palabras portadoras de sentido que bañan y significan a la materia que constituye el mundo.
    Un ejemplo de lo expuesto es el cambio de signo que ha transitado la cultura en referencia a la cuestión del término “raza”. ¿Cuánto tiempo pasamos, como humanidad, regidos y hablados a través de esa idea? Aquellos que pretendían fundamentar una superioridad jerárquica sobre otros seres humanos lo hacían sostenidos en un discurso donde la inferioridad de la mujer, el salvajismo del habitante originario, la carencia de humanidad del niño, garantizaba su posición dominante. Había algo del orden de la biología como sustancia inmodificable, que hacía que quienes no pertenecían a la condición de varón, blanco, adulto, europeo, propietario, estuvieran en un estadio de inferioridad respecto de los que sí la poseían.
     Y así como en los tiempos históricos en que la noción de raza tenía presencia, valoración y sentido, el mundo se dividía en humanos más humanos que otros, también se justificaba el sometimiento y la denigración –hasta el poder sobre la vida del otro– por considerarlo inferior. Como dijimos antes fueron el aborigen, la mujer, los niños y –como no podía ser de otro modo– los jóvenes, quienes estaban en lista de espera para conquistar humanidad.
   La cultura tuvo que recorrer un largo camino para construir nociones que hoy nos parecen habituales e incuestionables, y que nadie se atrevería a desconocer por lo menos en el orden del pensamiento y a la luz del día. Philippe Àries fue quien –con sus investigaciones– visibilizó claramente el trayecto que recorrió la cultura para edificar la noción de infancia.
   Dicho de otro modo el planteo es el siguiente: “niños” hubo siempre, más no así “infancia”. Los cuerpos de los niños fueron pensados de diversos modos a lo largo de la historia. Y sólo cuando la cultura les otorgó humanidad, pudieron ser registrados como sujetos sociales. Se les adjudicó un alma, se los reconoció frágiles, se distinguió un tiempo de indefensión que fue siendo cada vez más extenso. Sin embargo la niñez fue durante mucho tiempo un compás de espera para llegar a ser… adulto. El ser “pleno” estaba en otro tiempo vital. Durante diez años todas las naciones, en todos los idiomas, en todas las sociedades, pensaron un marco de legalidad para hablar acerca de la infancia. Y así -en 1989- la Convención Internacional de los Derechos de los Niños, reconoció que “los niños son personas”, sujetos de Derecho. Reconoció su visibilidad social y su pertenencia al mundo “humano”. Ya no había un lugar al que llegar para “ser”, sino que cada edad vital pasó a tener existencia y legitimidad en sí misma.
Creemos que este ejemplo basta para exponer el lugar desde donde vamos a continuar escribiendo acerca de la relación entre mundo adulto, mundo juvenil y dictadura.
   Entonces, con lo antes dicho, vamos a postular - ya que de ellos hablamos- que jóvenes hubo siempre, pero que “la juventud” es un elemento histórico, es la emergencia de un sujeto social que fue construido y vio la luz en las postrimerías del siglo XX o más precisamente después de la posguerra. Y con su advenimiento y lucha la sociedad conquistaría muchos derechos antes impensables. O sea, ayer nomás.
   Si el rock los produjo a ellos o ellos produjeron al rock es como preguntarse si fue primero el huevo o la gallina. Es un proceso que se entrelaza y nutre mutuamente. De este modo, la juventud se construye en función de los legados que una generación le deja a otra. Es así que ingresamos en la temática juvenil por la vía que contradice el sentido instalado de considerar a la juventud como una eruptiva.
   Consideramos que la juventud no es una “etapa” sostenida solamente por la biología. El cuerpo joven, la “carne joven”, es una cualidad de la materialidad orgánica. La conquista de la humanidad entonces fue saldar esa brecha existente dándole entidad a la edad social.
   De este modo, ya no venimos, transitamos y habitamos este mundo de la mano de Dios o del destino, sino de la mano de la cultura.

El 28 de junio de 1966, la hora cero del quinto golpe de Estado comienza con una orden policial: “desalojen”. Un pelotón de la Guardia de Infantería de la Policía Federal Argentina, irrumpe en la Casa Rosada para -literalmente- echarlo a empujones al Presidente Arturo Illia. Esos mismos muchachos -al mes de aquella gesta- en un inusitado despliegue de guerra, apalean y encarcelan a autoridades, profesores, científicos y estudiantes de la UBA en su “heroica” Noche de los Bastones Largos. El Jefe de la Policía Federal, General Mario Fonseca, dio una orden terminante: “hay que limpiar esta cueva de marxistas… sáquenlos a tiros si es necesario…”
   En mayo de 1969, los muchachos reaparecen en Córdoba con la flamante “Brigada Antiguerrillera” creada por –y al mando de– el Comisario Villar. A raíz de un sumario contra varios de sus efectivos radicado en la Comisaría 4ta. Unos 150 federales atacan dicha Comisaría, armados con fusiles Fal, subametralladoras, granadas, pistolas lanza-gases y armas cortas. Redujeron a todo el personal de la Comisaría (que cumplía sus labores habituales), a los que obligaron a colocarse de cara contra la pared con las manos en alto, mientras eran despojados de sus armas reglamentarias y apuntados a sus cabezas -incluido su Comisario-. La “Brigada Antiguerrillera” arrancó los cables telefónicos, destrozó los muebles, elementos de oficina y archivos de la dependencia. La Voz del Interior informaba de esta aberración policial y la noticia repugnante se esparcía como reguero de pólvora. El estupor de los policías atacados se había convertido en indignada impotencia. La rabia de agentes y oficiales los hacía llorar sin disimulo. Varios agentes recibieron golpes y culatazos que les provocaron lesiones que obligaron -después- a su internación en el Hospital San Roque.
   Los Federales buscaban el sumario… Luego de pasado el copamiento -y debido a que ya habían comenzado a conocerse los incidentes- numerosas unidades cordobesas ya se habían dirigido a sus lugares de acuartelamiento, retirando armas largas y ametralladoras con el objeto de ir a buscar a los federales y directamente cagarlos a tiros.
   La “Brigada Antiguerrillera” se hizo fuerte en la Isla Crisol del Parque Sarmiento con el objeto de resistir la represalia de toda la Policía de Córdoba. Villar, quien esperaba asumir el grado más alto de la PFA, fue a prisión, como todos los camaradas que lo secundaron.
   El Buenos Aires Herald dijo en sus páginas: “Se ha puesto bien en evidencia que uno de los aspectos más problemáticos va a ser el suprimir el virtual ejército de represión que se ha ido constituyendo en los últimos años. Las patrullas de represión de la Policía Federal han sido equipadas con considerable armamento… su arsenal va más allá de lo requerido para el mero control de multitudes. Va a ser muy difícil refrenar a hombres que parecen no reconocer limites a su autoridad”.
   Despuntando los primeros años de la década de los ´60, el Comisario Luis Margaride -por entonces jefe de la División Seguridad Personal de la Policía Federal- creaba la “Brigada de Moralidad” (que Peter Capusotto parodia genialmente). Este sombrío personaje salía de patrulla en las noches porteñas para dirigir personalmente los operativos contra la sexualidad rioplatense. Más de 700 operativos contra los “telos” quedaron en su foja de servicios. Las detenciones se contaron de a miles. Su campaña incluyó el intolerable signo de degeneración masculina: el pelo largo, y la abreviada e inmoral minifalda femenina. Obvio, la presa mayor fueron los homosexuales.
   El beso en lugares públicos se purgaba en un calabozo. A raíz de no poder controlarlo, ordenó el retiro masivo de bancos de plazas y paseos, que fueron a dar a galpones cedidos gentilmente por la Armada. Su celo puritano lo llevaba a visitar los antros nocturnos porteños: boites, baños públicos, teatros y cines. A él se debe que el pantalón Lady Far West fracasara comercialmente, porque ordenó retirar la gráfica donde la divina espalda de Chunchuna Villafañe lo lucía impúdicamente.
   La llegada del dictador evangélico Onganía exacerbó su labor: los inmundos hippies y rockeros viciosos eran arriados en masa en colectivos que la fuerza decomisaba para dicho quehacer al finalizar los recitales. El “coiffeur de seccional” pasaba la máquina cero dejando apenas una pelusa donde antes hubo una andrógina cabellera. Ya entrados los años 70, “La Cueva”, noche por medio o recibía la visita amenazante de los oficiales o alguna bala entraba para terminar el rito. Dos bombas y una orden judicial la cerraron.
   Con Tanguito se les fue la mano, no así con Charly. Lo reconocieron como el lunático que cantaba “las heridas son del oficial” y quisieron obligarlo a limpiar con sus ropas los patrulleros para escarmentarlo. Se negó... adivinen lo que le pasó. Y la época se puso espesa y la mano cada vez más dura. Había psicobolches por todos lados y el Comisario Margaride seguía de patrulla nocturna... pero ahora en son de guerra. En plena noche, él y sus comandos fueron vistos de civil y armados allá por los Bosques de Palermo. Quiénes los vieron, eran de otra patrulla... militar. El tiroteo –sin dar tregua– duró tres horas con muertos y todo. El dueño de la moral porteña fue pasado a retiro. Años después, estos dos monstruos, terminaron formando la Triple A... pero esa es otra historia.


El tano Giuliano Canterini el 19 de octubre tendrá 69 pirulos. El 20 de octubre de 1972 era un treintañero que lideraba una banda: La Pesada del Rock. Es también un argentino por opción. Billy Bond fue –y es– el nombre de fantasía con el que escribió su biografía y con el que también construyó una parte esencial del rock del país. Su labor facilitó la transición y continuidad entre la primera generación de artistas del rock argentino y todo el devenir del movimiento musical y estético que llegó a nuestros días, constituyendo parte del ADN de nuestra identidad nacional.
   Antes que Charly García versionara en 1990 el Himno Nacional y fuera demandado judicialmente por “ultraje al símbolo patrio” ante un tribunal, en 1972, Billy Bond dejaba grabada la primera herejía: la Marcha de San Lorenzo con Pappo en viola. La dictadura prohibió su difusión. La policía lo tenía en una suerte de libertad vigilada. Administró la cuna del rock, un sótano que fue bautizado La Cueva (Av. Pueyrredón al 1723), epicentro de una compacta cultura under que al amanecer desayunaba en la Perla del Once como final del circuito.
   Su banda “La Pesada del Rock” fue una suerte de selección nacional (formaban Pappo, Spinetta, Claudio Gabis, David Lebón, Héctor Lorenzo, Vitico, Rinaldo Raffanelli, Pajarito Zaguri, Jorge Pinchevsky, Charly García y la lista sigue. Como productor -junto a Jorge Álvarez- hizo nacer un mítico simple: “Canción Para Mi Muerte” y con ello, un dúo legendario: Sui Generis. Cuando en Argentina éramos muy “derechos y humanos”, forma Billy Bond & The Jets. (Los Jets son la futura superbanda Serú Girán). En Brasil, Billy se radica finalmente. A ese hermano país, va en son de exilio después de haber sido arrestado en el escenario del Luna Park por la Federal y “trasladado” clandestinamente a la ESMA. Allí se dieron cuenta que tenía pasaporte italiano y frenaron las muy malas intenciones que tenían para con él.
   ¿Qué cosa fue “eso” que pasó el 20 de octubre en el Luna Park? Una definición de “revolución” nos dice que cuando hombres y mujeres normales adquieren conciencia de su fuerza y toman el destino en sus manos, creando algo nuevo, simplemente están haciendo algo revolucionario. Es lo que Sartre magistralmente descubre cuando dice “seremos lo que hagamos, con aquello que hicieron de nosotros”.
   Ese día, un colectivo intergeneracional eligió no dejarse agredir sin dar batalla. Cuando aquellos muchachos –que echaron a Illia, que golpearon a los universitarios con sus bastones, que reprimieron en el Cordobazo– quisieron dar un paseo por el Luna Park rompiendo cabecitas, fueron enfrentados por La Pesada del Rock... y cobraron como en la guerra, ligaron como que hay Dios.

El viernes 20 de octubre de 1972, estaba anunciado el Gran Festival del Rock. Aquelarre, Color Humano, La Pesada del Rock, Lito Nebbia, Pappo's Blues y Pescado Rabioso serían las bandas. El lugar: Luna Park.
   Lectoure aceptó a regañadientes alquilar su templo para una manifestación cultural con muy mala fama como lo era el rock. Lo hizo por el dinero que recaudaría. Desconfiado, contrató a 50 patovicas del box que lucían un brazalete: “Luna Park Custodia” e igual cantidad de policías. Todos ellos adentro. Afuera, la cantidad de uniformes era igual. Con la salvedad de que la Federal había dispuesto a varios de sus “espías” entre ese público; los tipos de bigotito, pelo marcial y corbata daban pena al lado de la fauna del palo. Algo se tramaba, porque un llamado oficial “advirtió” a Jorge Álvarez de posibles “incidentes” en el Luna. En la cola para entrar, comenzaron los problemas con una policía irritada ante tanto personaje extraño y a sus ojos “sospechoso”. No era habitual, que desde las tribunas se cantara algo... esa noche apareció un grupo que comenzó a entonar la marcha peronista y otros a arrojar proyectiles al escenario. Que las hay, las hay. Y comenzaron las primeras detenciones.
   Cuando ya casi todos habían ingresado, en la platea había no más de diez personas (entre ellos un habitué en silla de ruedas que siempre entraba gratis) y en la super pullman un solitario pibe. El precio de estos lugares sólo podía ser cubierto por “caretas”. El grueso estaba en la popular y desde aquí al escenario había una distancia astronómica.
   Entre deliberaciones, todas las bandas coincidieron en que debía abrir La Pesada para cortar la mala onda. Además, el carisma de Billy podía hacer el resto. Un pibe se descuelga hacia la platea por sobre una de las vallas, la que se desploma como manteca. Para evitar que lo sigan, los patovicas comenzaron a repartir directos y ganchos y los polis a usar las cachiporras.
   La Pesada arranca con su potente y furioso rocanrol “Fiebre de la Ruta” y las vallas se vienen abajo como si nada. Los chicos avanzan sobre la platea y sobre ellos caen los custodios y la policía. De pronto y como por arte de magia, tres pelotones de la Guardia de Infantería entran al Luna desbocados y comienzan a pegar con sus palos salvajemente, ya hay sangre. Pero en esa masa juvenil hay de todo... los “Firestone” -que han llegado del Oeste del Gran buenos Aires- saben pelear en las calles y comienzan a dar cuenta -uno por uno - de los “Custodios” de Lectoure.

   Billy al micrófono y al ver desde allí todo lo que pasa, primero atina a los gritos buscar la calma, pero en un momento que pareció durar una eternidad, de su boca sólo sale un alarido: ¡Rompan todo!
   Es una bandera verde. La Pesada también da pelea. Un derroche de bravura grupal se apodera de todos: el enemigo está en frente y lo enfrentan. Los pesados bancos colectivos primero sirven de escudo y después de topadora.    Cada silla se transforma –destruida– en cuatro lanzas. La Guardia de Infantería es frenada y retrocede. El ruido ya es infernal. Los Federales son rodeados. Sobre ellos cae una lluvia de diversos proyectiles pesados… son los ladrillos del Luna. Huyen afuera (retirada dirían ellos) y en las calles continúa la batalla campal. Se han llevado detenido a Billy, y eso exacerba a esas almas que no pueden ser dispersadas.
   De dónde salieron los Federales, nadie lo supo nunca. Cómo llegaron tan rápido, menos. Por qué las vallas se caían como telgopor, tampoco. La única hipótesis plausible, es que se trató de una gran emboscada. En su edición del día siguiente la revista “Así” -ícono de la prensa amarilla- titulaba su tapa “El rock infernal. Hordas de hippies arrasaron el Luna Park”. Hoy, como ayer, elegimos no creerle a los titulares.
   A Billy… ¡Gracias por todo y felices 69 años!



A las cuatro de la tarde hacían 8 grados de temperatura. A la primavera le faltaban aun algunos días para llegar y el clima de invierno fue la prueba de fe para los fieles.
    Semanas de terror y anuncios catastróficos precedieron al “pogo más grande del universo”. Más de 150 mil almas, 10 km de fila. Al costado del autódromo Ángel Penna, se tomaban un descanso los más de 700 colectivos que habían llegado de todos los rincones del país.
   Durante los días previos al recital, miles de carpitas multicolores comenzaban a ocupar el Parque Agnesi, a la vera del autódromo. Sumado a esto, toda la capacidad hotelera de la ciudad y las regiones aledañas, estuvo totalmente colmada. Más de cien millones de pesos dejó a la provincia de Mendoza el paso del Indio Solari y los Fundamentalistas del Aire Acondicionado, superando más que ampliamente lo que recauda la Fiesta de la Vendimia (máxima fiesta mendocina). Pero claro, los visitantes debían pagar el precio de ser desconocidos y sobre todo, jóvenes.
   La prensa no les tuvo piedad ni durante la venta de entradas, ni en el impasse hasta llegado el recital. Se contaban historias de muertos, vandalismo, espanto y terror que debería afrontar la ciudad que osara recibir al Indio y sus seguidores.
Hasta que San Martín, conjuró ese maleficio con algo que seguramente valga la pena traer a cuento. Es una frase de Hannah Arendt que dice así: “(La) aventura es que nosotros iniciamos algo; nosotros introducimos nuestro hilo en la malla de las relaciones. Lo que de ello resultara, nunca lo sabemos (...) Y es que sencillamente no se puede saber: uno se aventura. Y hoy añadiría que este aventurarse sólo es posible sobre una confianza en los seres humanos. Una confianza en –y esto, aunque fundamental, es difícil de formular– lo humano de todos los seres humanos. De otro modo no se podría”.
   Los habitantes de la ciudad de San Martín, confiaron en lo humano de todos los seres humanos. Y salieron a la calle a recibir a los que llegaron en colectivo, en coche, a dedo, caminandito… Salieron al costado del camino con carteles que decían “Bienvenidos a Mendoza”, “Bienvenidos ricoteros”, “Bienvenido Indio” (Testimonio de Carla Macarena, ricotera porteña) y los huéspedes respondiendo con carteles “San Martín… Aguante el Rock… Gracias Gente” ¿Qué les hubiera impedido confiar? ¿Quién era ese al que tanto había que temer? ¿Quiénes eran esos extraños que se habían vuelto amenazantes?
   Ese “Indio”, paranaense de nacimiento, asiduo participante de la Cofradía de la Flor Solar –comunidad hippie creada en la ciudad de la Plata por el artista plástico Rocambole–, creador de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, con sus 64 años encima sostuvo su mirada ante la inmensidad de esas almas con la fuerza y la dignidad mantenida a lo largo de su vida. Eso es lo que unió a los viajeros del tiempo y el espacio que allí se dieron cita.
   El 14 de septiembre se conjugaron padres que llevaron a sus hijos para iniciarlos en la fantástica aventura de la juventud. Muchachos y muchachas que llegaron inspirados en una fe sostenida en la certidumbre de integrar un colectivo que incluye y brinda sentido a la propia vida y a lo histórico social.
   Quizás porque cuando el Indio vivía en Valeria del Mar ya se había saciado de leer a Jack Kerouac, Lawrence Ferlinghetti, Gregory Corso, comics y ciencia ficción e intuía que los medios de comunicación saturan y que la creación debe ser cuidada de la asfixia del farandulismo, decidió que sus presentaciones en los medios masivos de comunicación serían escasas. Es así que el diálogo con su público lo establece por medio de la contundencia de sus letras y sus presentaciones en vivo una o dos veces al año.
    Y así, en esa espera entre un recital y otro, va creciendo el ansia ricotera por volverse a ver. No solamente volverlo a ver a “él”, sino por volverse a ver entre ellos. La pertenencia y el cuidado que se ha inscripto entre los seguidores del Indio, es producto de una historia transida por el dolor, los desencuentros, el malestar y la exclusión.

Aquellos mismos extranjeros en su propia tierra –que fueron los jóvenes de los sesenta y setenta– se reencontraron en los ochenta y noventa de la mano de este hombre quién –junto a otros más– supieron ver en lo juvenil, un modo de ser y estar en el mundo.
   Vieron más allá de la carne y del reloj.
   Luis Alberto, Charly, Gustavo, León, Fito, David, Juan, “Pappo”, Emilio, Pedro, Litto y muchos más acompañaron y sostuvieron la vida de millones de argentinos en sus horas más difíciles y en las más luminosas. Todos ellos atravesando las generaciones, viajando por el tiempo y el espacio de la mano del mismo cuerpo que los había recibido al nacer convertido en fiel guardián de un espíritu juvenil siempre dispuesto a interpelar el mundo en que vivimos.
   El Indio no fue ajeno a esta vivencia y a esta perspectiva de lo humano. Lo dimensionó en sus seguidores y también en la Presidenta cuando a través de Aníbal Fernández, a fines de 2012, le envió un saludo por la llegada de un nuevo año donde le decía: “Toda mi vida acepté, a regañadientes, que la valentía era un recurso temporario de los jóvenes. Acercale a la Sra. Presidenta, si no implica molestarla, mi respeto por su templanza y su firme determinación juvenil”.
   No le sacó el cuerpo a aquel concierto del 2000 en River siendo un digno representante del mundo adulto cuando salió al escenario y habló más que claramente: “Bueno, pareciera ser que todo el esfuerzo… escúchenme, han pasado cosas muy serias aquí esta noche… ¡escúchenme carajo!... Han pasado cosas muy serias acá… han entrado un par de hijos de puta, han lastimado gente… no sabemos si enviados por alguien, no sabemos por qué motivo, se han cagado en el esfuerzo que ha hecho la banda, se han cagado en setenta, ochenta mil personas que hay esta noche acá. Desgraciadamente todo este esfuerzo, toda esta presión que han hecho durante días la prensa para meternos en este gueto haciéndonos creer que somos animales han logrado que sea probablemente la última noche que toquemos… Se hace muy difícil cantar “Banderas de mi corazón”, se hace muy difícil hacer esto. Nosotros no tenemos ánimo en este momento. Hay chicos lastimados, hay varios chicos lastimados…”
Y lo sigue siendo cada vez que en sus recitales aparece el pedido de Justicia por la muerte de Walter Bulacio.
   En este 2013, el equivalente a dos estadios de River Plate lo recibieron en Mendoza y las muestras de que algo está cambiando no se hicieron de rogar. Las declaraciones del jefe policial Daniel Silva, derrumbaron un poco más la construcción mediática del enemigo que los medios habían trabajado con esmero: “Estamos orgullosos de estos resultados, sobre todo porque hubo muchas versiones sobre que podía haber destrozos, peleas y la verdad es que todo fue con mucha tranquilidad, se portaron muy bien los chicos”.
   Lo que sucedió en Mendoza en 2013 no fue un espectáculo de rock. Fueron hijos e hijas de esta tierra y de este tiempo histórico los que se dieron cita y convivieron y celebraron la vida, que hoy es un poco más posible que hace unas décadas atrás. Fue en verdad la muestra de un punto de inflexión respecto de hacia dónde vamos como sociedad.
   Decíamos al comienzo que la pregunta acerca de si el rock produjo a los jóvenes o los jóvenes produjeron al rock era un interrogante estéril. Pero sí podemos advertir, siguiendo el derrotero del lenguaje, alguna pista de cómo se han imbricado en diferentes momentos de la historia arrojándonos luz acerca de cómo fuimos y cómo estamos siendo en el presente. La denominación “nación ricotera” que había brillado con todo su fulgor y había servido de paraguas significante en los noventa, fue cediendo paso a nuevos sentidos.
   En aquellos tiempos a la exclusión producida por el Tánatos neoliberal, el rock recordó el poderoso significante “nación”. Un término que abarca e incluye brindando sentido de pertenencia y que deja entrever algo ligado a la ciudadanía. Ciudadanía que fue negada para millones de argentinos que eran expulsados día a día del sistema, de las fronteras y de la vida misma.
   Hoy la ciudadanía vislumbra cada vez más claramente sus contornos, a través del legado de los mejores sueños de las generaciones anteriores encarnados en la conquistas de derechos que día a día cobran materialidad en la vida de los jóvenes argentinos y de la mano de la presencia indiscutible del Estado en su cotidiano e irrenunciable camino hacia la inclusión de los invisibilizados.
   Este país está cambiando, suave, lenta pero inexorablemente. Y son los jóvenes quiénes están recibiendo las herramientas de la historia para imaginar y construir un mundo más justo y más inclusivo para todos.

Viviana Demaría y José Figueroa
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Revista El Abasto, n° 160, octubre 2013


 

 

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