El Desprecio
El disparador de la obra teatral El Desprecio,
de Galo Ontivero, que se presenta todos
los viernes a las 23 en Tadrón Teatro,
fue nada más y nada menos que el
film El Desprecio, de Jean Luc Godard.
Semejante inspiración
no podía haber generado otra cosa
que un espectáculo intenso e inmenso.
En él, una vez más, la rompe
Marcelo Saltal haciendo lo que sabe hacer
como pocos, ir al hueso hasta escupir la
mismísima médula en escena.
En la clásica obra
de Godard la excusa narrativa es una producción
cinematográfica que nunca llega a
concretarse debido a la progresiva revelación
pública de las miserias afectivas
y artísticas en las que se están
hundiendo los protagonistas en su vida “real”,
más allá de la imagen que
proyectan por conveniencia o negación.
Aquí, un grupo
de teatro es convocado por su director para
el ensayo de una absurda obra con la cual
pretende recaudar dinero enseñando
a los médicos cómo anunciarle
a los pacientes terminales o a sus familiares
aquello inevitable.
Dramaturgo, director,
actor/actrices, asistente, todos envueltos
de algún modo por el amor y…
claro, por el desprecio, ese resabio indefinible,
ese amargor ¿inevitable? que queda
luego de años de convivencia en pareja
sumada a la convivencia en la profesión,
sumado a la sensación de fracaso
en ambos aspectos… Y claro, la insatisfacción
sexual inunda el ambiente con una precisión
que en décadas anteriores hubiera
sido difícil de poner en palabras…
Porque todo esto sucede como solía
suceder en el ambiente teatral de los años
'80, aunque nadie podrá evitar jamás
que se repita cíclicamente por los
siglos de los siglos.
El asunto es que de a
poco los trapitos salen al sol y la cosa
se pone densa… El dramaturgo (Marcelo
Vilaro) se ve desbordado: la realidad lo
supera y no parece quedarle más opción
que presionar insistentemente la barra espaciadora
de su máquina de escribir de época,
creando unos silencios por momentos agobiantes.
Él es pareja del primer actor de
la compañía (Paulo San Martín),
pero la relación no está pasando
justamente por su mejor momento. Por el
contrario, de a poco vamos conociendo que
esa relación ha tenido un oscuro
origen y no puede si no tener un destemplado
final, un despreciable final.
Tanto en el filme de Godard
como en la creación de Ontivero,
suceden cosas que no consigue manipular
a su antojo el artista. El director, en
efecto, mantiene una disputa tremenda con
la primera actriz de la compañía
(Ana Clara Schauffele), a la sazón,
su pareja y socia desde hace años.
Mientras la asistente/amante del director
y hermana de la actriz/esposa (Sofía
Dunayevich Daly) se niega a oír y
ver la realidad que la compromete y la confunde,
el ensayo arranca y se interrumpe todo el
tiempo por las disputas en juego: amatorias
y artísticas.
Nadie logra dominar su
arte por completo, pero lo peor, nadie sabe
hacer feliz al ser amado. Y esa grieta pronto
se convierte en pozo ciego y de allí
brota el hedor de los rencores, la sofocante
exposición que es la del actor en
escena pero que es también la desnudez
del impotente, es el botón del saco
que no prende por que la panza explota,
es el vestido de novia sobre el torso peludo
y rollizo de alguien que no tiene ninguna
intención de ser femenino pero que
a su pesar logra deslumbrar a fuerza de
puro oficio…
Dórota, el personaje
femenino que termina encarnando Janus (Marcelo
Saltal) para suplir a su despechada esposa
es algo descomunal, imposible de describir.
En tándem con Paulo San Martín,
dueto que viene de brillar en otra obra
majestuosa de Ontivero (Persona), primer
actor y director/Dórota llevan hasta
el paroxismo una escena sencillamente im-pre-sio-nan-te…
El artificio del actor,
travesti por vocación, se pone en
evidencia de un modo cruel pero lleno de
poesía y lucidez. Sin duda Galo Ontivero
no es sólo un director delicioso,
sino un gran autor, un referente de la nueva
dramaturgia argentina que, sin embargo,
emerge con su propia dialéctica,
con su estilo caprichoso, con su ingeniería
puntillosa, accesible, dispersa y sublime
a la vez.
Saltal ha caído
nuevamente en la red de Ontivero, que en
la obra teatral anterior que hicieran juntos
-Persona- logró sacar lo mejor de
él teniéndolo una hora en
escena sin que pronuncie una sola palabra,
desafío que conociéndolo al
actor no habrá sido nada fácil
de superar.
En esta ocasión
se ve que la química entre ambos
ha ido fluyendo más y más
hasta bambolearlo entre el mediocre director
teatral y el fracasado amante, el macho
alfa irreductible y la viuda que llora con
genuino dolor la muerte del hombre de su
vida pero que muy pronto termina dispuesta
a emborracharse y degenerar por el solo
placer de disfrutar de esta repentina libertad
que le otorga el destino.
En medio de un clima por
momentos sofocante, Paulo San Martín
pone una cuota vital de delirio y humor
con lo que redime al espectador para que
no huya y se banque la cosa hasta el final.
Un gran talento a la altura de las circunstancias.
Para quienes tenemos registro
visual y sonoro de fines de los '80, el
espacio escénico ofrece inevitables
reminiscencias. Aún cuando desde
el texto sólo se hace referencia
a ello a la hora de la ficción dentro
de la ficción, la música,
el vestuario y la escenografía completan
un cuadro que ancla la historia en un momento
en el que hacer teatro independiente en
Argentina no ofrecía seguridad económica
ni proyección de futuro para nadie.
Esas miserias del artista vocacional obligado
a vender su oficio y a bajar sus pretensiones
estéticas para sobrevivir, están
cínica y bellamente retratadas en
El Desprecio. Algún espectador muy
joven quizá pueda quedar afuera de
ese link con la historia, como también
cualquiera puede quedar afuera del vínculo
con Godard o quedar afuera de la interna
propia del mundillo teatral. Pero nadie
puede hacerse el otro en lo que hace al
amor roto, al fastidio propio del apego
cuando ya ha caducado el deseo. Mal que
mal, todos conocemos esa crueldad con la
que sólo saben tratarse los que alguna
vez se amaron.
Terminaría mi humilde
comentario con una bajada sintética,
al estilo de los críticos de espectáculos,
algo así como: Imperdible bufonada
sobre el amor trunco… o: Majestuosa
rapsodia del asco…
Pero como no soy tal,
simplemente me permito recomendar con entusiasmo
El Desprecio, de Galo Ontivero, en el Tadrón
Teatro de Niceto Vega y Armenia. Los que
todavía no lo hicieron, seguro después
irán por la de Godard.
Claudio Mafú
Yomaiel