Por Viviana Demaría y
José Figueroa
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Schopenhauer
(aún más asombrosamente)
diría que el niño mira sin
horror a los tigres
porque no ignora que él es los tigres
y los tigres son él o, mejor dicho,
que los tigres y él son de una misma
esencia,
la Voluntad.
Jorge
Luis Borges
Margarita Guerrero
Manual de Zoología
Fantástica
La Guerra de los
mundos
Desde que la humanidad habitó
y se extendió sobre la faz de la
tierra, desde que las
palabras salieron de la boca de los hombres
y nombraron a la creación, dos mundos
(o por lo menos dos) han coexistido y coexisten
en esto que llamamos La Tierra.
La humanidad y la
naturaleza se tensan desde entonces por
el dominio y el reinado del planeta. Siglo
tras siglo las palabras avanzaron como tifones
sobre lo real – sobre aquello que
es innombrado – y la naturaleza ha
respondido con sus recursos, a veces resistiéndose,
otras dejándose domesticar y otras
rebelándose.
La maravilla, lo monstruoso, lo exótico
y salvaje han atrapado la atención
de la humanidad como si en algún
lugar recóndito los hombres sospecharan
que—como dicen Borges y Guerrero,
“son una misma esencia, la Voluntad”
Esta historia, es el relato de uno de los
destinos de la pugna entre los mundos; más
aún, del encuentro y el desencuentro
entre la naturaleza y la cultura en la ciudad
de Buenos Aires.
La vida en la jungla
En 1883 aun se podía
nacer sin dificultad en la jungla. Prueba
de ello fue la llegada a este mundo del
elefante Dalia. Vio su primer amanecer acompañado
por su madre y la manada a la que pertenecía.
Protegido por sus mayores, aprendió
la supervivencia, el descanso, la furia
y el tiempo del amor.
A los 18 años portaba sus cinco toneladas
de peso y sus tres metros de altura con
gallardía y elegancia. Atento a sus
aprendizajes, reconocía los frutos
dañinos de los saludables; sabía
de memoria el camino hacia el río
y se alimentaba con hierba siempre fresca.
Las estaciones les
eran familiares y los ciclos de la naturaleza
se llevaban bien con la vida que discurría
en su pequeño paraíso al sur
de la India. Tenía para sí
un cielo estrellado, un horizonte infinito,
un mar de amigos con quien compartir la
jornada y otros tantos enemigos con los
que había aprendido a lidiar.
Su oído agudo le permitía
escuchar a cincuenta kilómetros a
la redonda y los 40 km por hora que alcanzaba
en la carrera eran una excelente defensa
que resguardaba su integridad.
Conocía sus
fortalezas y debilidades.
Una compañera
y un tiempo sin reloj eran su hogar.
Hasta que en 1922
fue capturado para finalmente terminar sus
días en el Jardín Zoológico
de la Reina del Plata.
Desde la India a
Palermo
El barco, los grilletes,
las mareas, el espanto de no sentir tierra
firme, aire de frente, fresco y seguro de
su tierra fueron los primeros modos de domesticación
por medio del terror de esa gran naturaleza
arrebatada de su hábitat. Entre dos
y tres meses de viaje, navegando a pura
vela y griterío humano, sólo
el recuerdo de los amaneceres junto al río
o la fruta fresca elegida de los árboles
pudo mantener con vida a Dalia. Ya las tortas
con bromuro eran conocidas por su efecto
inmediato adormeciéndolo lo suficiente
para que no entre en pánico y descalabre
la cascarita de nuez que era esa nave en
el medio del océano.
Sus heces, que en
la naturaleza se fundían en la tierra
y abonaban el rico territorio que habitaba,
ahora estaban envolviéndolo en un
soporífero sueño hecho de
residuos y sal. Muchas lunas y soles pasaron
sobre la cabeza de Dalia que, encerrado
en la bodega del barco, seguramente creyó
que a él le había tocado el
infierno. Hasta que a lo lejos, se divisó
por fin la ciudad de Buenos Aires, tierra
firme, húmeda, ruidosa y asfaltada…
pero firme al fin.
Con el paso de los años, Dalia comprendería
que el verdadero infierno, aun estaría
por llegar.
Izquierda: emisión de sello postal
referida a la conmemoración de los
200 años del Museo Argentino de Ciencias
Naturales Bernardino Rivadavia, que en sus
cuatro valores presenta el logotipo de esta
institución, CONICET, y las leyendas
1812-2012. Apreciamos en ella la
fotografía del montaje del esqueleto
del elefante Dalia, fusilado en el zoológico
de Buenos
Aires, en 1943.Derecha: la entrada del zoológico
inaugurado en 1888.
La vida en Buenos
Aires
La aldea ya había
cumplido su primer centenario de la Revolución
de Mayo, el primero también de la
Independencia, Carlos Thays había
llenado de verdes amigos las calles y paseos
de la ciudad y Boca - River ya eran un clásico.
El Parque Tres de Febrero era un paseo ineludible
para los domingos porteños, y el
mundo de los niños oscilaba entre
aquellos que tenían la posibilidad
de disfrutar de los barriletes y la escuela
y los que estaban definitivamente condenados
a las madrugadas para encontrar su sustento
como canillitas.
La
Liga Patriótica había hecho
su aparición pública dejando
su huella en la historia argentina y en
un minúsculo lugar del ejército
se encontraba, germinal, la semilla del
GOU.
Mientras
pasaban los años para Dalia, definitivamente
instalado en el “Templo Hindú”
– construcción especialmente
pensada para los elefantes dentro del Jardín
Zoológico – fuera de los límites
de su artificial mundo, sucedía la
vida humana sin solución de continuidad.
Llegados
los años '40 los bares porteños
y las reuniones de la “sociedad”
abordaban como tema obligado las vicisitudes
de la Segunda Guerra Mundial, el destino
de Sacco y Vanzetti y el final de la tripulación
del acorazado alemán Admiral Graff
Spee.
Por
las tardes los niños podían
emocionarse con las películas de
Walt Disney, recorrer el Parque Japonés
o disfrutar a más no poder con el
espectáculo de la troupe de Iván
Zeleznizck – El Hombre Montaña
– en el Luna Park, donde ya asomaba
rutilante la figura de un jovencísimo
Martín Karadagián. Y en cada
hogar, el sonido de fondo de Radio Splendid,
acompañaba a las amas de casa en
su cotidiano ir y venir.
Fumando
Caravana, las calles de Buenos Aires eran
ocupadas en las noches por los adultos llenando
cines y teatros para ver a sus estrellas
favoritas: Humprey Bogart, Ingrid Bergman,
Fred Astaire, Rita Hayworth, Clark Gable
y Lana Turner venían desde el maravilloso
mundo de Hollywood a llenar de expectativas,
amor, pasión e intriga los corazones
de los amantes del cine. Mientras que nuestra
Niní Marshall nos pintaba de cuerpo
entero, escandalizando a la oligarquía
y arrebatando sonrisas a más no poder
en las clases populares.
En
los teatros porteños Pepe Iglesias
“El Zorro”, Tita Merello, Anchar,
Blackie, Bozán y Thorry, exponían
con su arte el corazón de la ciudad
que se elevaba al lado del Río.
Y
mientras la vida de las estrellas era mirada
con exhaustivo cuidado por las autoridades
y admirada por las mentes y los corazones
del pueblo argentino, en la ciudad del buen
aire Miguel de Molina sufría la cárcel
en Villa Devoto por la “amoralidad
de su vida privada y por haber dado motivo
a escándalos en lugares fuera de
su lugar de exhibición y de trabajo”.
Éstas
eran las luces y sombras que se sucedían
en la capital mientras transcurrían
los 21 años en que Dalia vivió
en el Zoológico, hasta su hora más
oscura.
Un día de
furia
Para el 18 de mayo de 1943
todos los concurrentes del Jardín
Zoológico habían aprendido
los diez mandamientos del buen visitante.
Habían sido escritos por el director
Adolfo María “Dago” Holmberg.
El mismo que había recortado el presupuesto
para el alimento de los animales cautivos,
el que se vanagloriaba con sus delirios
de oceanógrafo, el que había
cerrado la publicación de la revista
científica producida por sus antecesores
y el que había respondido a la pregunta
acerca de cuál animal le gustaba
más con la insolente frase “la
mujer”.
Dalia, viudo ya de su
primera compañera y acompañado
por Cango – una elefanta de cinco
años – abría sus ojos
ese día nublado con toda la vitalidad
de la jungla que su memoria podía
recordar.
Con los grilletes
puestos, forzó la atadura poniendo
en alerta a los paseantes y cuidadores.
Hasta el mismo Dago tomó cartas en
el asunto dispuesto a cortar por lo sano:
llamó a la Policía de la Capital
para que controlara la situación.
El cuidador de Dalia
que había acompañado al elefante
en sus momentos más aciagos, conocedor
de las penurias que había vivido
en su templo minúsculo, presuroso
preparó una torta de hierbas con
bromuro intentando tranquilizarlo y disuadiendo
a los uniformados, convencido de que el
malestar pronto pasaría.
Dicen en la India que
cada cierto tiempo, los elefantes asiáticos
padecen un momento de locura transitoria.
Lo denominan “must”. Sucede
habitualmente en la época invernal
y muestra una duración menor a un
mes siendo su origen aun en la actualidad
bastante incierto. Lo que sí es bien
conocido es que se vuelven sumamente molestos,
expulsan una secreción de color ocre
que le resbala por las mejillas y aumentan
su apetito sexual; sin embargo en estas
condiciones, las hembras – inteligentes
ellas – suelen rehuirles. Orinan y
defecan con mayor frecuencia, marcan los
árboles que encuentran con sus colmillos
y se hacen respetar por los machos no afectados.
Como para una gran parte de oriente el elefante
es un animal sagrado, acompañan ese
momento de la vida del gigante, sujetando
su pata a algún árbol resistente,
regulando su ingesta y aguardando que ese
malestar se disipe prontamente. Como se
verá, poco podía hacer Dalia
frente a los reclamos de su propia naturaleza.
Ni árbol para marcar, ni espacio
discreto para su pudor, y un riesgo extremo
para sí, para su compañera
y para los visitantes.
Ciertamente pronto pasaría.
Pero esto no era conocido por el aristócrata
porteño. Y si lo era, no le importaba.
La bestia había
exhibido su lado salvaje y en su zoológico
estaba prohibido bajo todo concepto. Ni
Dalia, ni los demás animales que
habían osado recurrir a sus recuerdos
de naturaleza, merecían comprensión
ni cualquier tipo de compasión. Ya
el diario La Nación había
dicho que Dalia era la mayor atracción
del zoológico y no sería él
quien le arruinara a Dago Holmberg el prestigio
obtenido a su costa.
Cierto fue que el cuidador logró
su cometido. Ese día 18 de mayo,
Dalia cedió a sus ansias libertarias
y abrazado a los efectos del bromuro, cesó
en su intento de escapar de la vida artificial
que le proveía el “Templo Hindú”.
Todos cansados –el
cuidador, Holmberg y los uniformados–
terminaron el día temido con esperanzas
de que todo volvería a ser como había
sido hasta entonces: Dalia, el amigo de
los niños, la mayor atracción
del zoológico, el inteligente elefante
que respondía a 21 órdenes
que su cuidador amorosamente le había
enseñado, el dios viviente encerradito
en su rincón, el viudo triste y resignado
que comía galletitas Bagley que los
niños le arrojaban.
El día del Juicio Final
Liberado del efecto del
somnífero, a la una de la tarde del
día 19 de marzo de 1943, Dalía
sintió nuevamente el poder de la
naturaleza ocupando su cuerpo. Fuera de
control, se arrojó una y otra vez
contra los barrotes, decidido a conquistar
la libertad perdida. Holmberg no dudó
en convocar nuevamente a la Federal, armados
de carabinas Máuser dispuestos a
ocupar posiciones de tiro frente a la bestia
en que el manso Dalia se había transformado
ante los ojos de Dago.
Ya nadie podía
ingresar, el predio estaba cercado y la
sentencia estaba firmada.
Dalia elevaba su tropa
intimidando – como lo hacía
allá lejos y hace tiempo –
al mundo natural que lo rodeaba. Sus congéneres
sí comprendía la supremacía
con que la creación lo había
dotado y – de igual a igual –
surtía el efecto esperado: espantar
al enemigo, declarar su liderazgo o prepararse
para la defensa de los más débiles.
Nada de eso fue entendido
por el mundo de los hombres, que con artefactos
mortales estaba dispuesto a responder en
un lenguaje que sólo sabía
decir la palabra muerte.
En vano el cuidador
intentó tranquilizarlo y mediar entre
el pelotón y la criatura salvaje,
más salvaje que nunca. Los chorros
de agua con una manguera – al mejor
estilo de los ardides para desarmar protestas
obreras o para calmar los ataques histéricos
en los hospicios mentales del siglo XIX
– de nada sirvieron. De hecho empeoraron
la situación.
La fuerza de ese ser viviente,
ya de avanzada edad, pero aún con
las convicciones claras acerca de que esa
clase de vida ya no era soportable para
él, hicieron que a las dos de la
tarde, Dalia rompiera uno de los barrotes
que lo mantenían en cautiverio.
Dago Holmberg, el aristocrático
burócrata, el megalómano científico
que nunca pudo dar cuenta de sus atributos,
estaba definitivamente convencido de la
ejecución. El oficial a cargo dio
la orden de abrir fuego. Cango, la hembra
compañera de la “salvaje”
atracción, se acercó a Dalia
y con su trompa comenzó a enjugar
la sangre que corría desde los lugares
de impacto hacia el resto de su cuerpo.
Y con una pequeña matita de pasto,
limpiaba cada herida del enorme Dalia herido.Negándose
Dalia a la compasión, con sus últimas
fuerzas – resuelto a salir del paredón
de fusilamiento a costa de su propia vida
– arremetió con todo hacia
el hueco abierto en la reja, logrando sacar
medio cuerpo afuera. Y nuevamente, la orden
de fuego, se volvió a escuchar sin
piedad alguna.
En esa trampa espantosa
–si es cierto que la vida pasa ante
los ojos de los moribundos– cada aroma
de su infancia, cada recuerdo con la manada
en su jungla añorada, cada momento
de encuentro con su compañera, cada
sonrisa de niño feliz por haber paseado
en su lomo, cada amanecer y cada anochecer
se hizo presente gracias a su prodigiosa
memoria. También cada rostro del
amo y señor de su miserable existencia
en la Buenos Aires centenaria y cada mirada
suplicante de su cuidador que nada pudo
hacer para detener la masacre.
Una hora de suplicio,
proyectil tras proyectil, demoliendo la
estampa del dios viviente que ya no era
ni bestia, ni maravilla, ni atracción,
ni siquiera inversión de los dineros
públicos para ser cuidado.
El espesor de su
piel no evitó el ingreso de los proyectiles
y la degradación de su carne y sus
venas. Convertido en un manto de sangre,
con la vista nublada, el sonido cada vez
más apagado y distante de los gritos,
los llantos de los niños que habían
quedado detrás de la reja, el estupor
de los porteños y el estallido de
los flashes de la prensa que ya habían
llegado al lugar de los hechos, marcaban
el final de sus fuerzas y lo infructuoso
de su intento. La cultura había triunfado
sobre la naturaleza esta vez. Y Dalia lo
supo íntimamente.
Cuatro balazos en
la frente, ocho en el abdomen, seis detrás
de las orejas, y dieciséis diseminados
por el resto del cuerpo. Treinta y cuatro
heridas recibidas, su trompa inerte y la
mirada desasosegada de Cangó, dieron
paso al tiro de gracia: el campeón
de tiro de fusil, J. Durán, buscó
el blanco mortal en uno de los ojos.
A las 15.01 hs. del nublado
y caluroso miércoles 19 de mayo de
1943, Dalia se arrodilló y murió
con la dignidad de un grande. Casi en oración,
su cuerpo no se derrumbó jamás
y lo que después viniera, sólo
queda para el morbo de los asesinos y el
dolor de las miles de almas infantiles frente
a las cuales se les revelaba con claridad,
la crueldad del mundo adulto frente a la
naturaleza siempre sorprendente y desconocida.
El cielo de los
elefantes
Si existe un cielo para los elefantes, seguramente
está hecho de memoria. De miles recuerdos
están hechas las nubes donde los
elefantes retozan como en la pradera o la
jungla de sus geografías natales.
Libres corretean o caminan o nadan entre
las imágenes que sus prodigiosos
cerebros guardan inmutables; entre los sonidos
que sus agudos oídos escuchan y distinguen
y definitivamente, entre los instantes fotográficos
de sus muertes a manos de la “civilización”
humana.
Es por esto que
en este apartado, va nuestro pequeño
memorial de algunos de los ilustres habitantes
del cielo de los elefantes, acompañados
a la antesala de su muerte por las manos
tintas en sangre de los hombres falsamente
poderosos considerados “los dueños
de la tierra”.
Chunee
Chunee era un elefante indio, grande y poderoso
que durante años sembró asombro
y alegría en todos aquellos que acudían
a verlo siendo la atracción del circo
en Londres. Con anterioridad a su vida circense
había trabajado en algunas representaciones
en el Teatro Real y en el Covent Garden, debido
a que su carácter tranquilo y apacible
que le permitía participar en los escenarios
teatrales. En 1826, una infección en
una de sus colmillos le acusó un dolor
intenso, sólo posible de expresar por
medio de sus impulsos y rebeliones a las órdenes
de su cuidador. El mundo humano parecía
ajeno al sufrimiento de Chunee y las actuaciones
continuaban, por lo que ya no quedaba otro
espacio para expresar su dolor que no fuese
el escenario. De este modo, en una presentación,
salió corriendo y mató a uno
de sus cuidadores. Inmediatamente
el “Tribunal de las Leyes” lo
declaró insano y se ordenó su
ejecución bajo un pelotón de
fusilamiento como lo indicaba la ley –
que en esa época – no distinguía
entre humanos y animales. (¿?) Sin
prisa pero sin pausa, un destacamento fue
enviado al circo y la descarga de 152 disparos
de mosquete recorrió cada centímetro
de su piel. Insuficientes fueron para darle
muerte, pero sí sirvieron para que
su larga agonía estuviera acompañada
por gritos desgarradores que “compadecieron”
a uno de sus cuidadores que apiadándose
de su sufrimiento, con una espada filosa,
enorme y letal rebanó su cuello de
una vez y para siempre.
Topsy
Cincuenta
años después de la muerte
de Chunee, nacía Topsy. En 1875 se
encontraba en el circo Forepaugh a merced
de las domesticaciones de un desalmado cuidador
de quien soportó innumerables abusos:
obligada a fumar habanos y todos los días
recibir salvajes golpizas con cadenas y
palos con clavos, la pequeña elefanta
un día decidió decir basta
y en enceguecida por el dolor y la impotencia
arremetió contra el personal del
circo, matando a tres hombres entre los
cuales se encontraba su cruel entrenador.
Nuevamente el mundo humano
se reunió para debatir la condena
que “se merecía” semejante
peligro para la humanidad. La ASPCA –American
Society for the Prevention of Cruelty to
Animals– protestaba infructuosamente
y finalmente el gobierno contactó
a Thomas Edison para que diera una opinión.
Edison, ni lerdo ni perezoso, encontró
en esa oportunidad una excelente excusa
para poner en valor sus trabajos e investigaciones
sobre el estándar eléctrico,
mostrando sus beneficios que luego le reportaría
pingües ganancias en el mercado. Fue
así que propuso ejecutarla electrocutándola
utilizando corriente continua. Siguiendo
los rituales mortuorios, le ofrecieron a
Topsy su última cena –como
indicaba la ley estatal– colmando
su barriga de zanahorias que eran sus preferidas.
En 1903, la elefanta Topsy –pequeña
víctima de la crueldad humana–
fue ejecutada por electrocución.
Los 6600 voltios de corriente alterna que
se le suministraron acabaron con su vida
en menos de un minuto y todo fue presenciado
en directo por más de 1500 personas,
mientras Edison –que también
estaba incursionando en el mundo del cine–
filmó el evento, dejando la muestra
del horror desvergonzadamente para la posteridad.
La Poderosa Mary
Mary,
propiedad del circo Sparks World Famous
Shows, cansada de maltratos y abusos por
primera vez se defendió de las crueldades
avanzando con toda su “elefantidad”
contra un asistente novato recientemente
contratado de nombre Red Eldridge en Kingsport.
El herrero del circo, testigo de la condición
“salvaje” de Mary, tomó
venganza y le realizó 12 disparos
que poca huella dejaron en la “bestia
enloquecida”.
Poco tiempo pasó
para que la leyenda de la locura de Mary
se acrecentara gracias a los periódicos
sensacionalistas. Y así, de ese acontecimiento
a convertirse en una asesina serial de hombres,
hubo un solo paso. Era de esperarse, el
miedo creció y la fama del circo
corría peligro. El único modo
de conjurarla y evitar la debacle económica
de su dueño, Charlie Sparks, aprovechó
la fama de la elefanta, promovió
un juicio con todo el esplendor del asunto
y resolvió ejecutarla en un espectáculo
público donde hubo que abonar la
entrada para ver el ajusticiamiento.
La tarde del 13
de septiembre de 1916 fue llevada entonces
al complejo ferroviario de Erwin, donde
la gente estaba agolpada y ansiosa por ver
cómo ahorcaban a la “elefanta
asesina”. Ante un público de
2500 personas fue ejecutada por ahorcamiento
tras un juicio. Las crónicas de la
época relatan la escena describiendo
cómo Mary había sido rodeada
de cadenas y elevada por una grúa
de los ferrocarriles. Dado su peso en el
primer intento se rompió la cadena,
por lo que Mary cayó al piso rompiendo
sus patas traseras. Tras media hora se le
puso otra cadena reforzada y transcurridos
unos 10 minutos de agonía Mary dejó
de existir.
Si cerramos los
ojos, podemos ver el cielo de los elefantes,
donde Dalia, Mary, Topsy, Chunee y otros
miles recorren – sabiéndose
inmortales – las praderas y las junglas
de los recuerdos de su infancia en libertad
sabiendo ciertamente y sin olvidar jamás
que el mundo de los hombres está
condenado a desaparecer mientras siga dando
rienda suelta a su propia crueldad.
Citas y Referencias
- DEL PINO, Diego A.: Historia del
Jardín Zoológico Municipal.
Cuadernos de Buenos Aires Nro. 55. M.C.B.A.,
Bs. As., 1979.
- “Trasladaron a Villa Devoto al artista
Miguel de Molina” en Crítica,
1/8/43. En este triste artículo que
desnuda la intolerancia para con la diversidad
sexual, puede leerse: “En la nota de
detención del Departamento Central
de Policía se dice que el artista era
conocido por la amoralidad de su vida privada
y por haber dado motivo a escándalos
en lugares fuera de su lugar de exhibición
y de trabajo. También aduce el Departamento
que se ha podido comprobar cómo el
citado organizaba con frecuencia, juntamente
con otros individuos, reuniones que calificaba
de 'grandes orgías' que, al parecer,
trascendieron al comentario público.
Por último considera la nota que a
las salas donde exhibió su repertorio
habían concurrido como espectadores
personas de dudosa moralidad. Todo ello ha
determinado la mencionada resolución
por la cual es deportado del país el
llamado Miguel de Molina, previa detención
realizada ayer. En las últimas horas
de la noche, la jefatura policial dispuso
el traslado de Miguel de Molina a la Cárcel
de Contraventores, en Villa Devoto, donde
permanecerá hasta tanto solucione los
trámites de la inmigración para
salir del país”.
- Según del Pino, en 1922 acudieron
1.241.000 visitantes; en 1923, 1.298.000 (aumento
del 4,59%); en 1924, 1.280.000 (descenso del
1,39%); y en 1925, 1.131.000 (descenso del
11,64%). Onelli murió el 20 de octubre
de 1924, de modo que se puede tomar el año
de 1925 como el primero de la gestión
de Dago.
- “Los tiros de las carabinas policiales
pusieron fin a la existencia del elefante
enloquecido del Jardín Zoológico”
en Crítica, 19/5/43.
-Mural Biblioteca Popular Julio Cortázar
http://labibliocortazar.blogspot.com.ar/p/novedades-de-bibliotecas-y.html
- Dalia, el elefante libertario (Versión
completa de la nota publicada en Todo es Historia
Nº 488, edición de marzo de 2008,
y del cuadernillo Nº 3 [Colección
Escrituras Tangenciales] editado por La Hidra
de Mil Cabezas, Mendoza, República
Argentina).
- Cuando los elefantes eran condenados a muerte
– Blog Tejiendo el mundo / Tantas cosas
por contar y tan solo una vida para hacerlo
- http://tejiendoelmundo. wordpress.com/2010/07/28/cuando-los-elefantes-eran-condenados-a-muerte/
- Ilustración de Terry Fan.
- Ilustración anónima del asesinato
de Chunee, 1826.
- Electrocución de Topsy, 1875.
- Linchamiento de Mary, 1916.
- Mural de la Biblioteca Popular Julio Cortázar,
Córdoba.