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Una historia sobre el tango de Homero Manzi

Sur

Las tres tazas humeaban junto a las tostadas y a la mermelada que estaban sobre la mesa prolijamente servida pronosticando una merienda típica en esa casa del barrio de Palermo.
-Abuela, como siempre este chocolate está fenomenal.
-Gracias Federico -dijo la abuela, mientras untaba con manteca una rodaja de pan.
-¡Qué suerte que pasé y ligué!
-Vamos Fede no te hagas el piola que ya tenés bien registrados los horarios de esta “festichola” -decía el abuelo sonriente y guiñando un ojo a su esposa Elsa.
-Basta con eso de fenomenal, sos zalamero igual a tu abuelo, astilla del mismo palo.
En ese momento sonó una música en el celular de Federico, era una llamada, pidiendo disculpa se apuró en atender.
-¡Qué bueno que llamaste! Estaba pensando en vos, estoy en casa de mis abuelos, te veo en un rato ¿ok?- al segundo cortó la comunicación, tomó rápido el chocolate, saludó a sus abuelos y se retiró.
-Elsita, ¿no me digas que nuestro nietito está noviando?
-Algo me contó, es una chica de la facultad, me mostró la foto, parece muy simpática, creo que vive por Boedo.
-¿Boedo dijiste?
-Sí, a media cuadra de San Juan y Boedo ¿por?
-No, por nada, por nada.
Terminaron de merendar en silencio, al rato Elsa retiró las cosas de la mesa y el viejo con un dejo de tristeza y melancolía, expresada en su rostro, se incorporó de la silla tomó el bastón y se fue a su habitación, una vez adentro cerró la puerta, apoyó el bastón contra la cama se agachó y abriendo un cajón del placard introdujo la mano en el fondo. Debajo de unas camisas planchadas y ordenadas sacó un pequeño y amarillento sobre de papel, lo abrió y con lagrimas en los ojos vio dentro de él un mechón de cabellos rubios, lo sacó, lo acarició por espacio de unos minutos para después volver a colocarlo en su lugar.
Ya recostado en la cama sus pensamientos fueron desbordados por imágenes y recuerdos muy lejanos que como por arte de magia empezaron a sobrevolar en la habitación...


La fábrica de cigarrillos estaba ubicada en el barrio de Barracas, trabajaban en ella muchas personas, los lugares de trabajo estaban divididos por sectores, el sector productivo, el sector de empaques, etc., etc...
Homero y Juancho eran dos amigos inseparables, entraron a trabajar en la fábrica al mismo tiempo en el sector de mantenimiento, en ese momento estaban reparando una máquina en el sector empaque.
-¡Hey Homero! ¿Qué mirás?
-Nada ¿por qué?
-¿Por qué? dale fíjate donde ponés la llave así puedo apretar este tornillo que nos queda poco tiempo, no vaya a ser que venga el jefe y nos tire la bronca.
-Está bien Juancho solo que no le puedo sacar los ojos de encima a aquella rubia que está en la empaquetadora al lado de Ramona ¿será nueva?
-¿Cuál ché? -pregunto el amigo irguiéndose saliendo de la postura de estar en cuclillas -a ver, si creo que entró la semana pasada, nos sos tonto Homero es un minón infernal…
Sí la verdad que me idiotizó.
-¿Más todavía? - lo ironizaba Juancho mientras se limpiaba las manos con un trapo -y pensar que vos no querías trabajar en mantenimiento y ahora, ¿qué me contás?
-Cuando sonó la sirena de salida, la gente abandonaba la fábrica para dar lugar a la entrada del personal del siguiente turno, Homero y Juancho en sendas bicicletas volvían a sus casas situadas en el barrio de La Boca.
-¿Vamos a la cancha el domingo?- preguntó Juancho.
-No puedo, tengo que darle al fueye, sino mi viejo se cabréa, quiere a toda costa verme en el club tocando para sus amigos.
-Está bien tu viejo tiene razón, ¿Cómo me hubiera gustado tocar el bandoneón? Pero bueno no me da la zabiola, no soy como vos que lo hacés de taquito.
-Qué va… mirá las pavadas que decís.
-Y digo la verdad, para lo único que sirvo es para apretar tuerca.
Se miraron y aceleraron la marcha con la música de fondo de una fuerte carcajada.


Pasaron un par de días, las reparaciones de mantenimientos estaban paralizadas eso hizo que Homero no viera a la chica rubia y que no pudiera disimular su malestar, su amigo se lo hacía saber tratando de ser su cable a tierra, aconsejándole que se olvide del tema.
Ocurrió que el jefe un día le encomendó a Homero a reparar una máquina empaquetadora y justo quiso el destino que fuera la de Ramona, su corazón se estremeció y allí fue con su overol azul y la caja de herramientas.
-Hola Ramona, ¿qué problema tiene este bicho? – Homero saludaba y preguntaba mientras que sus ojos miraban por sobre la operaria la máquina de al lado que estaba sin funcionamiento y sin la chica rubia.
-No sé Homero, se paró de golpe, creo que debe ser allí abajo detrás de esa puertita- dijo señalando una tapa cerrada situada en la base de hierro de la máquina.
-¿Tenés la llave para abrirla?
Ramona le dio la llave con lo cual procedió a abrirla se agachó e introdujo la cabeza dentro del compartimiento y observó una tuerca y una arandela suelta en el piso. Por ende el soporte que servía para hacer la transmisión estaba suelto, se puso de pie y no comentó nada. Sabiendo que era un arreglo fácil lo demoró ex profeso como para poder indagar a Ramona sobre la rubia.
-Ramona, ¿qué pasa que no veo a tu vecina?
-¿Cuál?
-¿La rubia de la máquina de al lado?
- Ah, ¿María?, dejó de trabajar el otro día, presentó la renuncia dijo que andaba con algunos problemitas, ¿Homero, qué pasa quedaste petrificado? Diría que te flechó.
-Y no te lo voy a negar, ¿sabés por donde vive?
-Esperá, voy al vestuario y te traigo la dirección, me la dejó para que le avise cuando puede venir a cobrar la quincena- Ramona se fue y Homero al ver que a lo lejos venía su jefe volvió a meter la cabeza en el hueco y terminó arreglando el desperfecto. Cuando regresó Ramona le dio el papel para que lo lea.
-¿Dónde queda esta calle?
-A ver, en el barrio de Boedo ¿conocés?
-No, la verdad nunca salí de La Boca y Barracas -contestó Homero doblando prolijamente el papel para guardarlo en el bolsillo de su overol.


Había parado de llover, cuando Homero bajó del colectivo, de hecho tenía que chapalear barro hasta la calle indicada que estaría aproximadamente a un par de cuadras, empezó a caminar, pasó por una herrería que estaba en la esquina y en donde un hombre fornido golpeaba con una maza un hierro candente sobre un yunque, saltó como pudo un zanjón y divisó la casa que tenía en el frente unos ladrillos vistosos, un par de ventanas y en el medio de estas una puerta de chapa. Se recostó en una vidriera de un negocio de almacén que estaba enfrente a unos veinte metros de la casa y mientras esperaba que saliera en algún momento, un aroma de yuyos y de alfalfa se desprendía del campito de la otra esquina habitado por un par de caballos.
Después de un par de horas y de haber fumado varios cigarrillos vio que la puerta se abrió y su corazón se aceleró de forma inusitada, se incorporó, tiró el cigarro a medio fumar, se abrochó el saco y la vio más bella que nunca, con su melena rubia jugando sobre su rostro al son de la pequeña brisa que bañaba el barrio.
Cuando María empezó a caminar, él hizo lo mismo cruzando a la otra vereda siguiéndola hasta que se le puso a un metro detrás, la llamó por su nombre sin que ella se diera vuelta, pero cuando mencionó a Ramona, María frenó su caminata, se dio vuelta y dijo:
-¿Ramona? ¿cómo la conoce?
- De la fábrica... yo trabajo en la fábrica y ella me dio su dirección.
María lo miró a los ojos. De golpe se sintió subyugado. A partir de ese momento iba a nacer una relación que se iba a acentuar cada más fuerte con el correr del tiempo.
Homero venía todos los sábados y domingos a esperarla, como siempre apoyado en la vidriera del frente de la casa. Tanto va el cántaro a la fuente que una noche se besaron apasionadamente bajo la luz del almacén.
Generalmente los domingos iban hasta Pompeya, allí visitaban la Iglesia, para después hacer largas caminatas hasta el terraplén, en donde pasaban horas mirando la inundación que provenía del Riachuelo teniendo conversaciones sobres proyectos futuros, a pesar de los veinte años de ella y los apenas dieciochos de él, tenían una gran madurez.

Los meses iban pasando, Homero repartía su tiempo en la fábrica, el fueye y los fines de semana con María.
Hasta que un sábado la espera fue muy larga, casi eterna. Ese día María nunca salió de su casa.
A esta altura, Homero era un manojo de nervios y el suelo estaba regado de cigarrillos apagados a medio terminar. Miraba las ventanas cerradas y palpitaba que la casa estaba vacía, cuando de repente vio avanzar hacía él al hombre fornido de la herrería de la esquina cuando lo tuvo cerca sintió una de sus rudas manos sobre su hombro.
-Mirá pibe, María vino a verme el martes. Me entregó este sobre para vos y me dijo que te dijera que siempre te va a amar y que fue lo más hermoso que le pasó en la vida.
A Homero le temblaron los labios. Con las manos estremecidas abrió el sobre y se encontró con un mechón de cabellos rubios.
-No entiendo.
-Te la voy a hacer corta, María estaba muy enferma, pero muy enferma ¿entendés ahora? así que, pibe, qué se le va hacer, la vida tiene estas cosas. Andá por donde viniste y tratá de resignarte -sacó la mano del hombro, se dio media vuelta y se fue. Homero comenzó a caminar en busca del colectivo con gruesos lagrimones sobre sus mejillas y con las manos apretujando fuertemente el sobre bajo un cielo totalmente estrellado como mudo testigo de su infortunio.

-Homero, Homero, hombre, qué pasa ¿estás lagrimeando?
-¡Eh!, no, nada, me quede dormido, tuve un sueño muy triste. Soñé con Juancho ¿te acordás que siempre te hablé de él?
-Si tu gran amigo de la infancia.
-Bueno resulta que creo que lo veía que tenía un accidente, no me acuerdo bien, no importa ya está. ¿Por qué no vas al comedor? Yo voy en un rato y te toco unos valsesitos.
-Dale, viejo, ¡sabés como me gusta escucharte! -y Elsa se retiró de la habitación dejando a Homero con sus íntimas emociones levantándose de la cama tomando el bastón con la mano izquierda mientras con la derecha levantaba el estuche donde adentro el fueye dormía su siesta…

Daniel Cappelletti


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Revista El Abasto, n° 178, abril 2015



 

 

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