Excursiones del último
fláneur
Aguafuertes del barrio
de Once
Me despierto dentro del
cuarto azulado y espeso, percibo el acre
aroma de mis amantes. Me levanto y camino
por la alfombra roja, me detengo frente
al espejo para constatar las ojeras delatoras.
Me visto con mi traje de terciopelo, ajusto
la corbata y agarro el bastón. Salgo
a la calle en busca de mi excursión.
¡Soy el último fláneur!
*
Me recibe la ciudad con
su ritmo despiadado, repetitivo y absurdo.
Compruebo otra vez que los códigos
y la cortesía han desaparecido, hoy
sólo se ven rostros duros y marcados
por la frustración. Al pasar escucho
la radio desde el fondo de un puesto de
diarios, emerge insidiosa la voz del Tango,
registro paralelo que explota en rencores.
Como un puñal
entierro el cuerpo entre la gente, a escasos
metros distingo al Hombre Odio dirigiéndose
hacia mí. Al pasar me saca el codo
y aprieta los dientes, se da vuelta y me
amenaza con su celular. Un poco más
adelante me encuentro con el Visteador,
bestia desagradable que ignora el arte de
caminar. El Visteador viene mirando de un
lado hacia otro, barre la vereda con ojo
clínico, procura evitar los peligros
de la ciudad. Por momentos se asemeja a
un boxeador, encarna un sugestivo descenso,
la mutación de los antiguos fláneurs.
Camino por el barrio de Once, pequeña
Patria despreciada.
*
Caracoleo en la esquina,
mi traje resplandece bajo el sol de Otoño.
La gente me mira con curiosidad al pasar,
escucho a alguien que me grita: ¡Idiota!
No importa. Ya pocos conocen el lenguaje
universal, el de las tradiciones.
En la esquina de Rivadavia
y Azcuénaga se me acerca Petit Rufián.
Me saluda y me pide un cigarrillo. Petit
Rufián vende celulares robados, abre
las puertas de los taxis, pega los cartelitos
de los prostíbulos que inundan el
centro. Una ciudad que se convirtió
en un lupanar a cielo abierto, en un antro
donde ya no existe vida verdadera. Petit
Rufián está amasado por la
violencia de mi país, es un pobre
diablo que saca pecho en las esquinas mientras
espera la muerte. No sabe que personas peores
a él se encuentran más arriba.
*
Camino porque quien no
camina no aprende, hay que caminar mucho
para volverse grande. Ruedo por Rivadavia
hacia la plaza Once, por momentos me convierto
en una caracola de luz. Mientras camino
ejerzo el arte de la flánerie, aunque
deba esquivar los golpes bajos, bloquear
la podredumbre. Distingo grafittis sobre
las persianas grises de los comercios, penetro
en los kioskos con su fauna plebeya, desde
el interior de los supermercados terrosas
verdulerías me envían un guiño.
Las veredas se encuentran atestadas por
vendedores ambulantes, regatean anteojos,
gorritas, medias, chicha, arroz con pollo,
cinturones. En este rincón del mundo
mi pueblo se despereza y paladea una lengua
amarga. Mi pueblo come panchos y empanadas.
Mi pueblo es gordito y retacón.
*
Me quedo en pose y estático,
me dispongo a contemplar un balcón.
Pero alguien me lleva por delante y debo
seguir rodando, los niños me miran
con intriga al pasar, mientras sostienen
en sus manos globos de gas. A la entrada
de un supermercado me doy de bruces con
un chino. Tiene un cigarrillo en la boca
y la camiseta manchada, la frente hosca
y alerta, parece ya un argentino. Se ve
que el chino conoce el salchichón,
aunque todavía no al Tango. Me invita
a pasar a su templo y echado sobre la fiambrera
me dice, echando humo por la boca como un
dragón: ¡usted es argentino!
Argentino no gusta trabajar. Todos peronistas.
¡Yo voy a mejorar historia de los
argentinos!
Me quedo pensando
en esta parábola o amenaza, vaya
a saberse si algún día se
cumple. Salgo de nuevo a la calle, soy el
Pibe Baldosa, nadie camina Buenos Aires
como lo hago yo.
Llego a la plaza
Once, santuario de la nueva Argentina. Porque
todo el mundo y toda América emana
desde sus alcantarillas y baldosas, la verdad
se impone desde abajo, como un irrefutable
dato de la naturaleza. Me siento en un banco
y veo predicadores, grupos folklóricos,
prostitutas. ¡Es lo que somos! Como
esos mismos vendedores del Once, que llevan
en su genes un linaje cósmico, en
parte oriental, en parte europeo, pero siempre
rioplatense. Las telas, los perfumes y las
baratijas que inundan los alrededores me
hablan de un mundo oblicuo, como el que
revelan los ojos astutos de los comerciantes
judíos, que emergen desde detrás
de los cortinados.
Sentado en un banco
pienso que esta plaza es un poco triste.
Todos pasan de corrido hacia la estación
de trenes, los transportes engullen a hombres
y mujeres cansados. ¡En la plaza Once
mi pueblo se desmaya y pronuncia sus alegrías
y tristezas!
*
La caminata me abrió
el apetito, por eso voy al café.
Pero antes me cruzo con una estatua de ébano,
con una piedra azul irradiante, con un joven
africano filosofando recostado sobre una
esquina. ¿Qué pensará?
Me quiere vender unos anteojos, veo que
le afloran muchos tics argentinos, gesticula
y se queja, protesta por la inflación.
Me habla sobre su país humillado.
Su drama es semejante al mío -le
digo. En el Tango está la clave de
nuestro país, el fantasma de un mundo
disuelto.
*
Esquivo matronas que venden
chipá, me invade el vaho de las picanterías
peruanas. En el interior de los negocios
se mueven ojitos soñadores, siempre
dispuestos a tejer un nuevo ardid. Entro
al café. Me siento en una mesa junto
a la ventana, siempre se lo dije a un amigo;
toda mi estética y filosofía
política la construí mirando,
a través de las ventanillas de los
colectivos y cafés. ¿Existe
un mirador igual? Algunos lugares pretenden
ser cafés pero no alcanzan este estatuto,
están contaminados por el nerviosismo,
la urgencia los recorre como un cuchillo.
En cambio, las musas saben muy bien en qué
lugar descender. Casi siempre lo hacen en
algunos escogidos cafés y plazas
urbanos, en donde flota la niebla de la
sabiduría y de la fraternidad.
*
Tomo el bastón y
me sumerjo nuevamente en la calle. Cruzo
muchos idiotas mirando el celular, pobrecitos;
su vida sucumbe en cañerías
sin imaginación. Giro por Bartolomé
Mitre como un astro irredento, me fastidia
mi época cobarde y transitiva, como
si hubiera sido escupida por un volcán.
Por eso existen tantas contradicciones y
malentendidos, arreglar todo esto llevará
mucho tiempo y trabajo. Bajo un alero tropiezo
con un rancho improvisado por jóvenes.
-Señor, me da una moneda...-me dice
uno de ellos.
Me detengo y uno
comienza a bucear dentro de mis bolsillos,
encuentra unos poemitas y también
un caramelo. Sonríe. Son los Tumberos
y los Pibes Chorros, los monstruos sociológicos
de nuestro tiempo, como dijeron de Rosas
y Perón. Se paran alrededor mío
y me envuelve su hedor, me palmean mientras
se acomodan sus gorritas y capuchas. Parlotean
y aspiran el humeante paco, escuchan una
estridente música, que aturde y no
deja pensar.
*
No hay duda, mi excursión
me lo ha revelado. Somos sobrevivientes,
fruto del genocidio. Nuestra sociedad está
moldeada por monstruos y genios solitarios,
esto arroja al mundo la cultura de los argentinos.
Cae la tarde, el sol bascula sobre Boedo,
lame la intimidad de sus calles tranquilas
y arboladas. El Once, en cambio, devuelve
una radiografía burocrática
y comercial, por momentos parece tierra
de nadie, no obstante cobijar los movimientos
de una masa cuyo destino ignoro. Ahora cae
un rocío de almizcle sobre las calles
de Once, un duende me sonríe, me
hace señas escondido detrás
de un contenedor. La brisa remueve bolsas
y papeles, se encienden lentamente las luces
de neón. Desde el interior de los
grises departamentos nace la cumbia, plegaria
del pueblo masacrado.
* * *
Pablo José
Semadeni
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