Aventuras del último
fláneur
Los vientos de Puerto
Madero
La boca del subte
me escupe en el Bajo. Renazco confundido
con el vaho íntimo del subsuelo,
el aliento de los ciegos y de los vendedores
ambulantes. Llueve, el viento sacude mi
paraguas, giro como un trompo sobre el
asfalto. Cruzo las vías del tren,
salto un charco y veo reflejada la cara
de la Luna. Estoy en Puerto Madero.
*
Atravieso a paso ligero
la maciza línea de construcciones
de ladrillos, ¿acaso me encuentro
en Liverpool? Detrás de este conjunto
emerge un paisaje ultramoderno, ¿es
que Buenos Aires ha copiado a Tokio?
Puerto Madero aparece como un barrio intruso
y fascinante. Ya cerca de él se
siente una extraña atracción,
se trata de un territorio frío
y geométrico, pensado para la especulación
de la elite. Me acaricia la frágil
música de los mástiles de
los veleros que se mecen en el yacht club,
me transporto en medio de una geografía
de ensueño.
Guiado por los sentidos me siento en un
lugar exótico, ninguna seña
me confirma que estoy en Buenos Aires.
El aire marino y el resplandor de las
luces de neón emparienta a este
sector de la ciudad con las lejanas ciudades
asiáticas, el paseante se siente
confundido, está obligado a usar
la imaginación. En los alrededores
se adivina el bálsamo del Río
de La Plata, aunque nosotros lo ignoramos
por completo, preferimos ofenderlo mirándolo
por sobre el hombro, haciéndole
un corte de manga.
Las ciudades europeas transmiten al visitante
una calma muelle, su rostro aparece cínico
y sereno, inmutable debido a largos siglos
de bonanza. En Oriente reina en cambio
un silencio displicente, una cortesía
y una suavidad que tarda mucho en aceptarse.
Las ciudades de América, finalmente,
tienen un estilo jetón y violento,
la sangre parece bullir a flor de piel,
debido a tantas ofensas acumuladas. No
es para menos. ¡Hay que ganarse
el pan!
*
Me encuentro, entonces,
en un distrito construido mediante el
impulso modernizador de los ricos, en
donde pasan gentes indiferentes y apuradas,
hombres y mujeres haciendo jogging. Puerto
Madero nació así de un exabrupto,
de una hábil jugada especulativa,
viviendo oculto de la ciudad rugiente
que se despliega detrás de la avenida
Alem. En sus callejuelas no se ve lucha
ni fricción. Así es que
carece de memoria y también de
poetas que le canten.
*
Se despliega ante mí
una inmensa maqueta, la prestidigitación
de un nulo territorio, la coreografía
de un país desigual. Porque desde
el fondo de este telón de ensueño
llegan las voces y los reclamos de la
verdadera Argentina; la pesadumbre de
los barrios de clase media, el vaho de
los basurales, la bulliciosa música
de los asentamientos y villas. Aún
así Puerto Madero resulta agradable
porque sólo promete bienestar y
silencio, el desprendimiento de las cosas
del mundo. Porque aquí no hay huellas
de alguna vieja sociedad de fomento, de
una feria de artesanos, de las reuniones
de la bohemia. Se trata de un circuito
ajeno a las batallas civiles, vive casi
sin pasado porque se construyó
desde arriba.
*
Camino por Puerto Madero
y pienso que sintetiza muy bien la historia
de mi país, fundamentalmente la
de su Modernidad periférica y su
debacle. Veo grúas y perfiles de
antiguos molinos en desuso, y como una
instantánea se erige la osamenta
de edificios altísimos y lujosos,
que destellan en sus terrazas guirnaldas
rojas y azules, reflejos ambarinos. De
pie en medio del puente de la mujer me
envuelve un remolino de viento, mientras
observo el rostro de la Luna reflejado
en el agua que retienen los dockes.
Estos edificios que se yerguen frente
a mí parecen silenciosos y dominantes,
agraciados por las sutiles alfombras y
por los grandes ventanales que ofrecen
una vista impactante. Alrededor de ellos
circulan sigilosas parejas y atléticos
deportistas, se percibe el triste repertorio
de la seguridad privada, las rejas y las
cámaras de filmación.
Este mundo que se despliega ante mis ojos
me genera más dudas que certezas.
Pienso que nunca podría vivir en
un sitio semejante, algo me impele a querer
ver más mundo. Entonces comprobaríamos
que los argentinos vivimos habitando artificiosos
espacios, como si estuviéramos
prendidos con alfileres.
*
Paso por el frente del
Hotel Hilton y distingo a una muchedumbre
de turistas, más no el sigilo de
los grandes viajeros. Los mármoles
de la recepción reflejan un estilo
frío y distante, se agitan los
botones, la recepción trabaja a
mil revoluciones. Continúo bordeando
el dock hasta llegar a "Asia de Cuba",
engalanado con su estrafalario estilo
chinesco. ¿En dónde estoy?
-me pregunto. ¿En Buenos Aires
o en Shangai? Me sumerjo en el bar y veo
la barra con la cristalería azul,
justo encima de ella descansa un Buda
dormido, beato y sereno. Me acomodo sobre
un pequeño camastro construido
con almohadones, ahora pienso que estoy
en una lejana playa de Thailandia. La
música me envuelve y no puedo dejar
de admirar las oscuras columnas de madera,
donde se entremezclan serpientes y flores
de loto. Hombres y mujeres pulcros y sonrientes
reposan en actitud cómplice, brillan
las joyas y los gemelos. Todos parecen
de una misma familia. Un enorme fuego
artificial anima el salón, llamo
al camarero y pido un Martini.
*
A los pocos minutos entra
al recinto un hombre delgado y canoso,
visiblemente raro. Se sienta cerca mío
y me envía una sonrisa amable,
los dos nos reconocemos; tenemos el alma
fosforescente. Sabemos que fuimos tentados
por Dios y por el Diablo, ese combate
deja huellas profundas, en todos los órdenes.
De modo que mi piel se desprende ahora
como una vieja escama, creo que ya no
soy argentino, que he trascendido esa
engañosa suerte.
*
El hombre se da vuelta
y dice:
-La vida es un burdo entretenimiento.
El mundo un impostor. Así es que
hay que dejar sólo los cimientos
necesarios. Mi nombre es Plasticman.
Le sonrío. También
llevo puesto un disfraz humano, he llegado
al territorio más profundo, allí
donde el ser humano se convierte en otra
cosa.
*
Después de beber
nuestras respectivas copas el hombrecito
me invitó a su departamento. Accedí
sin preocupación, ya que mi vida
transcurre bajo una estrella bienhechora.
Mientras caminábamos en medio de
la oscuridad Plasticman me dijo:
-Usted es un fláneur,
yo un dandy. ¡Dos tipos desaparecidos!
Ingresamos a un espacioso
hall y ascendimos por un ascensor hermético.
Dentro me recibió un inmenso recinto,
recuerdo que el viento mecía las
cortinas de un ventanal que tenía
una inigualable vista al río. Asomado
al balcón pude ver las chimeneas
de Dock Sud, la luciérnaga de Villa
Inflamable, a los lejos; un barco perdiéndose
en el mar.
Comenzamos a beber y en un momento sentí
mareos, me dirigí al toillete para
lanzar un vómito blanco. No me
quedó otra opción que limpiarme
los zapatos con una toalla.
*
Cuando salí afuera
me encontré con dos hombrecitos,
sentados uno al lado del otro. En el ambiente
flotaba una música de cascabeles.
Plasticman intentaba convencerlos para
realizar algunos negocios, mencionaba
cultivos de soja, títulos de deuda
y cuentas en la isla Caimán. La
escena parecía salida de una película
y en un instante pensé que me encontraba
en un fumadero de opio. Repentinamente
los dos hombrecitos se pusieron de pie
y mencionaron sus nombres: Arlequín
y Payaso Ladrón. Ambos estaban
vestidos con restos de telas, lucían
zapatos puntiagudos y sus cabezas estaban
cubiertas por gorros que remataban en
borlas de terciopelo. En un momento se
tomaron de las manos e hicieron una ronda
demencial:
-Presumido barquichuelo
es el ser humano, hojas que se llevará
el viento, resplandor que nadie vio.
-¡Exacto! -exclamó Plasticman.
¿Aceptan, entonces?
Cerca de la madrugada
me excusé y opté por marcharme
del sitio. Bajé por el ascensor
y me recibió el aire húmedo
de la calle, los vientos de Puerto Madero,
la caricia de esta Patria hermética.
* * *
Pablo José
Semadeni
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