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Una estafa de nuestro
tiempo
Control de gastos (inexistente)
en los teléfonos celulares
Los celulares han devenido
una de nuestras principales extremidades.
O tal vez uno de nuestros órganos
más imprescindibles. O quizás
uno de nuestras más caras compañías.
Basta ver con qué
frecuencia caminamos con él, conversamos
con él, nos reímos con él
y hasta -temeraria y estúpidamente-
conducimos con él.
Existe a la vez una ley del mercado mediante
la cual cuanto más imprescindible
es una mercancía más costosa
deviene.
Y el celu, más
allá de las funciones casi íntimas
que le atribuimos, es una mercancía.
Lo cual nos condena
a sufrir por ella, todas las presiones
y todos los condicionamientos que los
productores de dicha mercancía
están dispuestos a ejercer.
Pocas veces vemos una
mercancía que se vende con tanta
impunidad.
Impunidad.
Nadie, o muy pocos,
comprarían un kilo de manzanas
si no saben cuánto cuesta, si no
reconocen su estado, su peso y otras características.
Nadie o muy pocos comprarían
un libro, una computadora, un auto, sin
conocer su material, su precio, su costo
de mantenimiento. Al comprador, “el
mercado” le ofrece los datos que
faciliten el conocimiento y hasta la atracción
por determinado producto. Cuánto
gasta, cuántos km. da un vehículo
con un litro de nafta. La compra de un
artefacto medio complejo significa que
el producto viene con su manual de instrucciones,
por ejemplo, infaltable. “Prueba”
(ya sabemos que insuficiente) de su calidad.
Pero con los celulares
no, al menos no es siempre así.
Mi primer celular -tenga en cuenta el
lector que era un analfabeto en telefonía
sin hilos- me vino con una cantidad de
folletos sobre la garantía, sobre
los términos de la compra, enlaces,
preservación (presunta) de privacidad
y una largo etcétera pero ni una
palabra sobre cómo operar. Volví
al puesto de venta y el empleado del mostrador
no entendía lo que yo andaba buscando.
Pedí para hablar con el gerente
o principal del tenderete. Y le expliqué
que quería saber cómo mover
sencillamente los dedos, qué botones
apretar para conseguir una llamada, un
estado de cuenta, una transferencia…
el gerente me contestó: -no necesita
manual para saber qué teclas tocar;
eso se aprende en la práctica.
Eso significa que uno puede pasarse horas
tanteando para ver si encuentra algo.
Semanas después, otro usuario de
la misma compañía me explicó:
-para conocer el saldo de tu cuenta hay
que apretar: asterisco, uno, cinco, cero,
numeral y tecla verde.
Esos seis pasos te habilitan
para escuchar un audio electrónico
que te dirá, 30 pesos, o 0,80.
Si ya no tenés saldo un mensaje
te dirá que no se te responde esa
pregunta. Uno aprende que ese no-mensaje
significa que te has quedado sin saldo.
Se podría informar de otro modo,
con otro código (que una voz te
dijera “cero peso”). Pero
en fin.
En mis tiempos de aprendiz
de computadora, uno recibía enormes
listados con códigos que permitían
operar: si querés sangría
en primera línea, presionar tal
y cual; si querés sangría
de párrafo, estas 3 teclas; si
querés interlineado entre párrafos,
tales otras y así recibía
uno un centenar o dos de códigos
que a la semana ya había dejado
de consultar, memorizados.
Pero, claro, entonces
era el tiempo de la empresa en que uno
trabajaba y ese tiempo era “caro”;
con los celulares es el tiempo de los
particulares, que se puede gastar sin
problema; la empresa no pierde nada…
Por qué el uso
del celular presupone una cantidad de
conocimiento y manejo de códigos
que la empresa no se esfuerza en transmitir…
Una pregunta.
Pero al lado de esa mezquindad para brindar
códigos, existe una sobreabundancia
de ofertas. 'Si cargás hoy, te
vale el triple'; 'Lo que hoy tenés,
durante 72 horas se duplicará'.
'Comprando XX tenés 5 llamadas
extras durante 24 horas'… Y una
serie de “oportunidades”,
ocasiones extraordinarias para bajar música,
concurrir a eventos, invitaciones de todo
tipo, que no sé si además
en tales casos somos los involuntarios
receptores quienes tenemos incluso que
pagar “el servicio”…
Saben
que se pueden llevar “al mundo por
delante” porque la dependencia del
consumidor respecto del instrumento es
enorme.
Existe un estilo peculiar
para los vencimientos. Uno acredita en su
cuenta del celular una cantidad. Digamos,
50 pesos. Por varios días, uno controla
el saldo y ve que anda generosamente por
encima de los 100 pesos. De pronto, el mismo
día que uno ha controlado en la mañana
que tiene 116 pesos, al mediodía
no puede emitir ni siquiera un sms. Tratando
de averiguar el saldo, el asterisco con
sus 6 pasitos le notifica: usted no tiene
fondos para hacer esa pregunta.
Si uno cambia del sistema
de pago mediante “tarjeta”,
(así le llaman aunque no exista tal)
y se pasa al abono, la situación
sigue siendo muy engañosa. Uno puede
acreditar en determinada fecha y, sin embargo,
seguir sin servicio durante días
o semanas, hasta el “momento”
en que la empresa acredita su monto. Esta
contabilidad rompe con la estructura “tradicional”
de que un monto depositado adquiere calidad
de acreditado de modo instantáneo
o casi instantáneo (el tiempo que
lleve la operación contable).
Cuando uno contrata un
servicio de telefonía celular, digamos
mediante abono, solo se le informa su costo,
pero al recibir su factura comprobará
la aparición de gastos administrativos
y seguros. No sabemos si tal escamoteo es
general, pero algunas empresas al menos,
“saltean” explicar la presencia
de estos “detalles” al momento
de la contratación.
Y uno se siente, una vez
más, en el papel del tonto.
Porque lo que uno siente
es que siempre se lo están llevando
por delante.
En algunos aspectos la
acción de organizaciones de consumidores
y hasta el mismo gobierno han aligerado
el abuso, como pasó en 2012 cuando
el gobierno estableció que las empresas
“celulares” tienen que cobrar
no desde la emisión de la señal
de llamada (y hasta su cese) sino durante
el lapso en que dicha señal es respondida
por el receptor. Esto resulta más
justo, sobre todo cuando el receptor olvida
cortar la comunicación y quien hizo
la llamada puede quedar pagando minutos
u horas sin comunicación alguna…
Otro logro obtenido por
los reclamos de los consumidores ha achicado
el robo descarado de las empresas de telefonía
móvil que inicialmente cobraban minuto
entero por cada fracción de minuto
conectado. Es decir, si uno hablaba 70 segundos,
te cobraban dos minutos. Si uno hablaba
62 segundos, dos minutos. Como hacen los
locutorios…
Pero pese a esas atenuaciones
de los robos más descarados, uno
sigue sin conocer lo que cuesta el minuto,
lo que cuesta el segundo, si hay diferencias
entre días o entre horas del día…
Lo cierto es que uno hace un depósito
de 40 pesos y en digamos 4 días,
hace una llamada, una sola (y de pronto
un par de sms) y… ¡no tamás!
Sapareció. El dinero se esfumó.
Y no hay factura ni registro ni forma de
verificar qué ha pasado. En rigor,
uno entiende que lo que ha pasado es un
robo. Y como ha dicho algún comentarista
airado: un “robo a mansalva”.
Uno se entera tarde y
mal de algunos mecanismos de autodefensa.
Luego de años de usar el celular,
me he enterado por otro de los que se sienten
estafados que abdicando de usar el teléfono
en el sentido clásico, hablando por
él, uno puede comunicarse mediante
sms, laboriosos mensajes escritos a un costo
por mensaje de unos 30 centavos (este cálculo
es provisorio porque he empezado hace poco
con dicha tarjeta y todavía no sé
si los 50 sms por tarjeta de 15 pesos son
reales o recalculables por unidad de tiempo,
por ejemplo).
En resumen, las empresas
del rubro que venimos analizando ejercen
un despotismo mercantil muy acusado, saben
que se pueden llevar “al mundo por
delante” porque la dependencia del
consumidor respecto del instrumento es enorme.
Algo similar sucede con el uso
de la banda ancha, los 3 o 4 G, donde, salvo
que sea de uso ilimitado, es muy difícil
saber cuándo termina uno de gastarla.
Y aunque creen resistencia y rechazo al
manoseo, como los que procuramos registrar
muy grosso modo en esta nota -estas empresas,
en general, grandes pulpos transnacionales-
son conscientes de que se han adueñado
de un nervio motor de los comportamientos
“de la gente” y lo exprimen
al máximo.
Luis E. Sabini
Fernández
[email protected]
Revista
El Abasto, n° 191, mayo 2016
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