Aventuras del último
fláneur
Rodando por la avenida
Corrientes
Viene caminando del número
anterior...
*
Sigo rodando por la avenida
Corrientes en dirección al Bajo.
En la esquina con Pueyrredón se
incrusta la punta de Once, como un cuchillo
se despliegan los vendedores ambulantes,
los pungas y los vanos comercios. Este
paisaje me acompaña hasta la avenida
Callao, en donde comienzan a advertirse
otras luces, se agita el sueño
de la bohemia. Los carteles y las luminarias
envuelven mi cuerpo, resplandece mi traje,
la gente me mira con curiosidad al pasar.
*
Ruedo por la luminosa
Corrientes. Las luces me interceptan como
dardos de oro, me hipnotizan y sigo caminando
como en trance, la mirada lejos. Veo mujeres
que llevan vestidos vaporosos, azules,
amarillos, con faldas lisas o voladas.
También me cruzo con niños
que arrastran globos en el aire, me sonríen
petrificados, traviesamente desde abajo.
Paso frente al teatro “Astral”
y me acuerdo de mis noches en el “Moulin
Rouge” en París.
*
Avenida Corrientes con
el Obelisco al fondo, los carteles de
los restaurantes y cafés envían
señales a los transeúntes,
sobresalen hacia fuera como estelas o
monumentos, como rocas encalladas en un
mar imaginario. Esquivo los agitados estacionamientos,
me detengo en la fauna que habita en las
librerías. El manco de “Edipo”
me saluda:
-¿Conde, cómo está?
Le devuelvo el gesto y cruzo hasta “La
Ópera”, me asomo por el ventanal
para constatar los manteles pasados de
moda y los viejos taciturnos, en espera
con sus intactas pelucas enrolladas. Más
adelante el vendedor de garrapiñadas
del puesto frente al teatro “San
Martín” me gruñe:
-¿Otra vez de excursión,
Conde? ¿No se cansa de caminar
por la ciudad?
Le sonrío como respuesta. Enderezo
la cabeza, como un caballo brioso, como
un puñal entierro el cuerpo entre
la gente.
*
Los sucios locutorios
borbotean, anida allí el tiempo
urgente que tanto detesto, los gestos
destemplados, la insolencia de los plebeyos.
Los mendigos y los borrachos pasan como
cometas sin destino, son los actores de
reparto de la vida y de esta ciudad. Pero
allí están mirándolo
todo, escrutando los secretos, tal vez;
comprendiéndolo todo.
Llego al café “La Paz”,
en la esquina con Montevideo. Entro, me
siento en una mesa que da al ventanal
y pido un Martini. Al lado mío
está sentada Jessica, perdida entre
volutas de perfume y bajo la sombra de
sus labios de carmín.
-Conde, la vida es un yirar sin sentido.
El hombre es malo, Conde, un gusano que
sale de la carne enferma de la sociedad.
*
A las puertas del “Picadilly”
me pasan un volante. Dice: “Teatro
under”. Miro al que me lo dio y
veo que está disfrazado de Batato
Barea. Le digo:
-Tantos panfletos llegan a mis manos...
tenemos una cultura panfletaria...
El travesti sonríe y me sopla algo
al oído, pero decido continuar.
Muchos turistas brasileros y colombianos
deambulan por las veredas, cada tanto
un racimo de africanos que va paladeando
una lengua áspera y dura. Llego
a la esquina y caracoleo, brillo bajo
las luces de neón. Nadie camina
la avenida Corrientes como lo hago yo.
Porque vengo del pasado y encarno el futuro.
Yo hablo el lenguaje universal, el de
las tradiciones.
*
Reverbera mi cuerpo,
encandila a los jóvenes, indigna
a los burgueses que tienen una moral de
zorros, como sus viejos zapatos sin lustrar.
Escucho a mis espaldas:
-¡Inmoral!
No importa. Sí me preocupa que
me estoy convirtiendo en una atracción
turística, muchas personas me sacan
fotos al pasar, como si fuera un astro
irredento. Ahora veo que se acerca la
Mujer Odio, es inconfundible, a cincuenta
metros puedo leerle el alma y los pensamientos.
La Mujer Odio es altanera y soberbia,
terriblemente inculta. Aparenta clase
pero está frustrada, es un monstruo
sociológico; ni macho ni hembra.
Está a pocos pasos frente a mí
y se la ve como una bestia agresiva, me
saca el codo al pasar, me amenaza con
la cartera y con el celular. La Mujer
Odio es un producto de nuestra época
y no sabe cómo pararse, qué
hacer con su vida, cómo acomodar
su psicología desfasada.
*
Sigo caminando. Escucho:
-¡Conde Presidente!
Es un admirador, Juancito, el que atiende
el kiosco de diarios.
-¡Soy el Rey de Argentina! -le digo.
Yo les voy a enseñar a vivir bien.
El puesto de diarios oficia como un mercado
abierto, como un mojón multitudinario,
como una estafeta de noticias que guía
a los citadinos. Los puestos de diarios,
entonces, son como las viejas pulperías
de antaño, espacios ruidosos abiertos
a la vida del siglo, que toman mucho de
él pero que también devuelven
sin calcular.
Paso por la vereda del cine “Lorca”
y también por “La Giralda”,
veo poca gente en el recoleto “Los
Inmortales” y mucha algarabía
en el popular “Guerrín”.
En esto son como mi país; hermanados
y enfrentados.
*
Me distraigo con la cartelera
del teatro “Lola Membrives”,
a través de ella adivino las alegrías
y las tristezas de los artistas.
-Conde -me dice el acomodador vestido
con un uniforme negro. Las vedettes preguntan
por usted. Extrañan sus ramos de
rosas, sus audacias temerarias.
Sigo caminando y me cruzo con un cartonero
que arrastra su carrito, al que le va
hablando e insultando. Parece un aerolito
urbano. Como una piedra cruza la ciudad
imponiendo una pausa al resto, los pasantes
lo miran a veces con naturalidad pero
también con asombro. Mientras,
un trapito se balancea a las puertas de
un estacionamiento, de nuevo aparece un
mendigo y un drogado bajo los efectos
de las alucinaciones. Sigo brillando y
rodando hasta llegar a “Arturito”,
entro y me recibe un salón frío
decorado con la mantelería y la
cristalería azul. Me siento y a
los pocos minutos entablo conversación
con un hombre de negocios.
-¿Usted es el famoso Conde? ¿El
Conde Neón? -pregunta.
Asiento.
-Yo pensé que un Conde no podía
vivir en nuestro país. Ni yo puedo,
por lo que no sé como hará
una persona que tiene sangre azul. Mi
negocio va cada vez peor, ¿sabe?
Los salarios están muy altos, el
populismo nos está llevando otra
vez a la ruina. Hay que pasar el borrador
de nuevo. Sacar la guita fuera y no invertir
más. ¿Qué piensa
usted?
Yo pienso en la posibilidad de sacudirnos
la molicie para construir una sociedad
donde se viva sin indignos sobresaltos.
Pero con el hombre de negocios que tenía
frente a mí ese sueño era
imposible.
*
Salgo nuevamente a la
calle, estoy abotargado por el vino y
silbo un Tango. Llego hasta el adefesio
del Obelisco y me espanta el olor a orines
que hay en los alrededores. Mientras,
los empleados cruzan como hormigas la
plazoleta, los ómnibus los engullen
con destinos lejanos, tal vez viajan hacia
el Conurbano, donde todavía se
teje la fibra de los barrios. Los carteles
titilan y hacen brillar mi cuerpo, me
quedo en pose y extático. Alzo
la vista y veo el cielo encapotado sobre
el río, desciendo inevitablemente
para constatar la diagonal que penetra
como un cuchillo en San Telmo.
Aunque no me merezca, en esta aldea vivo.
En mi país pocos conocen las tradiciones,
incluso los chiquillos comenzaron a importunarme,
bucean con sus sucias manos dentro de
mis bolsillos de terciopelo. Pretenden,
así, robarme mis perlas y mis tesoros,
sin ni siquiera haberse tomado el trabajo
de forjarlos. Muchos no lo saben pero
hay que conocer el pasado para construir
el futuro. Escucho:
-¡Inmoral!
No importa. Esos inútiles que hablan
son cadáveres malolientes, tienen
una moral pisoteada por los cerdos, el
aliento resentido. Me sonríe un
cartel, giro y titilo. Caracoleo en la
esquina, mi traje se fragmenta en mis
destellos. Voy rodando por la avenida
Corrientes como una caracola de luz.
* * *
Pablo José
Semadeni
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