El asco y la ingenuidad

Demaría y Figueroa analizan la victoria del PRO en primera vuelta desde el asco que escribió que sintió Fito Páez hasta la explicación que hizo pública Alejandro Rozitchner...
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Puajjj

El otro día iba caminando por la calle Piedras y de pronto apareció una figura recortada entre la veredita, los árboles, las baldosas escasas y el sol que pegaba fuerte en este invierno misterioso. Era Freud, así rollinga sencillito caminando por el mediodía porteño ostentando una remera que decía “Yo te banco Fito”. Y claro, entre el asombro por su presencia y el otro (el de la leyenda) no pude menos que acercarme y preguntarle al Maestro qué andaba haciendo por estas geografías y por qué andaba paseándose  justo justo con semejante declaración in pectore.

 

No se sorprendió que lo reconociera. Él sabe la afición que tenemos los argentinos por el psicoanálisis. Será por eso que de cuando en vez sale a pasear por nuestra tierra en busca de  familiaridad. Así fue que sonrió y recitó eso de que las callecitas de Buenos Aires tienen ese qué se yo ¿viste? (y le salió la ese así, arrastrada). De pronto, como si una nube le hubiese ocultado el rostro –  ahí si me intimidó –  se puso taciturno. Se tomó su tiempo, me miró fijo, cedió su cadera izquierda hacia un costado, corrió su campera de cuero para que una mano le cupiera en el bolsillo delantero del jean, dio una bocanada  profunda a su habano (Cohiba legítimo) y me dijo: “Por lo del heredero, entiende?” y ahí nomás dio media vuelta y se lo tragó la boca del subte confundiéndose en una ciudad que hoy más que nunca tiene la forma de un signo de interrogación. No me dio tiempo  siquiera a pedirle un autógrafo.

 

En ese instante, como una astilla en la mente, me dispuse a tratar de entender qué había querido decirme con eso del heredero. Repasé todo: las elecciones porteñas, el 47.1 %, el escrito visceral  de Fito en la contratapa de  Página 12, el tole tole mediático, y de pronto… como un rayo de luz…  recordé.

 

Lo del heredero iba más allá. Se refería al heredero del complejo de Edipo,  al superyó, es decir, a esa instancia formada por la interiorización de las exigencias y prohibiciones parentales.  Digamos lo siguiente: a grandes rasgos, Freud considera la conciencia moral, la autoobservación, la formación de ideales como funciones del superyó.

 

En ese momento también recordé la cuestión de los diques psíquicos (que va en sintonía con este tema). El asco, el pudor, las aspiraciones morales y estéticas, nos indican la presencia de esta instancia en el sujeto.

 

Claro que si el superyó funciona de un modo cruel, el sufrimiento se inscribirá en el sujeto arrastrándolo a síntomas de un dolor psíquico indecible. Si se ablanda de modo tal que todo da lo mismo, lo constreñirá a sentirse segregado por el mundo humano ya que fallarán – además de otras cuestiones – estos diques de los cuales he hablado anteriormente. En definitiva, podemos decir que en su dinámica hecha raíces la ética.

 

En fin, todo esto venía a que era un mediodía invernal y soleado., donde la calle Piedras me dio la oportunidad de recordar que el registro del asco nos hace humanos, porque funciona como dique psíquico. A igual que el pudor, al igual que las aspiraciones morales y estéticas.  Todas ellas nos marca un límite que nos permite estar incluidos y de ese modo no traicionar la condición humana que tantos milenios nos costó conseguir. Porque como dice Freud, la cultura designa toda la suma de operaciones y normas que distancian nuestra vida de las de nuestros antepasados animales, y que sirven ados fines: la protección del ser humano frente a la naturaleza y la regulación de los vínculos recíprocos entre los hombres.

 

Cierto es que todos estos elementos deberían estar al servicio de construir una ética del semejante, donde el registro del otro como par humano sea el eje central de la vida en sociedad. Eso es central. De todos modos no implica que a veces lo que  hace el otro o las decisiones que toma ese otro tan otro (indiscutiblemente humano como cualquiera – eso está fuera de discusión –  con la misma dignidad y todo eso); como decía, no implica que a veces lo que el otro hace nos produzca revulsión.

 

Pensemos un poco: si no nos hubiésemos escandalizado como sociedad frente a la desaparición forzada de personas, frente a los relatos de las torturas, el robo de la identidad de los niños, la desnutrición neoliberal, las ejecuciones sumarias, el gatillo fácil, y todos esos acontecimientos, hoy seguiríamos caminando entre los genocidas y profundizando más y más la desigualdad y la exclusión. Pero por suerte sentimos asco. Nos revolvimos frente a aquel paisaje.

 

Y es por eso que está bien que se sienta o que se registre – por los menos. Porque eso nos indica que aun no hemos perdido el funcionamiento de los diques psíquicos que nos inscriben en el orden humano y que son absolutamente imprescindibles para el sostenimiento y la perdurabilidad de la vida en comunidad.

 

Caperucita Roja

 

Cierto es que mucho se ha escrito en este último tiempo acerca de la subjetividad del votante porteño. Pero una de las que más ha ofendido a la ciudadanía rioplatense, ha sido la que ha expuesto –  en los espacios que soportan sus palabras –  Alejandro Rozitchner, el hijo tonto del brillante filósofo y pensador León Rozitchner.

 

La ofensa que espetó este escribiente, no ha sido dirigida hacia los votantes no macristas. Por el contrario. Ha sido referida a la propia gente a la que creía halagar con su comentario. Les dijo ingenuos. Sí, éste supuesto cuadro macrista en el diario La Nación del día 11 de Julio de 2011, dijo: “Ganó la gente normal, los no entendidos en política, los ingenuos…”

 

Muchos analistas periodísticos entendieron que la ofensa estaba insita en la presencia de la palabra “normal”. E hicieron el análisis correspondiente al caso: si ganaron los normales, los que perdieron son los anormales y así sucesivamente. Pero nos parece que podemos ir un poco más allá de la superficie. Bucear en el fondo de la frase y descubrir así que  quedarse atados en esa palabra (normal), es una trampa.  Es un engaña pichanga. Porque no hay que olvidar que una de las dinámicas que se hace presente en los discursos remite a lo que llamamos, aquí en el barrio, la lógica del tero: esto es, chillar por un lado, pero poner los huevos en otro. Y nos parece que así sucedió con esta frase controvertida.

 

Fue por eso que corrimos un poquito la mirada y apareció con todo su esplendor el término ingenuo. Así fue que  nos dirigimos raudamente a las palabras de la Dra. Silvia Bleichmar al respecto. Ella dice así:

 

“La ingenuidad no es una virtud. Y si  se la presenta como tal es porque en ella se sostiene el beneficio de quiénes se aprovechan del que la padece…”

 

Es decir, aquel que considera que el electorado que ha emitido su sufragio es ingenuo, básicamente le está diciendo en la cara que los dirigentes se aprovecharán de ellos. Porque solo amparado en la ingenuidad, es que alguien compra en una esquina cualquiera un billete de lotería que le dicen que tiene  premio pero el afortunado no lo puede ir a cobrar por razones de fuerza mayor. Es la ingenuidad la que sirve para velar la mirada y cerrar los ojos hasta que ya es tarde y la amenaza está encima.  Luego, la justificación es que más allá de lo que se veía en el registro de la realidad, el deseo es que fuera diferente y se ampara en esa tragedia que implica haber puesto en funcionamiento el uso de la creencia sin empleo de juicio crítico. “La ingenuidad política es, también, des–responsabilidad”, diría nuestra Silvia.

 

Bajo la consumación de este mecanismo fue como Caperucita terminó en las entrañas del Lobo Feroz. Ella veía que los ojos de quien decía ser su abuelita eran enormes pero prefería creer que eran para verla mejor. Estaba chocha por ser mirada tan intensamente por esos ojazos. Caperucita advertía que las orejas eran enormes. Pero qué mejor medio para escucharla y tener en cuenta lo que ella decía. Ni qué hablar de esas manos imponentes! La fantasía de que las caricias que recibiría por parte de su abuelita serían insuperables gracias al tamaño de esas manos, era irresistible.

 

Por supuesto, cuando vio la boca enorme que tenía la supuesta abuelita (que todos sabemos que no era ni más ni menos que el Lobo Feroz)…  Ya fue tarde.

 

Viviana Demaría y José Figueroa

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