Peor el remedio que la
enfermedad
En la sección Cartas
al país de un Clarín
viejo leo con preocupación y temor
la carta de una lectora de la cual transcribo
una parte:
“A
raíz de una bronquitis que no se
pasaba tomé levofloxacina durante
cuatro días. Me sentí mejor,
pero al cuarto día tuve dolores en
los tobillos y el médico dijo que
suspendiera la medicación. A la semana
sentí un fuerte golpe en los tobillos,
se cortaron los dos tendones de Aquiles.
¿Qué hice? Avisé al
ANMAT, a la Dirección de Farmacovigilancia.
Me respondieron que era un efecto adverso
raro que aparecía a veces”.
Debo confesar
que la lectura erizó mis (pocos)
pelos y reavivó en mí la desconfianza
hacia los “remedios”. Me ha
pasado muchas veces que después de
leer el prospecto adjunto he desechado contundentemente
el medicamento. Como ejemplo muy reciente
relato que por problemas bronquiales que
se acentúan en invierno decidí
por mi cuenta recetarme unas simples e inocuas
gotas inhalantes de venta libre, pues bien,
en el prospecto adjunto aclara que las acciones
colaterales y secundarias son: “Nauseas,
vómitos, convulsiones, vértigos,
depresión del SNC, delirio, confusión,
coma, anuria, cefaleas, sensación
de sofocación, broncoespasmo, broncorrea,
apnea, dermatitis de contacto, ataxia, nistagmus,
diplopia, hepatotoxicidad e hipoglucemia.”
Después
de leer esto ¿usted se haría
las inhalaciones? ¡YO NO!
Los medicamentos
deberían brindarle al paciente: seguridad,
confianza y certeza, en cambio transmiten
incertidumbres y miedos, los mismos desasosiegos
que experimienta quien juega a la ruleta
rusa.
P.C.
Revista El Abasto, n°
110, junio, 2009.