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Autos en el subibaja


Los automóviles, en adelante autos, como los llamamos en el Río de la Plata y no coches como en España o carros como en la América Latina cercana a EE.UU., fueron inicialmente diseñados como carros, carruajes, vehículos como los que había entones –finales del siglo XIX–. Como el rasgo distintivo entonces era la falta de caballos u otros animales de tiro, al acento se puso en lo que se veía, mejor dicho en lo que no se veía, y de allí el nombre del nuevo vehículo a motor; auto-móvil.
     Del automóvil, nos fueron quedando las dos primeras sílabas, que en rigor era un prefijo y nosotros los llamamos ahora auto. Los suecos, por ejemplo, a su vez eligieron la sílaba final y ellos lo llaman bil (proviene del inglés, en el cual móvil se escribe mobil).
    Los había inicialmente gráciles como berlingas y pesados como carromatos, pero la diferencia fundamental fue que los viejos vehículos de tiro eran fundamentalmente de madera y los nuevos, autos, metálicos.
   El mismísimo material las daba ya un aire más duro y feroz, que la velocidad en constante aumento no hará sino acentuar con las décadas.
   Expresando la sociedad en que se iba desarrollando el automovilismo, el auto empezó a parecerse significativamente a tanques de guerra, que son aproximadamente sus contemporáneos.
   Con una ciudad cada vez más dura, no era de extrañar que el auto se fuera haciendo cada vez más una fortaleza terrestre y moviente.
   Los paragolpes, los guardabarros, todo su porte, más allá de necesidades técnicas y materiales, fue otorgándole ese aire de máquina destructora.
   Semejante visión tuvo un considerable acomodo con la realidad de los muertos y heridos por accidentes automovilísticos que fueron creciendo en progresión geométrica junto con la velocidad y la expansión o generalización de su uso.
    La segunda posguerra conoció una nueva generación de vehículos de gran porte, de creciente comodidad interior, pero cada vez más acorazados o pertrechados, alejando a sus ocupantes de las contingencias del “exterior”. Claro que a veces el encuentro repentino con tales contingencias solía ser feroz y trágico.
    Fue la época de los famosos colachatas, que todavía algunos persisten en “lucir” no sabemos si como monumento a la estulticia humana. Eran vehículos enormes, usados cada vez más por un solo individuo, con lo cual su anatomía, las posaderas del usuario, por ejemplo, pasaban de ocupar un cuarto o un sexto de metro cuadrado, a ocupar en calles o estacionamientos ocho o diez metros cuadrados (holgadamente más que un elefante). Con un peso enorme, producto del despliegue de dimensiones y tipos de chapa usados, con un gasto feroz de carburante, porque sus motores tragaban nafta como un sediento quisiera hacerlo en el desierto, entre otras razones para mover semejante carrocería.
    Era la época de los “gloriosos treinta” que hasta economistas que se sienten críticos del capitalismo añoran como época de bonanza, sin tener en cuenta que por ejemplo el dispendio de la nafta, del petróleo de entonces, provenía de precios congelados de la materia prima que se esquilmaba al Tercer Mundo, a cuyos operarios no se les pagaba ni el cajón de muerto que muy pronto necesitaban. Eran iraquíes, saudíes, iraníes, nigerianos, venezolanos, gente apenas visible en las estadísticas del mercado mundial.
   Pero los ’70 ya estaban allí con su Club de Roma anunciando la inviabilidad crudamente material del sistema tal cual era. No había hierro para todos, o en todo caso, si había hierro, no había platino, cobre… los minerales eran finitos.
Hubo una repentina conciencia de los límites. Del costo. En 1972 es la primera conferencia “ecologista” planetaria, en Estocolmo.
     Y llegó la OPEP y mandó parar. Se acabó la diversión. 1973. El petróleo iniciaba su despegue hacia las nubes.
    Los colachatas ya no eran sólo una expresión de abuso y derroche; empezaban a ser una idiotez inviable.
    Y el automovilismo fue reconociendo una, a mi modo de ver saludable transformación abandonando el eje militar y acercando más a su usuario a la calle, al pavimento y a los demás actores de las calles de la ciudad. Los ingleses salen con sus simpáticos Morris, bajitos, con ruedas pequeñas, que ocupan poquísimo espacio. Los italianos, que ya en los ’40 había salido con sus topolinos, vuelven a la carga con vehículos todavía más menudos y por lo tanto mucho más aptos para las viejas ciudades centenarias europeas (y por qué no, americanas); como los Fiat 600. Los japoneses también empiezan a mostrar modelos de menor porte.
   Hasta la Alemania nazi en los ’30 había sacado a luz los escarabajos VW que, pese al ethos tan agresivo del nazismo, constituía un vehículo no precisamente militarista. Suponemos que en este caso los límites del tamaño del auto tenía que ver con los límites de disponibilidades materiales del Tercer Reich, pero lo cierto es que el escarabajo se reeditó en los ’60 ya en medio de esa ola de achique vehicular.
     El encarecimiento de los materiales y de los combustibles fue haciendo que el auto perdiera algo de aquella imponencia militaroide. Enhorabuena. Su expansión, empero, hizo que permaneciera como enorme problema ecológico puesto que el automovilismo junto con la aviación responden por la mayor parte del calentamiento global debido al ascenso incontrolado del dióxido de carbono, amén de la enorme cantidad de gases tóxicos que disparan al aire, al aire que respiramos, tantos nuestros inventos terrestres como los aéreos.
     Hacia fines del s. XX la proliferación de autos cada vez más pequeños, más livianos, más económicos, energéticamente hablando, pareció ser una voz generalizada, una tendencia cada vez más consciente de los límites al viejo optimismo tecnológico, una expresión del alerta ante el derroche que fundamentalmente el modelo industrial europeo había generado y que su vástago principal, el american way of life había exacerbado.
    Pues bien: en medio de la política generalizada de autos cada vez más pequeños y menos parecidos a un tanque militar, brota la moda de las 4 x 4: un retorno al derroche de material y combustible en plena era de racionalización. Por supuesto, el centro de irradiación, ha sido EE.UU.
    Las 4 x 4 ponen otra vez en la calle la presencia del tamaño intimidante, que con potencia y peso, se abren paso siguiendo las leyes del fascismo (el grande ignora o desprecia al pequeño, el pequeño “respeta” al grande). Por cierto que tales comportamientos no dependen exclusivamente de la máquina porque el conductor otorga su propio estilo a la conducción. Pero es evidente que las 4 x 4 procuran retener los viejos valores y estilos del automovilismo de eras anteriores, que creíamos en trance de superación.
     En algunas ciudades han surgido movimientos de rechazo a esta resurrección del estilo colachata, encarnado con enorme mejoras técnicas y nueva estética. En Estocolmo, los llamados “indios urbanos” tajean o desinflan sus gomas, acusándolos, con razón, de ser ecológicamente insustentables.
    Entre nosotros, es tal su expansión que parecen ser más quienes quisieran estar en la piel de sus usuarios que quienes reclamamos mayor cuidado para el planeta… y para las calles.

Luis E. Sabini Fernández

Buenos Aires, 26 de diciembre de 2008




 
 


 

 

 

 

 

 

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