Alimentos
e infancia
Calidad
alimentaria: gran ausente
Un
artículo de Eduardo
Videla en el cotidiano Página/12
del año pasado
(“A los chicos de
antes no les daban trisoja”
26/9/2008) presenta un sesgo
cultural que me parece interesante
desentrañar.
En
la nota, Videla explica
que “[…] El
adjunto de la Defensoría
del Pueblo porteño,
Gustavo Lesbegueris, dijo
a PáginaI 12 que
en los últimos días
recibió «numerosas
denuncias de representantes
de cooperadoras escolares
sobre la mala calidad de
los alimentos en los comedores
y las viandas»."
El defensor pidió
al ministerio un informe
sobre las nuevas dietas
que reciben los escolares.
El
último párrafo
de la nota remata: “Aunque
el plato de trisoja aparezca
una vez cada quince días,
para muchos padres su inclusión
en el menú resulta
inquietante. A los cooperadores
les preocupa, por lo pronto,
que un día por semana
los chicos rechacen ese
plato y se queden sin comer.
«La polenta que mandan
es una pasta apelmazada,
las viandas calientes ya
no las envían en
recipientes de aluminio
individuales, sino en tachos,
y hay que pesarlas una por
una», lamenta Marcela
Tibud, delegada del Distrito
16. «Están
reduciendo costos en el
lugar más vulnerable»,
concluye su colega Natalia
Pintos.”
La preocupación
de padres y defensores es
seguramente legítima;
no obstante el imaginario
desde el cual se la formula
no es muy promisorio.
Lo
que es criticable es que
cooperadoras y comedores
escolares reciban comida
mala. Y hecha. Porque la
pregunta debería
ser si es aceptable que
se le dé a los niños
comida no fresca.
Pretender
mejorar la calidad alimentaria
mediante “recipientes
de aluminio individuales”
revela la total insustentabilidad
de la demanda; están
pidiendo comida recalentable
en envases ambientalmente
muy gravosos, más
gravosos todavía
porque ninguna cooperadora
piensa en recuperarlos para
un próximo uso, porque
esos “recipientes”
se toman como descartables
y su destino “natural”
es la basura.
En
realidad la opción
a la comida hecha y enviada
como “polenta apelmazada”
(y con el maíz rebajado,
es decir desmejorado con
soja, como pasa desde que
el clan sojero ha logrado
la sojización creciente
de la comida argentina)
es cocinar polenta fresca
en el comedor. Y servirlas
de una olla común,
claro. Para lo cual, claro,
se necesitan cocineros locales,
que conozcan tanto los ingredientes
como los comensales.
La
instancia del comer es demasiado
importante para sólo
resolverla industrialmente.
O
aritméticamente:
la “necesidad”
de pesar las porciones expresa
a su vez una equívoca
idea de justicia o igualdad,
un igualitarismo que nos
va quitando a jirones todo
sentimiento vincular, de
comunión, de individuación.
Porque si hay algo desigual
es repartir, por ejemplo
143 gramos de polenta per
cápita, o 150 gr.
Esos igualitarismos cuartelarios
no reconocen las necesidades
individuales (que no son,
por cierto, las de “los
mayores” dispensando
favores o privilegios).
El
rechazo entonces de la delegada
citada apela a “soluciones”
que son en cierto sentido
tan malas como el manejo
desde las autoridades. Porque
nos colocan en la senda
de la comida industrial,
bienvenida, claro, por la
agroindustria, pero tal
vez no tanto por nuestros
cuerpos, y menos todavía
por los cuerpos infantiles.
Luis
E. Sabini Fernández
[email protected]
Revista El
Abasto, n° 107, marzo,
2009.