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Segundo capítulo del folletín que muestra un Abasto futuro, año 2050, luego de una gran inundación mundial, debida al recalentamiento que además produce un clima tropical. Los servicios han colapsado y la naturaleza invade lo que una vez fue la ciudad.

El reloj

El viejo curvó la espalda sobre la mesa de trabajo y pareció meterse dentro del estuche de roble enmohecido donde yacía el mecanismo.
- Gardelia, alcanzame esa herramienta- señaló con su índice , sin sacar la cara de la caja.- Mmm… No sé si echará a andar . Está como yo, a punto de soltarse alguna cuerda.
Ella lo miraba atenta, sentada en el banquito, dispuesta a atender cada requerimiento del anciano. La ansiedad por ver funcionar el objeto vetusto la devoraba.
La campanilla de la puerta del local sonó.
- Atendé.
Gardelia se acomodó apenas el pelo con las manos y salió de la trastienda:
- ¿Está el viejo?- preguntó secamente un hombre oscuro, con un traje de goma oscuro, y con las patas de rana en la mano chorreando y ensuciando la alfombra.
Ella titubeó un instante, lo que le sirvió al sujeto para insistir.
-Decile que quiero la plata, ya!.
La muchacha retrocedió de cara al hombre, tambaleándose.
- Qué modales son ésos! salió al encuentro el anciano, ahorrándole a la chica una excusa.
- Quiero mi plata.
- Tené paciencia… No sé si va a funcionar. Si no funciona, no sirve.
- Mañana vengo y quiero mi plata o el reloj- dijo roncamente el hombre- A mí no me vas a pasar viejo ladino- concluyó mientras salía del local sin más.
- Si vuelve mañana no le vamos a abrir- le dijo el viejo asegurándose que ella entendiera.
Ella quedó preocupada pero sabía que el anciano lidiaba a diario con ese tipo de sujetos. Los Sapos del Abasto, Ranas de Almagro, Los Bagres del Once. Escuadrones apenas organizados por el municipio, con precarios permisos para rescatar de los edificios semihundidos, bienes que ya no tenían dueño.
En el mejor de los casos.
Ella misma cuando era muy chica fue testigo cuando éste tipo de sujetos rapiñaron los cuerpos ahogados de un colectivo sorprendido por la inundación.
El viejo siguió trabajando febrilmente en el reloj todo el día pero a medida que transcurrieron las horas fue perdiendo el entusiasmo.

Las piezas en su mayoría oxidadas, no resistían. El mismo reloj había sido vencido por su propio amo, el Tiempo.
- Estoy muy cansado Gardelia, me voy a dormir… Ocupate de cerrar todo.
Ella se quedó tomando unos mates , mientras revisaba las puertas. Se quedaría un par de días a dormir por pedido del patrón.
Encendió un par de velas gastadas ya que hoy tampoco habría energía eléctrica y se dispuso a acostarse temprano. No había otra cosa para hacer.
Ya en la cama se dedicó a fantasear. Su único pasatiempo. Una vez más en su mente construyó detalle por detalle al enamorado . Lo vistió, peinó y perfumó, aunque hoy sería otro el escenario. Hoy irían al cine.
Gardelia se entretuvo mientras sentía su corazón latiendo presuroso.
Algo se sumó a ese ritmo. Algo que tardó en reconocer y que era como un repiqueteo que imitaba su pulso. Se dio cuenta que provenía de la trastienda.
Era el reloj.
Saltó de la cama y corrió a verlo.
Se sentó frente al artefacto que funcionaba indiferente.
El cuadrante de porcelana reflejaba la luz fantasmal de la vela cercana.
El péndulo, apenas visible, hacía su recorrido entre cada tic tac de madera y metal, como respiraciones de un moribundo.
Gardelia, fascinada con tan poco espectáculo, se sentó a esperar que la aguja mayor marcara la hora en punto. Faltaban pocos minutos.
Espero y ensoñó.
Esa imagen frente a ella se fue transfigurando hasta convertirse en un reloj colosal. El del frente del Antiguo Mercado, sobre la Av. Corrientes. El cuadrante de porcelana ahora era negro y en el centro del gran vitral el péndulo enorme, colgaba como una guillotina, descendiendo cada vez más a la vereda mientras los transeúntes caminaban como si nada.
El gong dulce y preciso de las 22, invitaba a todos a entrar al gran edificio mientras el golpe implacable del pendular mecanismo seccionaba cabezas y miembros de los peatones que se movían hipnotizados.
Después de la última campanada todos los engranajes se detuvieron. Ella no se animó a darle cuerda por miedo a romperlo.
Había sido como una expiración final. El último esfuerzo de la máquina.
Se acostó cansada. Mañana el viejo se ocuparía.
- Gardelia. ¿Estás levantada? ¿Vos tocaste el reloj?- preguntó el viejo a la mañana siguiente- Vení, cebate unos mates.
Ella media dormida no recordaba lo sucedido y se dispuso como todas las mañanas a cumplir las tareas que formaban parte del trato.
El viejo maldecía y parecía que la solución definitiva dependía de que él metiera medio cuerpo dentro del artefacto.
Ella ni se preocupó por comentarle nada y se ensimismó en acomodar el escaparate de la vidriera y pasar el plumero despelechado.
A media mañana alguien forcejeó la puerta de entrada que estaba cerrada por precaución.
Ahora eran tres los hombres oscuros que venían con las patas de rana puestas.
Ella les indicó del otro lado del vidrio que se las sacaran y los dejó entrar.
Los sujetos parecían consternados y a Gardelia sin saber por qué le inspiraron ternura.
- Piba, llamá al viejo.
Don Vicente salió a recibir a los sujetos con una llave inglesa en la mano. No estaba arreglando nada con esa herramienta.
- ¿Qué necesitan?
Dos de los tres se echaron a llorar desconsolados mientras el tercero, aclaró:
- Se murió el Cacho.
- ¿Quién?
- El Cacho… El que le trajo el reloj.
- ¿Ése?
- Si, anoche.
- ¿Cómo?
- Habíamos salido con la lancha porque teníamos una fija… Un dato. Estee. Había que levantar unas cosas de la Chacarita… y pasó lo que nunca... Se cayó el Cacho, queriendo manotear la linterna que se le refaló de la mano…
-¿Y?
- Y... la hélice lo cortó en fetitas.
El viejo quedó un momento conster-nado pero inmediatamente se repuso
- ¿ Y qué quieren ustedes acá?.
- Y... la plata del reloj. Por lo menos que le sirva pa'l entierro.
- Ese reloj no sirve- se lamentó el viejo y se dispuso a traérselos.
Al volver con el aparato trajo también un sobre.
- Tomen. Y acá tienen unos pesos para el entierro.
Gardelia les abrió la puerta de vidrio a los tres hombres que salieron sin decir palabra cargando el reloj como un pequeño féretro.
-A qué hora murió- preguntó invadida por una extraña sospecha.
-A las diez de la noche. ¿Por qué?
- No, por nada.

Texto: Daniel Tocchini
Ilustración: Javier Dupra


Revista El Abasto n° 57, junio 2004.

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