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La nueva versión del Museo Casa Carlos Gardel cosechó crÃticas en cuanto a la pérdida de calidez, pasando de casa a museo, y además cuestionamientos relativos al análisis historiográfico
Encuentro con el vecino músico trompetista Miguel Ãngel Tallarita
Dos parques y un centro de comercio peatonal
Miguel, un vecino, se recibió de policía y junto con otros cadetes se afilió a un grupo comando de “vanguardia en defensa de la democracia”. Se trataba de cuidar a la Patria, lucha que contaba con el apoyo del imperio, mientras las banderas que pretendían subvertir el orden social flameaban desde espacios socialistas, peronistas y de izquierda, antros de estudiantes y trabajadores. El orden social que había que cuidar era el perfecto: “donde manda capitán no manda marinero”. Algo así como “unos dirigen y son ricos mientras otros ponen el lomo… como siempre fue”. En realidad no necesitaba pensarlo mucho, él obedecía. La primera vez que pudo emplear sus conocimientos marciales en contra de un pequeño grupo que pretendía concretar un acto terrorista estaba radiante, en especial porque todo les había salido bien. Los guerrilleros estaban casi desarmados y desde su equipo manejaban un gran armamento y una alta tecnología. Además eran más.
Con el tiempo sus superiores vieron su pasión por la “defensa de la patria” y fue asignando a una tarea muy especial. Mientras unos se infiltraban y otros arremetían, él sonsacaba información. Luego algún otro piloteaba algún avión y siempre había un médico que recibía los bebés que salían de esos vientres subversivos (además de ir ayudando a que el interrogado no se vaya antes de tiempo, si realmente se quería sonsacar algo). Miguel sentía que estaban, si bien en una desigual, “en guerra”…
Se divertía violando y maltratando a más una de las responsables de intentar poner alguna bomba o disparar un arma, aunque más que nada eran culpables de volantear “textos prohibidos” o hacer reuniones y alguna que no saben muy bien por qué, pero estaba “buena”. A sus víctimas las picaneaba, golpeaba y torturaba hasta el hartazgo. Si eran hombre el procedimiento era muy similar, aunque a veces, si veía que eran pareja se divertía violando a la mujer mientras el hombre miraba. O al revés. A Miguel le gustaba particularmente el interrogatorio con submarino, porque le daba una sensación de poder, de sentirse un Dios. Muchas veces al efectuarlo reía mientras el otro luchaba por volver a respirar. También logró hacerse de un par de inmuebles y algunos autos, porque en la desesperación le firmaban cualquier cosa. Luego los enfilaba para que tomaran el avión, encapuchados y drogados, desde donde otros los tiraban al río.
Un día el presidente que tomaba bastante whisky declaró la guerra por las Malvinas. Esa fue contra un ejército de verdad y duró poco. Perdieron.
Ahí los vecinos reaccionaron y se terminó la joda. Cuando vino la democracia sus superiores fueron buscando vericuetos para que gente como Miguel, y ellos mismos, permanecieran en libertad. Mientras tanto hubo escraches. Venían imberbes, hijos de aquellos que había reventado, a gritar y tirarle pintura a la puerta de su casa. Finalmente la justicia lo mandó a la cárcel, como partícipe de un genocidio a una generación, la democracia lo consideraba peor que un delincuente, porque habían tenido el aparato del estado a su favor.
Años después vino un gobierno que como aquel contó con el apoyo del imperio. Y con la Corte lograron que tres de cinco votaran para que Miguel y sus camaradas puedan finalmente quedar en libertad.
Pero los vecinos reaccionaron, dijeron: “NO, ¡NUNCA MÁS!”
R.S.
En tapa: detalle del mural “Nunca más” de la Plazoleta Roberto Santoro, Forest y Teodoro García. Chacarita. Firma: Chuneo Padilla.