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Esta columna ha tomado a menudo la cuestión alimentaria como una clave de nuestro tiempo, de nuestra cultura, de nuestra sociedad.
El tiempo pasa y un aspecto que hemos rozado tangencialmente a menudo, analizando la irrupción de los alimentos transgénicos en nuestra mesa o el avance de los aditivos químicos en el mercado legal que nos suele abastecer de comida, ha ido adquiriendo una relevancia que entendemos necesario abordar específicamente. Qué unidad material, qué dimensiones tiene el “teatro de operaciones” en que se elaboran nuestros alimentos.
El tamaño importa
La producción de alimentos ha sido tal vez la principal o una de las principales actividades humanas a lo largo de nuestra ya multimilenaria historia.
Salteamos las extendidas en el tiempo modalidades de recolección de frutos, raíces, insectos, moluscos, mariscos, de pesca, de caza de aves y mamíferos, y salteamos incluso los comienzos de la humanidad “moderna”, hace 10.000 o 15.000 años con la cría de animales, cultivos y siembras.
Y veamos, siquiera una pincelada, qué empieza a pasar cuando los humanos densificamos nuestro hábitat, es decir cuando comenzamos a agruparnos. Y digamos, un paso más adelante en el tiempo que el vivir de modo sedentario, estable y observemos qué nos pasa a los humanos cuando ya “somos muchos”, constituyendo lo que hoy llamamos “ciudades”.
La conservación de los alimentos se hace cada vez más compleja y difícil. En lugares fríos (tan abundantes antes del último deshielo continental, hace unos 12.000 años) la conservación por el frío era un método extendido. Pero lo que no era extendida entonces era la humanidad…
Se fueron descubriendo múltiples formas de conservación de los alimentos: desecado, salazón, y con el desarrollo industrial, volver al frío. Las economías platenses, por ejemplo, que exportaron tasajo durante siglos, en la segunda mitad del siglo XIX, con el desarrollo de la industria frigorífica, pudieron brindar al mercado una carne mucho más sabrosa y menos modificada que el clásico tasajo (carne conservada mediante sal, que se usaba fundamentalmente para proveer de comida –energía− a los esclavos).
Los métodos de conservación de alimentos –desecado, enfriado, salado, conservantes químicos, atmósferas controladas− fueron ampliándose junto con el aumento de la urbanización, del tamaño de los agrupamientos humanos y con la transformación de la producción artesanal en pequeña escala hacia formas de producción masiva.
No sabemos qué fue la gallina y qué el huevo, pero el aumento de la escala en la producción de alimentos está muy ligado con el aumento de las concentraciones urbanas.
El aumento de complejidad social que vino con estos procesos, a menudo englobados como de “modernización” significó aumento de conocimiento sobre los alimentos, sus rasgos y valores.
Con lo cual se introdujo una paradoja: en el mismo momento que aprendíamos cada vez más sobre los rasgos nutricionales de nuestros alimentos (experiencia acumulada, avances agrícola-ganaderos; investigación científica) y con ello lográbamos entender mejor los recursos que empleábamos (aprender, p. ej. que la harina integral es superior, nutricionalmente hablando, que la harina blanca, y lo mismo respecto del azúcar blanco, el arroz blanco… todas ellas “blancuras” más ideológicas que sanitarias), los métodos de producción alimentaria, cada vez más industriales, nos ofrecían alimentos con menor calidad alimentaria.
La masificación es enemigo de lo bueno
Es decir que con la masificación se hizo cada vez más difícil conservar la calidad alimentaria.
Si apuramos un tanto nuestra hipotética y sintética marcha, el momento presente nos otorga un panorama poco tranquilizador: porque la conservación de alimentos nos ha introducido en una selva química con la cual los industriales de la alimentación nos ”aseguran” su calidad… o al menos su comestibilidad mediante todo un marco legal y regulatorio que garantice su calidad.
Sin embargo, la garantía de calidad ofrecida por los marcos regulatorios no inspira la mejor confianza puesto que tales organismos, públicos o privados, suelen estar entrelazados por el mismo mundo empresario que produce los alimentos que tienen que ser controlados.
El “enlace” recibe el nombre de “puertas giratorias” que alude a que la provisión de cargos para examinar y controlar la calidad alimentaria se nutre con personal de las mismas empresas que habrán de ser controladas, y recíprocamente, que los técnicos y dirigentes de las empresas alimentarias provienen de los rangos directores de las autoridades públicas (a las cuales acceden como “asesores”, por ejemplo).
La confianza que puede inspirar en la población los grandes productores agroalimentarios es escasa por no decir nula: nos tocó oír al secretario de la Sociedad Rural Argentina (SRA) responder airado ante la exhortación que se le hiciera, de apostar a la producción orgánica: “−¡Pero si todos nuestros productores [de transgénicos] comen alimentos orgánicos!”
Ésa se ha convertido en norma para muchos productores alimentarios: producir algo “especial”, “para entrecasa”, de calidad para consumo propio y hacer producción “estándar” para “el mercado”. Es decir, para nosotros, los mortales comunes.
La problemática de los envases
Si es preocupante por ese motivo la constitución de nuestros alimentos cotidianos dentro del gran mercado urbano, transnacional, global, capítulo aparte merece la consideración de la calidad de sus envases.
Con el auge del industrialismo y el optimismo tecnológico, durante el siglo XIX se consolidó la fabricación de envases metálicos. Tuvieron que pasar muchas décadas para que las investigaciones registraran algunas desventajas o inconvenientes con tales envases: por empezar, registrar “la lejanía nutricional” del producto envasado respecto del mismo producto fresco o en todo caso preservado mediante métodos más naturales: alteración del sabor y de los componentes nutricionales.
Pero si los envases metálicos no constituyeron la mejor solución, la “era” de los envases plásticos, que arrasa nuestro presente, ha elevado la problematicidad de los productos industriales y masivos a un punto crítico y que muchos temen, tememos, sin retorno.
Durante siglos, la humanidad fue ideando diversos envases, muchas veces al servicio de mejorar, saborizar los alimentos a preservar; tal es el caso proverbial del vino en vasijas de roble, y también en odres de cuero; el agua en vasijas y recipientes de piedra.
En general un rasgo definitivamente deseable de un envase es que sea inerte (con las excepciones como la que nombramos del vino en barricas de roble).
Un envase clásico, milenario, inerte es el de vidrio. El mismo envase puede ser usado hoy con ácido nítrico y mañana con agua, sin problema (previo el lavado que exija, claro).
Pero con los plásticos, rara vez tenemos esa fortuna. El plástico no es inerte. Incluso los envases plásticos de agua fría tienen corta duración, mediana si se quiere. Porque el plástico se está modificando. Sobre todo con el calor (no hace falta que se derrita o haya fuego; temperaturas de 40 grados centígrados alcanzan para que muchos envases plásticos sufran desprendimientos.
Toda una serie de componentes de los plásticos, como el bisfenol A son altamente tóxicos, alteradores endócrinos de los seres vivos, incluidos, claro, nosotros. Las sustancias plásticas segregan esas partículas, ya como envases alimentarios o como cualquier otro objeto.
Y hoy, 'estamos rodeados', como se dice habitualmente.
En el siglo XVIII y XIX, quienes estaban a cargo de las fuentes de agua mineral, procuraban espitas de cerámica, inertes (fundidas a muchos cientos de grados) para regular la salida del preciado líquido; hoy “todo el mundo”, caminando por la calle, en general innecesariamente, bebe agua de botellas plásticas, que a veces han pasado por calor, tanto como para haber intensificado el desprendimiento de partículas absolutamente tóxicas, pero absolutamente invisibles. Parafraseando a Antoine de Saint-Exupery; “Lo verdaderamente importante es invisible a los ojos”.
La producción masiva de alimentos ha perdido calidad. Pese a la insistente propaganda de tipo “Le damos una triple por el precio de dos”, “La nuestra viene con doble salsa y al natural (¡!).
La calidad alimentaria se preserva cuidando los ingredientes, tratando sus ingredientes con atención. Y eso se facilita cuando uno tiene vínculos con quienes lo van a comer y gozar.
Tenemos en un extremo la comida industrial, comprada, y en el otro la producción orgánica, que se trata de hacer sin venenos. En el medio, la comida casera, que tiene rasgos de la comida industrial (a menudo, los ingredientes) y otros de vínculos con los destinatarios; se prepara comida con esmero, y también con la menor cantidad de tóxicos.
Incluso en Buenos Aires (dentro de las diez concentraciones urbanas más grandes del mundo) hay excelentes esfuerzos para proveerse de la mejor alimentación. Cada vez son más las pequeñas redes de cocineros y proveedores de alimentos orgánicos.
Porque así somos los humanos. Porfiados, buscando siempre lo mejor.
Luis E. Sabini Fernández
[email protected]