Cuento
melancólicamente porno
Tocala
de nuevo, Sam
Es verdad aunque Ud. no lo crea,
che.
Hay recovecos en las ciudades,
en sus barrios, en sus calles,
que no los conocen sus habitantes,
a los que no llegan los turistas.
Son como templos escondidos,
de un culto pagano, hereje,
o simplemente alguna boludez
que los demás, los
no iniciados, no entenderían,
y los que lo entienden es
porque estuvieron adentro
del útero donde se
gestó el culto. ¿Viste
el polaco Goyeneche, que Troilo
lo tenga en la gloria? Al
final cantaba que había
que decodificarle la ronquera
como los mensajes cifrados,
y los giles que iban por la
fama decían ¡qué
grande! y se miraban entre
ellos pero los que lo seguíamos
desde antes, más ronco
más te estrujaba el
estómago.
Son iniciados que envejecen
y mueren por simple caducidad
o mala vida, pero hasta el
último aliento... No
sé, si no me entendiste
jodete. ¿Te Acordás
de Indiana Jones y ... donde
buscan el Santo Grial? ¿Te
acordás del Templario
ese que todavía estaba
de guardia porque en la cueva
no entraba ningún viento,
si no quedaba esparcido en
el aire? ¡Por qué
estaba ahí y no llamaba
al geriátrico a que
lo busquen? ¿Qué
sentía? No tengo la
menor idea, pero así
se siente en esos templos.
Lo que te voy a contar lo
viví yo, en un tugurio
de Nueva York. No lo entendí
todo pero percibí algo
trascendente que flotaba en
el lugar. Y algo me emocioné
yo también. Ósmosis,
empatía, contagio...
Se llamaba me contaron- Samantha.
Y era en su juventud el más
conocido tragasables de los
alrededores. Es una historia
como aquí la rubia
Mireya, sólo que en
tiempo de trolo.
Los machos se peleaban por
ella (lo dejo así),
hubo hasta duelos legendarios,
a pistola no a cuchillo como
aquí. Y no era, dicen,
que como travestido fuera
un minón que qué
te importa después
de un rato y unas copas. Rasgos
angulosos, piel arrugada,
pelambre como carpincho, su
atractivo le venía
de adentro y... desinfectate
el cerebro, sucio. Pero, como
ella decía dicen-,
cada una hace de su culo un
culo. Digo ella porque se
lo merece, décadas
de feminidad vocacional, sin
necesidad de cirugías
ni hormonas envasadas. Era
felina, una pollerita que
dejaba ver hasta el cruce
unas piernas que sí,
ni la Marlene, medias caladas,
tacos desafiantes, tenía
lo suyo, que atraía
a putañeros de alrededores.
Vivía, moraba, trabajaba,
ejercía en un burdel
oscuro, en un sótano
que oficiaba como templo de
jazz. Siempre sentada en la
barra, luego en un banquito
al lado del piano, oía
Samantha y se encaminaba a
la piecita del fondo. En su
camino repartía saludos
y besitos y (igual que al
circunstancial solicitante)
la gente la miraba con una
sonrisa cómplice, faltaba
que gritara que vivan los
novios.
El tiempo pasó y tuvo
que colgar el instrumento
de trabajo. El principal.
Además estaba demasiado
fea, era un acto de coraje
encamarse con ella. Pensó
en retirarse pero no la dejaron.
Los clientes, los habitués
y hasta los cultores de jazz
la convencieron que era parte
del decorado.
Adaptada a las circunstancias,
paulatinamente, cambió
su vestimenta por un guardapolvos
dejado por algún lustrabotas,
adoptó las pantuflas
como anfitriones permanentes
de sus pies, limitó
y depuró sus oficios
a los de mayor contenido esencial
y mayor carga simbólica,
como una misa económica.
Incluso después tuvo
que dejar el sexo oral, con
la mitad de los dientes la
cosa se hacía peligrosa,
se habló de un accidente
con hospital y todo.
Pero esas manos... esos dedos
sabios, ubicuos, inclaudicablemente
curiosos... Ahora lo llamaban
Sam, ni hacía de travesaño,
ya no importaba lo que era.
Se acercaban prudente y respetuosamente,
se sentaban al lado de su
banquito, susurraban Tócala
de nuevo, Sam, y él
giraba, arremangado, una toallita
colgada del brazo (en invierno
usaba uno de esos aparatos
de las peluquerías
de antes, para calentarlas).
Los clientes de siempre. Los
pocos que quedaban, no se
si iban por calentura o por
nostalgia.
Y ahí mismo, en un
rincón, al lado del
piano, con una delicadeza
que ni la Samantha original,
decía con permiso,
extraía y comenzaba
la sagrada eucaristía
en homenaje a ese pequeño
desnudo y desvalido, difícilmente
arrogante, ocasionalmente
necesitado. Los ojos cerrados
pero como mirando el cielo
(o las telarañas del
cielo raso), un cigarrillo
en la boca, nada los diferenciaba
de los otros parroquianos.
Yo estuve ahí, una
de esas noches. No sé
qué es lo que ví,
qué es lo que imaginé
o me contaron. Había
oscuridad, jazz, gritos, humo,
gente en otras cosas, y yo
con vergüenza de mirar.
Pero por un momento, me pareció,
todo se detuvo, hubo como
un resplandor, luego un Gracias
Sam y todo siguió.
Esto fue hace tiempo. Capaz
que ya murieron todos los
oficiantes. O una nueva autopista
terminó con la calle,
con el bar. Ya se sabe, las
especies difícilmente
sobreviven fuera de su hábitat
natural.
Por eso, la otra vez que
volví a ver Indiana,
en la escena del Templario
no pude evitar un lagrimón.
¡Puta con el progreso,
como arrasa con la biodiversidad!
Adalberto
Fernández
Premiado en el II C. Literario
por el cuento “El Parrillero”
(Gula). “Tocala de nuevo,
Sam”, lo recibimos una
vez cerrada la recepción
para dicho concurso.
Revista El Abasto,
n° 76, mayo 2006.
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