De
lo sublime a lo ridículo
no hay más que un solo
paso
Frase incierta por Napoleón
Bonaparte tras el incendio
de Moscú (1812). Durante
la retirada bajo la nieve
de los maltrechos restos del
Gran Ejército, el emperador
supo que en su patria cundía
el descontento y muchos reclamaban
su abdicación. Debió
abandonar a sus tropas y apresurar
el regreso a París.
Allí tuvo que dar cuenta
al país de una campaña
iniciada con más de
600.000 hombres de las que
sólo iba a regresar
una quinta parte. Con tan
enorme número de muertos,
heridos, prisioneros y desertores,
la fallida invasión
había enlutado y empobrecido
a Francia y a sus aliados.
La figura del vencedor de
Marengo y de Austerlitz, idolatrada
por tantos en toda Europa
y el mundo, dejaba lugar en
muchos de sus antiguos seguidores
a la imagen de un hombre abatido
y sin futuro. La humillación
siguió así muy
de cerca al orgullo imperial.
Napoleón volcó
las amargas reflexiones de
aquel ocaso dramático
en una carta confidencial
dirigida poco después
a Víctor De Pradt,
su embajador en Varsovia.
Allí dejó estampadas
las célebres palabras:
“De lo sublime a lo
ridículo no hay más
que un solo paso”. Dolorosa
frase que con tono mucho más
ligero se suele repetir hoy
para burlarse de quienes,
por un traspié cualquiera,
deben pasar del éxito
y de las cumbres de la admiración
ajena a la achatada melancolía
de un felpudo.
Héctor Zimmerman
Tres mil
historias de frases y palabras
que decimos a cada rato,
Editorial Aguilar, Buenos
Aires, 1999.
Revista
El Abasto, n° 80,
septiembre 2006.
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