Indecisión
Ya anochece.
Pienso que en el mes de
diciembre a esta hora en
esta ciudad, podríamos
estar gozando de plena luz.
Atesoro este detalle por
la fecha de su cumpleaños
que es el treinta de ese
mes y me acuerdo las muchas
veces que lo pasamos en
la playa hasta que entraba
la noche.
Soy
de naturaleza ansiosa. Intento
no llegar antes a ningún
encuentro pero la ansiedad
otra vez pudo más
que yo. Esta espera se me
hace insoportable ya a los
diez minutos antes de la
hora pactada.
Comienza
a garuar, corro a refugiarme
en un bar desde donde puedo
ver perfectamente la esquina
de la cita. Sigo esperando,
la oscuridad avanza en relación
directa con mi confusión
mental. Hace veintiocho
años que no nos vemos.
Tengo curiosidad y temor
al mismo tiempo. El otoño
avanzado aporta su cuota
de melancolía a los
recuerdos. Siempre fue impuntual,
me digo; pasados los quince
minutos de la hora fijada.
Pero nunca dejó de
venir a una cita, me doy
ánimo a los veinticinco.
Ahí viene, me confundo
viendo un rostro con una
fisonomía similar
a la suya de hace veintiocho
años. Me desespero
tratando de hacer mentalmente
su identikit actual.
La
confusión se repite
a tal punto que un par de
veces tengo que contenerme
para no salir corriendo
y gritar su nombre.
La garúa se convierte
en una pertinaz llovizna,
disminuyendo mi posibilidad
de visión y aumentando
mi inseguridad. ¿Me
reconocerá?, me digo
pensando en la posibilidad
de que yo no lo logre. Para
un colectivo que pasa por
la zona donde me dijo que
vivía. Fijo mi vista
en su puerta posterior,
me parece que baja, que
se para unos momentos en
la esquina de nuestro encuentro,
mira hacia varios lados
y comienza a caminar hacia
el bar. Mi memoria trata
de recordar alguna de sus
características físicas.
¡Sí!, sus gestos
son los mismos; las luces
de un auto que pasa me permiten
ver sus ojos azules que
tanto me gustaban, sin el
brillo de antaño.
Sus hombros desgarbados
denotan el paso del tiempo;
está a unos metros,
mi actitud es dubitativa,
mis sentimientos se confunden.
Me levanto de la silla y
desde la ventana pronuncio
su nombre sin saber si quiero
o no que lo escuche. Sigue
caminando unos metros más.
Al rato gira lentamente
su rostro. No sé
si me escuchó. Levanto
tímidamente mi mano
y nos miramos a los ojos.
Tampoco sé si me
reconoció.
Llorando por mi indecisión,
por mi cobardía de
no poder aceptar las huellas
que el tiempo dejó
en el cuerpo de esa persona
que alguna vez quise, salgo
del bar y corro hacia el
lado opuesto por el que
había venido, camino
hacia mi departamento. No
me atrevo a mirar hacia
atrás.
Una
ráfaga de viento
parece acercar su nombre.
¡Ana!....
Me miento, logro convencerme
de que oí mal.
No me doy vuelta.
El
viento no me acerca ningún
sonido más.
Rodolfo
Simó
vecino
Revista El Abasto,
n° 75, abril 2006.